Hay quienes definen la dominicanidad de manera negativa. Para ellos, lo importante no es describir lo que el dominicano es, sino aquello que no es. Lo que no es pasa por la construcción de un “otro” y en nuestro caso ese “otro” es el haitiano. Lo dominicano, por tanto, sería lo opuesto a lo “haitiano”.
¿Pero qué es entonces lo “haitiano” y qué es lo opuesto a él? Es la barbarie frente a la civilización; lo negro frente a lo blanco; lo africano frente a lo hispano; lo atrasado, irracional y ritual supersticioso frente a lo moderno, racional y entroncado en el catolicismo como base de la unidad religiosa.
Lógicamente, quien define al “otro” tiene el poder de presentarlo y controlar su imagen. Por tanto, al final no importa lo que realmente es, sino lo que se proyecta de él para justificar su diferencia con un “nosotros”. A ello se dedicó con gran esfuerzo buena parte de la producción histórica e intelectual del siglo XX, sedimentando un sentido común antihaitiano que ha seguido consolidándose hasta la actualidad.
Es desde esta construcción social e ideológica a partir de la cual hay que comprender las ominosas reacciones, tanto oficiales como no oficiales, frente a expresiones culturales que, a pesar de ser realmente propias, contienen características atribuidas a ese “otro” del cual la dominicanidad debe diferenciarse.
El pasado 8 de marzo, en el marco de la celebración del día internacional de la Mujer, una muy dominicana y campesina de Monte Plata interpretaba una salve en una pequeña tarima instalada en el parque Independencia, lugar en el que tradicionalmente se han realizado manifestaciones ciudadanas y culturales. Las salves son usualmente canciones devocionales con una temática religiosa, en ocasiones interpretadas a capela y en otras acompañadas de instrumentos de percusión, con ritmos afrodescendientes. Artistas como Kinito Méndez adaptaron al merengue algunas de las salves tradicionales, resultando en canciones icónicas que llevarían a pararse y mover el culo hasta al más obtuso de los hispanófilos dominicanos, esos que anhelan infructuosamente borrar de nuestra identidad cualquier vestigio de herencia africana.
Resulta que la manifestación artística referenciada fue abruptamente interrumpida por agentes policiales. No porque la actividad organizada por las mujeres presentes careciera de los permisos correspondientes; no porque se produjera una alteración del orden público que comprometiera la seguridad de personas; no porque se cometiera alguna violación a alguna disposición legal o reglamentaria. La razón argüida por el agente que lideró la interrupción fue la de que supuestamente se estaba cantando en “creole”, lo cual parece ser que, a su juicio, significaba una afrenta al espacio en el que se desarrollaron los acontecimientos.
La acción del agente revela visiblemente dos problemas. En primer lugar, suponer que cantar en un idioma, incluyendo el criollo haitiano, supone en sí mismo una violación a las normas. Y, en segundo lugar y más importante, concluir en que la interpretación se hacía en “creole” a partir de las preconcepciones y los prejuicios desde los cuales se define el “otro”.
Posiblemente el error del agente no se habría producido si la intérprete hubiese sido blanca y el ritmo hubiese sido otro. Pero, se trataba de una mujer negra cantando bajo el acompañamiento de ritmos heredados de África. Como dijo a propósito de este caso la historiadora Quisqueya Lora, “en el universo de ese policía lo afro es negro y lo negro en República Dominicana solo puede ser haitiano”. Para ese policía quien había entrado en escena era ese “otro” a partir del cual cierta dominicanidad necesita diferenciarse para definirse a sí misma.
Gran parte de las reacciones al hecho, tanto desde las redes sociales como desde los medios tradicionales, prácticamente asumieron y consolidaron el relato de ese “otro”. Ante la evidencia de que se trató de una equivocación del agente, replicaron en cambio el relato de que efectivamente se había evitado una “profanación” del espacio histórico frente a grupo de “haitianas” que pretendía cantar en creole.
Lógicamente, quien ose contradecir este relato es inmediatamente sindicado de traidor a la patria, puesto que cuestionar la construcción del “otro” a partir del cual se define la dominicanidad, prácticamente equivale a negar la dominicanidad misma. Posiblemente a ello se deba el malabarismo justificativo en el que tuvo que incurrir una servidora pública a quien respeto mucho, ante una pregunta de su apreciación sobre el hecho. Muestra de que el péndulo se mueve cada vez más a favor de quienes han hecho del antihaitianismo su razón de existir.
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