Desde su publicación este año, El loco de Dios en el fin del mundo ha roto récords de ventas a nivel mundial, ha obtenido importantes premios internacionales y ha recibido una crítica ampliamente favorable. De su autor, el español Javier Cercas, un premio Nobel de Literatura –Vargas Llosa– ha llegado a afirmar que es uno de los mejores escritores de nuestra lengua.
La obra —que no es propiamente una novela de ficción— nos sumerge, entre otros temas controvertidos y apasionantes, en interrogantes que todos los mortales solemos plantearnos alguna vez: ¿hay vida después de la muerte?, ¿resucitaremos junto a los nuestros? Cercas aborda estas cuestiones a partir de un pretexto tan original como inesperado: la sorprendente solicitud que le hizo el papa Francisco para que lo acompañara en su último viaje a la remota Mongolia. Con la peculiaridad de que quien recibió y aceptó tal invitación era, en sus propias palabras, un “loco sin Dios”.
El libro se concibe inicialmente como una crónica de ese viaje, pero pronto toma un giro inesperado y mucho más profundo, sobre todo cuando el autor decide aprovechar la ocasión para formular al Papa una encarecida petición de su madre anciana: saber si, al morir, podría reencontrarse con su amado esposo. Cercas prometió hacer esa pregunta y movió cielo y tierra para cumplir su palabra. Lo logró, y meses antes de morir su madre —y también el propio Papa— pudo compartir con ella la respuesta del Vicario de Cristo.
Alrededor de este núcleo íntimo se despliegan múltiples temas vinculados con la Iglesia católica y la espiritualidad. Por ello, recomiendo su lectura a quienes deseen descubrir cómo, a lo largo de sus 485 páginas, se abordan con notable destreza asuntos tan complejos como actuales.
Quisiera, no obstante, detenerme en algunos pasajes que particularmente me impactaron. El primero es la conmovedora confesión del autor sobre el amor entre sus padres. Relata que vivieron juntos cincuenta y dos años sin separarse ni un solo día; que su padre murió en sus brazos; y que nunca volvió a presenciar una pasión tan profunda, incondicional como aquella.
Otro aspecto que me impresionó fue la valentía y tolerancia del papa Francisco al invitar a Cercas a acompañarlo en ese viaje, plenamente consciente de que el escritor, desde su adolescencia, se define de esta manera: “Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz, un impío riguroso”.
Tampoco puso reparos cuando Cercas dejó claro que solo aceptaría la invitación si se le garantizaba plena libertad para adentrarse en el Vaticano y hablar a solas con el sumo pontífice. A esta exigencia, el emisario papal, Lorenzo Fazzini, respondió:
“Hasta donde sé, sería la primera vez que alguien escribe un libro así, sobre un viaje del Papa. La primera vez que el Vaticano abre sus puertas a un escritor para que hable con quien quiera y pregunte lo que quiera”.
Gracias a ello, Cercas pudo hurgar en la estructura vaticana, entrevistar a sus principales figuras y reflexionar con ellas, con absoluta autonomía, sobre los temas más debatidos en torno a la Iglesia católica: su historia, su relación —o su distancia— con la sociedad moderna, los abusos sexuales, la escasa participación de la mujer en su cuerpo, el matrimonio de los sacerdotes, las uniones entre personas del mismo sexo, la relación entre poder e Iglesia y las reformas impulsadas por el papa Francisco. En definitiva, de sus luces y sus sombras.
En este punto merece una mención especial el interesantísimo diálogo que el autor sostiene con el prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe —antiguo Santo Oficio y, antes aún, Inquisición—, monseñor Víctor Manuel “Tucho” Fernández. Todo lo que rodea a este otro gaucho resulta impactante: desde su apodo, pasando por la persecución religiosa que padeció, hasta su designación en tan alto cargo por el papa Francisco. Llaman la atención las orientaciones que recibió del propio Pontífice para redefinir la misión de este sensible despacho vaticano, así como su afición por una poesía mística de fuerte carga erótica, reflejada en varias de sus obras. Una de ellas, La pasión mística. Espiritualidad y sensualidad, incluye capítulos con títulos tan provocadores como “Dios en el orgasmo de la pareja”.
Igualmente, conmovedoras son las historias de los numerosos misioneros que aparecen en el libro. Confieso que antes tenía una visión muy superficial de estos personajes, de estos otros “locos de Dios” que aún recorren el mundo, herederos del espíritu del misionero dominico español fray Antonio de Montesinos. Una de las historias más impactantes es la de la misionera keniana Ana, de la congregación de La Consolata, quien, con una sólida formación religiosa y una vida relativamente cómoda, dejó a su familia y el calor africano para trasladarse a Mongolia y servir allí a los más pobres, soportando temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero.
Me impresionó especialmente un diálogo en el que el autor le pregunta:
—¿Vivir a cuarenta grados bajo cero es fácil?
—No digo que sea fácil —responde ella—, pero yo estoy acostumbrada a los cuarenta grados.
Y lo dijo —relata Cercas— con una risa estrepitosa, mostrando una dentadura blanquísima que contrastaba con su rostro negro. El autor evoca entonces a un personaje de García Márquez cuya risa “espantaba a las palomas”.
Finalmente, esta obra tan singular cautiva aún más por la biografía poco convencional del personaje Bergoglio, quien, ya en el ocaso de su vida, terminó convirtiéndose en Francisco. Aquí se descubre no solo por qué, en su época de pibe, en el barrio, lo apodaban “pata de palo”, sino también cómo se entrelazan las vidas de ambos protagonistas. Para comprender la personalidad y el pensamiento del papa Francisco, resulta imprescindible conocer la apasionante y convulsa vida de Jorge Mario Bergoglio, que Cercas explora con notable agudeza. En síntesis, el autor nos los describe así: Francisco oculta a Bergoglio, pero al mismo tiempo revela su anhelo profundo de llegar a ser Francisco.
El epílogo del libro es sencillamente cautivador. Dos acontecimientos narrados con maestría se tejen mediante un hilo conductor común: el amor. Por ello, no pude hacer otra cosa que dejarme llevar por el corazón y, casi sin darme cuenta, conmoverme hasta las lágrimas.
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