En República Dominicana, el Índice de Precios al Consumidor (IPC) es el principal indicador que mide la inflación. El Banco Central es la institución responsable de calcularlo y lo hace tomando como base una canasta de bienes y servicios representativa del consumo de los hogares dominicanos. Cada mes, se recolectan los precios de miles de productos en diferentes puntos de venta, y con ello se calcula la variación promedio de precios respecto al mes anterior o al mismo mes del año anterior.
El cálculo sigue una metodología internacionalmente aceptada: se ponderan los productos de acuerdo con el peso que tienen en el gasto de los hogares, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos. Sin embargo, aunque el método es técnico y estandarizado, presenta limitaciones que hoy resultan cada vez más evidentes.
Uno de los problemas principales es que el índice mide únicamente el precio monetario, sin tomar en cuenta dos variables cruciales para los consumidores: la calidad y el volumen real de los productos. En otras palabras, el IPC asume que el pan de hoy es igual al pan del año anterior o de años anteriores o que un tubo de pasta dental siempre ofrece la misma cantidad y calidad, cuando la realidad es muy distinta.
El consumidor dominicano enfrenta una inflación encubierta que reduce calidad y volumen sin reflejarse en los indicadores oficiales
El consumidor dominicano se enfrenta a una práctica que podríamos llamar “inflación encubierta”: productos más pequeños, con menos contenido o con calidad reducida, pero al mismo o incluso mayor precio. El pan, por ejemplo, luce hoy más ligero y menos consistente que antes. Los tubos de pasta dental muchas veces vienen inflados con aire, dando la impresión de estar llenos cuando no lo están. Los desodorantes, detergentes y jugos muestran envases atractivos, pero con menos cantidad que en años anteriores.
Esta situación implica que, aunque el índice de precios reporte una inflación moderada, la inflación percibida por las familias es mucho más alta, porque por el mismo dinero reciben menos producto o de menor calidad. Se trata de un fenómeno que erosiona el poder adquisitivo y genera una sensación de engaño.
El problema es doble: por un lado, el IPC no refleja esta pérdida de calidad ni de volumen; por otro, las instituciones llamadas a proteger al consumidor, como Pro Consumidor y los organismos reguladores, han mostrado debilidad para enfrentar estas prácticas. Al final, el ciudadano común termina pagando más por menos.
No se trata de cuestionar la metodología estadística, sino de poner sobre la mesa un debate necesario: ¿de qué sirve un índice de precios si no captura la experiencia real del consumidor? La inflación oficial puede estar controlada, pero la “inflación de la vida cotidiana” golpea directamente a los hogares, especialmente a los de menores ingresos.
Es hora de que el país abra un espacio de reflexión. No basta con medir precios; es necesario que los reguladores vigilen con más firmeza la calidad, el peso y el volumen de los productos que se ofrecen en el mercado. El consumidor merece recibir lo que paga, sin trucos de empaque ni reducciones silenciosas.
La defensa del consumidor no debe limitarse a campañas educativas; debe incluir supervisión activa, sanciones a las prácticas abusivas y ajustes en la forma en que medimos el costo de vida. Solo así se podrá garantizar transparencia y justicia en un mercado donde, lamentablemente, la apariencia muchas veces vale más que la sustancia.
Al final, el índice de precios seguirá siendo una herramienta útil para la política económica, pero su verdadera legitimidad dependerá de que también refleje o al menos no oculte la realidad de quienes día a día luchan por llevar los alimentos y productos básicos a sus hogares.
Compartir esta nota