El mundo observa, y en muchos casos calla. La hambruna que consume a Gaza no es producto de una sequía, ni de una catástrofe natural. Es el resultado directo de una política deliberada de castigo colectivo impuesta por Israel contra el pueblo palestino. Ya no basta con los bombardeos, ya no se trata solo de misiles que destruyen hospitales, escuelas o viviendas: ahora el arma es el hambre. El acceso a alimentos, agua potable y medicinas ha sido sistemáticamente bloqueado como parte de una estrategia de exterminio encubierto. Y el mundo, como tantas veces, se encoge de hombros.
Desde octubre de 2023, Gaza ha sido convertida en un campo de asedio, donde millones de personas —niños, ancianos, mujeres embarazadas— sobreviven entre escombros, desplazamientos forzados y la escasez total de bienes esenciales. Según informes recientes de la ONU y organizaciones humanitarias como Médicos Sin Fronteras, más del 80% de la población gazatí enfrenta una inseguridad alimentaria catastrófica. No es solo que falten alimentos, es que se ha impedido deliberadamente su ingreso. Se trata de matar por hambre.
En este contexto, el reciente bombardeo israelí contra la sede de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en Gaza no es un hecho aislado. Es un acto más de una cadena de agresiones contra las instituciones encargadas de la ayuda humanitaria. En cualquier otra parte del mundo, un ataque contra una sede de la OMS habría generado condenas inmediatas, movilización diplomática y sanciones. En Gaza, no pasa nada. La impunidad se ha normalizado.
¿Hasta cuándo vamos a seguir siendo indiferentes ante el genocidio que se perpetra en tiempo real?
Los niños que mueren por desnutrición no son “daños colaterales”. Son víctimas de una política genocida, de un sistema internacional que ha renunciado a la ética en nombre de la geopolítica. La comunidad internacional —encabezada por Estados Unidos y secundada por potencias europeas— ha optado por mirar hacia otro lado, atrapada entre intereses estratégicos, lobby militar-industrial y una narrativa que criminaliza a las víctimas mientras exonera a los verdugos.
Pero la historia será implacable. La misma historia que condenó el Holocausto, el apartheid y los crímenes del colonialismo europeo, terminará por juzgar este silencio. Porque permitir que un pueblo entero sea privado de alimentos, de agua y de acceso médico, equivale a ser cómplice. Y ningún argumento de seguridad nacional puede justificar el uso del hambre como arma de guerra.
La resistencia no es terrorismo. El sufrimiento palestino no es una estadística. Es una herida abierta en la conciencia de la humanidad.
Hoy, lo urgente no es solo la ayuda humanitaria, sino la ruptura del cerco moral que nos impide actuar. Porque no se trata solo de Palestina. Se trata de si estamos dispuestos a aceptar que el poder justifique el crimen. Se trata de defender el principio básico de que todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad, a alimentarse, a crecer sin miedo.
Callar es tomar partido por el opresor. Hablar, denunciar y actuar es lo mínimo que nos exige la conciencia.
• “El sufrimiento palestino no es una estadística. Es una herida abierta en la conciencia de la humanidad.”
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