"El ejercicio filosófico no es fecundo, solo honorable". E. M. Cioran
Muchos van a la gallera y disfrutan, contemplando desde la grada cómo dos animales se descuartizan ante los ojos impertérritos de la bancada. Hay gente para la que estas peleas de gallos suponen una pasión sin límite. Otros, de proceder más lento y temperamento pausado, asisten a la iglesia y reciben las palabras del sacerdote como ungüento para el alma. En mi caso particular, disfruto de observar cómo cada domingo un grupo de tertulianos se reúne alrededor de una mesa para debatir sobre historia y filosofía.
Es el suyo, al menos tal y como lo contemplo, un simple acto de fuerza, en el que cada uno muestra su poder frente a los otros, sin producir ningún efecto de ruptura que eleve dichas disciplinas un peldaño por encima del anterior y de un modo distinto al que fueran abandonadas por el grupo el último domingo. Se diría más bien que es una reunión de papagayos en la que alguno de ellos se erige, repentinamente, en una especie de gurú e improvisa un discurso grandilocuente que no conduce a nada. Tan solo y en el mejor de los casos tal vez, a hacer más grandes los ojos de sus colegas de mesa por la sorpresa y admiración ante el Sócrates moderno que, a diferencia del antiguo, posee un amplio y vastísimo conocimiento acerca de todo.
Esos chicos buenos que diseñan y exponen recetas anodinas y previsibles ante un público que viste impecable, acto tras acto, sus mejores galas
Yo les miro a prudente y respetuosa distancia, tomo un chocolate caliente junto a una tortilla de pan con un derretido de queso y pienso mientras tanto en lo insustancial de dicho proceder dominical. Creo que el hecho de filosofar y revisar la historia, más que una actividad pasiva, llena de pavoneo y vanidad excesiva, debería contener un elemento de carbono catorce que permitiera madurar una idea y lanzarla al torbellino del mar, sometiéndola a las inclemencias de esta vida incierta. Lo otro es mero "pavorrealismo", si se me permite acuñar el término. En el caso de mostrarme impreciso a la hora de definir no solo los gestos, sino la actitud pedante y vacua de los citados contertulios, asumo el error de mi aporte al tratar de explicitar y concretar lo visto. Considero, sin embargo, que este modo gráfico de darle forma es más arriesgado y al mismo tiempo mucho más placentero que pasar una mañana citando los mismos nombres de siempre sin decir nada nuevo.
Precisamente es a este diletantismo, insulso y sin conexión alguna con la realidad cercana, al que hace referencia E.M. Cioran en un breve glosario cuando afirma: "Me aparté de la filosofía en el momento en que se me hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana". Duda el pensador rumano acerca de aquellos a quienes les crecen las hermosas plumas de un ave al citar a un importante filósofo sin vincular sus pensamientos con la realidad circundante. Quien no pone sus palabras en riesgo sobre el debate público no aporta nada ni es capaz de remover los cimientos del pensamiento. Citar lo ya mil veces citado es ejercicio inane, perezoso e intelectualmente carente de todo sentido. Vivimos, de un tiempo a esta parte, un constante y devoto cortejo hacia las élites económicas, un cuidarse de no tocar las llagas del poder, repitiendo incansables frases dichas por otros hace siglos a las que se incorporan, en ritual monótono y perpetuo, las últimas voces de moda. Si no renovamos el lenguaje y no nos atrevemos a contrariar ni por un segundo lo antes dicho por otros, nos volvemos retranca, fuerza anacrónica de un presente activo.
En estos aciagos tiempos, comedidos y de delicado perfume, todo se vuelve susurro agradable a oídos de aquellos que legitiman el poder y los privilegios ancestrales de casta. Hoy los mensajes se emiten a través de máscaras bien ajustadas al rostro, que no modifican el guion ni distorsionan la voz de su amo. Cómo añoro a ese tipo de escritores y pensadores incómodos y de difícil encasillamiento, de los que no logras saber qué tipo de verdad impredecible van a esgrimir en mitad de su discurso. Hoy nos conformamos con esos buenos escribanos, como señalaría Javier Cercas, incapaces de coger con firmeza al toro por los cuernos y mirarle a los ojos. Hombres y mujeres dóciles y reverentes, seres acomodaticios que no ofenden sensibilidades, que no nos inquietan con cuestiones que hieren el proceder de tanto déspota reaccionario que pretende gobernar el mundo, que no generan debate ni cuestión ninguna. Esos chicos buenos que diseñan y exponen recetas anodinas y previsibles ante un público que viste impecable, acto tras acto, sus mejores galas. Su guion más exigente se desarrolla al margen de una realidad, que siempre cruda, atisban desde su atalaya inmaculada, aséptica, incontaminada. La escenografía, perfectamente orquestada hasta el último detalle, responde, sin titubeos, al precio exigido por quien paga los asientos del Coliseo, y ya se sabe que todo buen pagador elige para su tranquilidad una suave música que permita dormitar plácidamente y embaucar sentidos en aquellos que puedan albergar la intención de cuestionar(se).
Como una vez escribí y aun a riesgo de citarme a mí mismo y parecer por ello vanidoso, "me detengo en sus letras". Son impecables, palabras rotundas, bellas (…) Estoy a la espera de ser corneado de manera fatal y que hunda en mí todo su veneno. No quiero salir de sus textos sin un solo rasguño e ileso como entré". Y, a pesar de todo, tengo a menudo esa misma sensación de escapar indemne. Es así y así parece condenado este momento a ser. El filósofo no debería detenerse hoy en día tan solo en ensimismarse, en abismarse en su propia actividad "contemplativa". A los filósofos de hoy debiera moverles una actitud resuelta y firmemente decidida ante las fuerzas más conservadoras que en el escenario mundial avanzan sin piedad ni rumbo, imponiendo una agenda antehistórica y antiestética. Aquella antigua resistencia, de la que hablara el escritor argelino Albert Camus, nunca ha sido más urgente ni más vital.
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