A partir de ahí, el debate sobre emprendimiento deja de ser retórico. Cada vez que se habla de emprendimiento en espacios públicos, queda la sensación de que usamos una misma palabra para referirnos a cosas distintas. Repetir el término es sencillo; convertirlo en una política capaz de promover empleo digno, productividad y movilidad social es otra historia.
El interés aquí no es plantearlo desde el escepticismo, sino desde la experiencia. Durante años hemos tratado el emprendimiento como un estímulo motivacional, casi como un acto de fe individual, con frases como: ¡El que quiere, puede! ¡Si lo puedes ver, lo puedes tener! Y eso no funciona así de fácil. Lo dicen, datos que se publican (…): lejos de tranquilizar, incomodan.
En nuestro país, las micro, pequeñas y medianas empresas constituyen la mayor parte del tejido productivo y generan una proporción significativa del empleo. Sin embargo, esa estructura es frágil: la amplia mayoría de estos negocios son microempresas y una parte considerable opera en condiciones de informalidad. Eso explica que el crecimiento económico no siempre se traduce de igual manera cuando se habla de trabajo. Entonces resulta que en 2024, la economía dominicana mantuvo un crecimiento cercano al 5 %, pero la informalidad laboral continuó afectando a más de la mitad de la población ocupada. La contradicción es evidente: se crece, pero no se consolida. Algo, claramente, no está funcionando como debería.
A ese límite estructural se suma un obstáculo decisivo: la informalidad. Sin formalización, los emprendimientos quedan fuera del sistema financiero, sin historial crediticio, sin garantías reconocidas y, en consecuencia, sin posibilidad real de crecer. Esto no es una afirmación teórica ni un lugar común académico. Lo vi de cerca en modestas empresas familiares que trabajaron durante años con esfuerzo sostenido, pero cuya supervivencia dependía siempre del día a día. El empleo estaba ahí; la estructura, no.
Recuerdo, por ejemplo, a mi abuela repitiendo una frase que nunca apareció en ningún manual de administración, pero que contenía más sabiduría económica que muchos discursos públicos: “Cuando la noche está más oscura, es porque está amaneciendo”. Ella no hablaba de emprendimiento ni de políticas públicas; hablaba de resistir con dignidad. Sabía —por experiencia— que la voluntad sin preparación se agota, y que el trabajo sin respaldo termina quebrando a las personas antes que a los negocios. Años después entendí esa misma lógica observando a un tío que sostuvo empresas durante décadas. No celebraba ideas brillantes si no venían acompañadas de caja, estructura y tiempo. Decía, con crudeza, que un negocio no muere por falta de sueños, sino por falta de oxígeno financiero. Ninguno de los dos utilizaba el lenguaje técnico de la economía institucional, pero ambos comprendían lo esencial: emprender no es lanzarse solo, sino sostenerse acompañado.
El emprendimiento se diseña y se forma. Y también se acompaña: desde la escuela, la educación técnica y superior, el sector financiero y el Estado; de lo contrario, seguirá siendo un acto en solitario, condenado a chocar con una estructura individualista que nunca fue pensada para sostenerlo.
Por eso, cuando constatamos que cerca de tres de cada cuatro micro y pequeñas empresas no superan sus primeros años de vida, no estamos ante un problema moral ni de actitud individual. Estamos frente a un fallo de diseño. La resiliencia explica el inicio; la estructura explica la permanencia.
Una de las causas centrales es el acceso restringido al capital de trabajo, sobre todo en las etapas iniciales. Muchas empresas nacen sin reservas, sin crédito operativo y sin margen para absorber tensiones de liquidez. A ello se suma un obstáculo decisivo: la informalidad. Sin formalización, los negocios quedan excluidos del sistema financiero, sin historial crediticio, sin garantías aceptadas y, en la práctica, sin posibilidad real de crecer. Esto no es una afirmación teórica. Lo vi en modestos negocios familiares que trabajaron arduamente durante años, pero que nunca lograron avanzar porque todo dependía del día a día. El empleo estaba ahí; la estructura, no.
Es aquí donde la advertencia de Hernando de Soto cobra pleno sentido: la informalidad no es simplemente una cuestión legal, sino una trampa económica. Los bienes necesitan convertirse en capital, las empresas deben escalar y los emprendedores requieren una red institucional; el diseño lo facilita, no la voluntad. Cuando el sistema no genera condiciones para formalizar, financiar y sostener proyectos productivos, el problema deja de ser individual y se transforma en un ancla formativa e institucional (De Soto, 2000).
Sin embargo, el diseño institucional, aun cuando mejora, no opera en el vacío. La formalización y el acceso al financiamiento son condiciones necesarias, aunque no suficientes, si no dialogan con la realidad social en la que los emprendimientos nacen y se sostienen. Ahí es donde el problema deja de ser solo económico o legal y se vuelve también social: qué se produce, para quién se produce y en qué condiciones se intenta sostener ese esfuerzo productivo.
Ahora bien, incluso cuando se avanza en formalización y financiamiento, hay algo que no debe perderse de vista. Es decir, emprender en economías vulnerables no puede separarse del contexto social en el que ocurre. Hablar de innovación sin hablar de inclusión, sostenibilidad y empleo es reproducir la desconexión de siempre. Ahí es donde enfoques como la economía circular adquieren relevancia en países como el nuestro: no solo porque transforman residuos en recursos o reducen impactos ambientales, sino porque abren oportunidades productivas allí donde antes solo había exclusión del uso del capital de trabajo.
En esa misma línea, Michael Porter ha reiterado que crear valor compartido es crecer económicamente resolviendo problemas sociales específicos. No se trata de añadir un componente social al final del proceso, sino de incorporarlo desde el diseño mismo del negocio (Porter, 2011). Por eso, cuando se observan experiencias como las de Finlandia, Corea del Sur o Israel, el contraste resulta claro. Ninguno de estos países fortaleció su ecosistema emprendedor anclado en charlas motivacionales ni apelando al éxito individual. Lo hicieron mediante políticas educativas consistentes, inversión sostenida en innovación, acceso temprano al financiamiento y una articulación real entre el Estado, la academia y el sector productivo. En todos los casos, el emprendimiento se trató como infraestructura social, no como un acto de triunfo personal.
Específicamente, esa diferencia lo explica todo. Mi abuela nunca habló de ecosistemas ni de política pública, pero entendía algo fundamental: nadie resiste solo indefinidamente. Y mi tío, que sostuvo empresas durante años, lo decía sin rodeos: sin caja, sin tiempo y sin respaldo, el esfuerzo se ahoga. Lo cierto es que lo que esas historias enseñan, y lo que estos países confirman, es la misma idea expresada en lenguajes distintos: el talento necesita estructura para convertirse en permanencia.
Más aún, el emprendimiento deja de ser un tema individual para transformarse en una herramienta de política pública. No de hacer empresarios de moda ni de glorificar el riesgo solitario, sino de generar las condiciones efectivas para que el talento se convierta en productividad, empleo y cohesión social.
Esto porque tal vez el problema no sea que falten emprendedores. Quizá el problema es que de algún modo seguimos exigiéndoles que nazcan y se desarrollen solos. En realidad, el emprendimiento no se aplica por un decreto. El emprendimiento se diseña y se forma. Y también se acompaña: desde la escuela, la educación técnica y superior, el sector financiero y el Estado; de lo contrario, seguirá siendo un acto en solitario, condenado a chocar con una estructura individualista que nunca fue pensada para sostenerlo.
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