En los últimos años, el lenguaje político ha dejado de ser un medio para tramitar el conflicto y se ha convertido en un instrumento para administrarlo. Allí donde la política debería ofrecer marcos de interpretación compartidos, proliferan narrativas que simplifican, excluyen y polarizan. El discurso de odio se inscribe en ese desplazamiento. No se manifiesta como un estallido espontáneo del debate público, sino como un recurso político que canaliza el malestar social, lo orienta hacia enemigos identificables y desplaza progresivamente los límites de lo que resulta aceptable decir en el espacio público.
A diferencia de otras expresiones de confrontación política, el discurso de odio no busca persuadir ni deliberar, sino fijar posiciones y reducir la complejidad del mundo social a esquemas morales binarios. Conflictos estructurales asociados a desigualdad, precariedad o fallas institucionales son desplazados hacia identidades socialmente disponibles que pasan a concentrar la culpa y la amenaza. El lenguaje deja de cumplir una función mediadora y comienza a operar como un dispositivo de organización política de la exclusión.
En contextos de fragmentación social y desconfianza institucional, estas narrativas ofrecen ventajas claras a quienes las emplean porque simplifican la comunicación política, reducen los costos argumentativos y facilitan la movilización emocional. No requieren programas elaborados ni diagnósticos complejos y funcionan porque convierten el malestar difuso en antagonismo identificable y el desacuerdo en sospecha moral, una dinámica ampliamente documentada en estudios sobre polarización afectiva y competencia política contemporánea (Iyengar, Sood y Lelkes, 2012; Mudde, 2019).
Defender la democracia hoy no consiste solo en proteger procedimientos electorales, sino en preservar un lenguaje político capaz de sostener el desacuerdo sin convertirlo en exclusión
Las plataformas digitales han amplificado este fenómeno de manera estructural; no por una orientación ideológica explícita, sino por incentivos técnicos que privilegian contenidos con alta carga emocional. Mensajes que activan indignación, miedo u hostilidad tienden a circular con mayor velocidad y alcance que aquellos que introducen matices o incertidumbre. En este entorno, el discurso de odio deja de ser un episodio ocasional y se transforma en un clima comunicativo persistente. La repetición refuerza su legitimidad aparente y normaliza formas de deshumanización que antes habrían sido socialmente inaceptables (Sunstein, 2017).
El impacto democrático de este proceso no se limita a episodios de violencia explícita. Se manifiesta de forma más sutil cuando determinados grupos se retraen del espacio público, cuando el adversario político pierde reconocimiento como interlocutor legítimo y cuando amplios sectores de la ciudadanía comienzan a aceptar la exclusión simbólica como parte natural del conflicto. En ese punto, las instituciones formales pueden seguir operando, pero la democracia pierde densidad cívica y el pluralismo se debilita no por censura directa, sino por erosión progresiva de las condiciones del reconocimiento mutuo.
IDEA Internacional ha advertido que el discurso de odio constituye una amenaza estructural para la democracia porque socava la inclusión, fragmenta la cohesión social y distorsiona las reglas del debate público. El problema no se limita a la protección de las personas directamente afectadas, sino que más bien se proyecta sobre el conjunto del sistema democrático cuando el lenguaje político deja de sostener un espacio común de pertenencia y comienza a producir formas diferenciadas de ciudadanía, en las que algunos sujetos son reconocidos plenamente y otros quedan simbólicamente degradados (IDEA Internacional, 2023).
La democracia, sin embargo, requiere conflicto, crítica severa y confrontación ideológica. El problema no es la intensidad del desacuerdo, sino su transformación en una lógica de deslegitimación del otro como sujeto político. Cuando el lenguaje ya no disputa ideas, sino condiciones de pertenencia, el conflicto abandona el terreno democrático. En ese escenario, el adversario no es alguien a quien derrotar electoralmente, sino alguien a quien neutralizar simbólicamente, una dinámica que precede históricamente a procesos de exclusión más amplios (Levitsky y Ziblatt, 2018).
El discurso de odio funciona como arma política porque produce beneficios inmediatos. Permite administrar emociones colectivas, canalizar frustraciones y consolidar identidades políticas cerradas mediante la exclusión externa. A corto plazo, fortalece liderazgos y simplifica la gestión del conflicto y, a mediano plazo, debilita los vínculos sociales que hacen posible la deliberación democrática. No se trata de una anomalía del sistema, sino de una técnica que opera dentro de él y que resulta especialmente funcional en democracias sometidas a alta tensión social.
La respuesta a este fenómeno no puede reducirse a una oposición simplificada entre censura y libertad de expresión. Ese encuadre empobrece el análisis y favorece la reproducción del problema. La cuestión central es política y democrática. Tiene que ver con quién define los marcos del debate público, quién asume los costos del lenguaje que circula y qué tipo de ciudadanía se produce cuando la deshumanización se vuelve tolerable. Defender la democracia implica disputar esas condiciones, no solo regular excesos discursivos.
Esta discusión también interpela la participación cotidiana porque el discurso de odio no se sostiene únicamente desde el poder institucional. Circula porque se comparte, se trivializa o se acepta como parte inevitable del juego político. Cada acto de amplificación, incluso sin adhesión explícita, contribuye a erosionar el espacio común.
La democracia no se deteriora solo por decisiones formales. Se desgasta cuando el lenguaje deja de reconocer al otro como interlocutor legítimo.
El discurso de odio como arma política no destruye la democracia de manera inmediata, sino que la vacía progresivamente. Es por ello que resulta eficaz y peligroso.
Defender la democracia hoy no consiste solo en proteger procedimientos electorales, sino en preservar un lenguaje político capaz de sostener el desacuerdo sin convertirlo en exclusión. Ese deterioro no ocurre de golpe, sucede palabra a palabra.
Referencias
- IDEA Internacional. (2023). Cómo el discurso de odio amenaza la democracia.
- https://www.idea.int/es/news/como-el-discurso-de-odio-amenaza-la-democracia
- Iyengar, S., Sood, G., & Lelkes, Y. (2012). Affect, not ideology. A social identity perspective on polarization. Public Opinion Quarterly, 76(3), 405–431.
- Levitsky, S., & Ziblatt, D. (2018). How democracies die. Crown Publishing Group.
- Mudde, C. (2019). The far right today. Polity Press.
- Sunstein, C. R. (2017). #Republic. Divided democracy in the age of social media. Princeton University Press.
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