En la historia reciente del Caribe, pocos países han experimentado un uso tan activo del cine para reimaginar su pasado como la República Dominicana. A través de las últimas décadas, el cine dominicano ha pasado de ser una herramienta de entretenimiento marginal a convertirse en un medio central de construcción de memoria colectiva, debate político y revisión histórica. En este contexto, el cine puede ser comprendido como una forma de historiografía: una narrativa audiovisual que, lejos de reproducir pasivamente los hechos, los interpreta, los dramatiza y los resignifica.

Como afirma Rosenstone (1995), “el cine no sólo puede representar la historia, sino que también puede crear historia, proponer preguntas históricas y darles forma visual” (p. 2). En la República Dominicana, esta capacidad se ha manifestado a través de películas que han abordado directamente momentos clave como la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, las tensiones raciales, la masacre de 1937, la guerra civil de 1965 y otros procesos que han marcado la identidad nacional.

Uno de los ejemplos más paradigmáticos del cine como historiografía en el contexto dominicano es la película “El Teniente Amado” (2013), dirigida por Omar Ramírez. Este filme narra la historia de Antonio de la Maza y los conspiradores que participaron en el ajusticiamiento de Trujillo. No solo se trata de una recreación histórica, sino también de una propuesta sobre el tipo de heroísmo que el relato oficial ha omitido o reducido. A través de la cámara, Ramírez no solo muestra los hechos sino que los encuadra emocional y moralmente, generando preguntas sobre la justicia, la traición y el sacrificio personal.

Otro ejemplo contundente es “Perejil” (2022), de José María Cabral, que ficcionaliza la tristemente célebre masacre del mismo nombre, en la que miles de haitianos fueron asesinados por orden de Trujillo. En lugar de optar por una narrativa clásicamente histórica, Cabral elige un enfoque personal: la historia se cuenta desde el punto de vista de una mujer campesina haitiana que intenta sobrevivir al pogromo. Este enfoque humaniza los hechos y revela una dimensión emocional de la historia que muchas veces la historiografía escrita ha ignorado. Como señala Robert A. Rosenstone, “el cine histórico crea significado no solo a través del hecho, sino también mediante la emoción, la estética y el simbolismo” (1995, p. 18).

Desde esta perspectiva, el cine dominicano ha funcionado como un espacio de contramemoria: un lugar donde se cuestionan las versiones oficiales y se exploran nuevas formas de narrar el pasado. Películas como “La fiesta del chivo” (2005), basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa, también han contribuido a este esfuerzo. Aunque fue dirigida por Luis Llosa, un director extranjero, su filmación en suelo dominicano y el uso de actores locales insertan a la República Dominicana en un debate más amplio sobre la dictadura, la impunidad y la complicidad social.

Pero la conexión entre el cine y la historia en el cine dominicano no se limita a la representación directa de hechos políticos. En muchas producciones, la historia se manifiesta de forma más sutil, como trasfondo cultural o como herida latente en la vida cotidiana. Es el caso de “Flor de Azúcar” (2016), también de Fernando Baez, que ambienta su narrativa en la República Dominicana rural de los años 40. Aunque no menciona directamente a Trujillo, la omnipresencia del control estatal y la vigilancia social evocan el ambiente represivo del trujillismo.

Por otro lado, películas como “Carpinteros” (2017) de José María Cabral se ubican en un contexto carcelario contemporáneo, pero revelan estructuras de poder, desigualdad y marginalidad que tienen raíces profundas en la historia dominicana. La violencia de género, la precariedad del sistema judicial y la falta de oportunidades están conectadas con la herencia de una república marcada por el autoritarismo y la exclusión.

Desde la teoría historiográfica, el cine puede entenderse como una forma de “historia audiovisual”, es decir, una modalidad narrativa que utiliza imágenes en movimiento para interpretar el pasado. Como sugiere White (1987), toda historia es, en el fondo, una construcción: “no hay relato histórico que no esté modelado por decisiones narrativas, ideológicas y estéticas” (p. 45). En este sentido, las películas dominicanas no son menos válidas que los libros de historia: simplemente operan con otras reglas, otros lenguajes, otras formas de verdad.

Una de las fortalezas del cine como historiografía es su capacidad para representar la experiencia subjetiva. Esto es particularmente importante en un país donde muchos de los episodios históricos más traumáticos han sido silenciados o minimizados. El cine permite articular esas memorias individuales que rara vez encuentran espacio en la historiografía oficial: la angustia de una madre que pierde a su hijo, el miedo de un joven que escapa de la policía secreta, el desconcierto de una niña que no entiende por qué su familia desapareció. Estas escenas, aunque ficcionales, contienen una verdad emocional y social que complementa la verdad fáctica de los documentos y archivos.

No obstante, también es necesario reconocer las tensiones entre el cine y la historia. Mientras que la historiografía académica está regida por el rigor documental y la verificación empírica, el cine opera en el terreno de la licencia creativa. Esto puede llevar a distorsiones, simplificaciones o incluso manipulaciones del pasado. Pero como apunta Toplin (2002), “el cine no debe ser juzgado solo por su fidelidad factual, sino también por su habilidad para involucrar al espectador en un debate sobre el significado del pasado” (p. 11).

En el caso dominicano, el cine ha contribuido no solo a representar la historia, sino a democratizar su acceso. Muchas personas que no tienen contacto con textos históricos complejos han encontrado en el cine una forma accesible de conectarse con su pasado. Esto tiene un valor pedagógico incalculable, especialmente en un país donde el sistema educativo ha tenido dificultades para incorporar una narrativa histórica plural y crítica.

El cine dominicano ha evolucionado hacia una forma de historiografía popular que desafía las narrativas oficiales, recupera voces silenciadas y resignifica el pasado nacional. Desde enfoques directos como los de “El Teniente Amado” o “Perejil” hasta representaciones simbólicas como las de “Flor de Azúcar” o “Carpinteros”, las películas dominicanas han contribuido a construir una memoria colectiva visual que complementa y enriquece los relatos escritos. En un país donde la historia oficial ha sido muchas veces escrita desde el poder, el cine ofrece una posibilidad: contar la historia desde abajo, desde la experiencia vivida y desde la imagen. Y como toda buena historiografía, nos obliga a preguntarnos no solo qué pasó, sino también por qué y para quién.

Referencias

Rosenstone, R. A. (1995). Visions of the Past: The Challenge of Film to Our Idea of History. Harvard University Press.

Toplin, R. B. (2002). Reel History: In Defense of Hollywood. University Press of Kansas.

White, H. (1987). The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation. The Johns Hopkins University Press.

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

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