El debate en torno al aumento de la pena para los casos de feminicidio exige una reflexión desapasionada que trascienda la coyuntura y se asiente en los fundamentos de la política criminal y la prevención. No basta con responder desde la dimensión punitiva, como si la severidad de la sanción fuera, por sí sola, la solución definitiva a esta grave problemática. Esta advertencia resulta válida independientemente de la certeza en la calificación jurídica del hecho o de la necesidad de individualizarlo. El examen del artículo 92 del nuevo Código Penal revela que los homicidios agravados ya incorporan, en buena medida, los elementos constitutivos del feminicidio recogidos en el artículo 63; nos enfrentamos, por tanto, a un fenómeno jurídico y social complejo, para el cual no existe una fórmula única capaz de erradicar la violencia en el seno de las relaciones de pareja.

La Ley núm. 74-25, que reforma el Código Penal dominicano y cuya entrada en vigor está prevista en un plazo de doce meses, tipifica el feminicidio como una figura agravada, diferenciándola de otros tipos de homicidio por la especial gravedad del hecho y las condiciones de vulnerabilidad de la víctima. No obstante, la eficacia de la respuesta penal no depende únicamente del quantum de la pena, sino de la capacidad real del Estado para prevenir, proteger y garantizar la vida de las potenciales víctimas. Por ello, puede afirmarse que el Estado es el principal responsable del destino de este delito, en la medida en que su omisión, desenfoque o ineficiencia condicionan directamente la persistencia de esta forma extrema de violencia.

En 2023 se registraron 3,897 feminicidios en América Latina, según la CEPAL, cifra que representa una preocupante tendencia al alza en los últimos años. Informes del Mapa Latinoamericano de Feminicidios también señalan un incremento sostenido, lo que permite proyectar que, de no implementarse medidas efectivas, para 2025 esta cifra podría superar los 5,000 casos.

Los datos del Observatorio Político Dominicano (Funglode) son elocuentes: entre 2016 y 2022, el 27.8 % de los agresores se suicidaron tras cometer el feminicidio, dejando 313 menores huérfanos. Este dato sugiere que estos crímenes no son hechos aislados ni impulsivos, sino el desenlace extremo de relaciones íntimas hostiles y procesos de violencia progresiva y sistemática. Entre 2016 y 2019, el 76.9 % de los feminicidios fueron perpetrados por parejas o exparejas, proporción que se mantuvo alrededor del 80 % hasta 2021.

Queda claro que el feminicidio es un problema estructural que trasciende el ámbito estrictamente penal. Si bien el endurecimiento de las sanciones busca enviar un mensaje claro de rechazo social y generar temor en los potenciales agresores, la ausencia de mecanismos efectivos de prevención torna insuficiente esta medida frente a la complejidad del fenómeno. No se trata de casos de derecho común, sino de conductas que involucran dimensiones individuales, familiares y sociales simultáneamente.

Particular atención merece la concurrencia de feminicidios cometidos por miembros de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas. En el primer semestre de 2025, ocho de los 48 feminicidios íntimos reportados correspondieron a policías o militares, muchos sin denuncias previas. Este fenómeno no es fortuito. Se vincula a factores estructurales que deben ser considerados en cualquier análisis integral: jóvenes empoderados como autoridad, entrenados para actuar en contextos de alta violencia, provistos de armas de fuego y expuestos a tensiones constantes. Además, frecuentemente carecen de la madurez emocional suficiente para manejar conflictos personales y laborales, y se suman condiciones como el abuso en el servicio, humillaciones reiteradas, carencia de apoyo psicosocial y la ausencia de programas institucionales efectivos para el manejo del estrés y control de impulsos.

Este perfil revela que el feminicidio, más que un simple crimen pasional, no es un delito común ni aislado, y que su abordaje exige una perspectiva multidimensional. La respuesta penal, aunque necesaria, no puede concebirse de forma aislada. El aumento de la pena, sin un andamiaje preventivo y políticas públicas efectivas, se reduce a un gesto simbólico que construye una ilusión de justicia, pero que deja intactas las causas estructurales que originan la violencia.

El sistema de justicia debe, entonces, orientarse hacia una política criminal integral que contemple prevención, formación, concientización, control y sanción. Esto implica establecer protocolos claros de intervención temprana ante denuncias de violencia, fortalecer la atención psicológica y social, implementar controles estrictos sobre el acceso y uso de armas en contextos familiares, y capacitar continuamente a los miembros de las fuerzas armadas y policiales en resolución no violenta de conflictos y salud mental.

El sistema de justicia debe orientarse hacia una política criminal integral que contemple la prevención, la formación, la concientización, el control y la sanción. Esto implica establecer protocolos claros de intervención temprana ante denuncias de violencia, fortalecer la atención psicológica y social, implementar controles estrictos sobre el acceso y uso de armas en contextos familiares, y capacitar de forma continua a los miembros de las fuerzas armadas y policiales en la resolución no violenta de conflictos y en salud mental.

Asimismo, se debe promover una educación emocional y en igualdad desde los primeros niveles educativos, con la finalidad de desarticular los patrones culturales que legitiman la violencia de género y normalizan la dominación y el control.

Finalmente, no puede soslayarse el impacto colateral de estos crímenes: cientos de niños y niñas quedan huérfanos, víctimas indirectas de la violencia que destruye sus familias y su proyecto de vida. Por ello, la política pública debe incluir una atención especializada y prioritaria a estas víctimas, asegurando su protección y desarrollo integral.

Sostenemos que, el aumento de la pena en casos de feminicidios y crímenes pasionales, aunque refleja una voluntad de sancionar con rigor este delito, no puede ser la única ni la principal estrategia para construir justicia ni para proteger a las mujeres. Cuando el Estado carece de mecanismos mínimos para la prevención, la protección y el acompañamiento, el endurecimiento penal se convierte en un paliativo insuficiente y en ocasiones contraproducente, que pudiera agravar y profundizar la fractura social y familiar.

El feminicidio tiene raíces profundas en las problemáticas de salud mental, la desigualdad, el machismo, y la violencia estructural. Para combatirlo eficazmente, es imprescindible un compromiso integral y sostenido que involucre educación, atención en salud mental, justicia, seguridad y bienestar social. Solo así se podrá transformar la ilusión de justicia, que a veces representa el mero aumento de la pena, en una verdadera construcción de justicia que restaure y preserve los vínculos familiares y comunitarios, y garantice el derecho a una vida libre de violencia para toda la sociedad, que debe ser el objetivo final.

José Miguel Vásquez García

Abogado

Egresado como Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo Autor del libro de derecho “MANUAL SOBRE LAS ACTAS Y ACCIONES DEL ESTADO CIVIL”. Especialista en materia electoral y derecho migratorio Maestría en derecho civil y procesal civil Maestría en Relaciones Internacionales Maestría en estudios electorales Cursando el Doctorado en la Universidad del País Vasco: Sociedad Democracia Estado y Derecho. Coordinador de maestría de Derecho Migratorio y Consular en la UASD Maestro de grado actualmente en la UASD Ex consultor Jurídico de la Junta Central Electoral 2002-2007 Abogado de ejercicio. Delegado político nacional del PRD 2012-2020

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