Hace algunos años leí la obra del ilustre abogado español Luis Martí Mingarro titulada El abogado en la historia: un defensor de la civilización y la razón. En ella, el antiguo decano del Colegio de Abogados de Madrid realiza un apretado pero sugestivo análisis de varios destacados casos judiciales que han marcado la historia. Desde la antigüedad hasta la época moderna. A través de ellos examina los principales aportes de la abogacía para superar la barbarie, conquistar derechos, afianzar la convivencia social y la democracia, y construir el Estado de Derecho. En suma, para conquistar la libertad.
Sin duda, es un libro que reivindica, de manera documentada, la mala imagen que solemos cargar los togados —esa suerte de maldición gitana que reza: ¡Entre abogados te veas!
En esta línea, la Revista de Estudios Histórico-Jurídicos de Chile, al evaluar la obra, afirma lo siguiente: “El libro ayuda a deshacer prejuicios negativos: critica la imagen del abogado como meramente ‘enterrador de pleitos’, reforzada muchas veces por representaciones mediáticas. Aporta, en cambio, una perspectiva histórica que muestra que la abogacía ha sido un pilar de la civilización, la justicia y la protección del individuo frente al poder”.
La obra, sin embargo, como todo producto humano, no está exenta de críticas. En ocasiones idealiza el quehacer jurídico y subestima la incidencia de las estructuras económicas, sociales y políticas que se entrelazan en cada etapa histórica. Minimiza la impronta que estos factores determinantes ejercen sobre las sociedades en las que el abogado interviene como actor social. Pero, especialmente, soslaya el componente humano y emocional que subyace en este ejercicio profesional.
Aun así, el libro termina siendo una razonable invitación a mirar nuestra profesión desde una perspectiva más digna y vigorosa. No solo para detenernos en el legado histórico que el Derecho ha ofrecido a la civilización y a la razón, sino también para reconocer su significado en la praxis profesional cotidiana, en la vida real de las personas.
Se trata, en definitiva, de revalorizar la abogacía por el impacto que tiene al recuperar o preservar la libertad, el patrimonio, el honor o cualquier dimensión consustancial de la existencia humana. Y por la eficacia con que permite enfrentar abusos y arbitrariedades que solo mediante un servicio profesional competente y ético pueden vencerse.
De ahí que siempre valga la pena rescatar una de las mayores enseñanzas de otra obra clásica del quehacer jurídico: El alma de la toga. Me refiero a cuando el maestro Ángel Ossorio y Gallardo nos invita no solo a hurgar en la ley —en su razonable espíritu—, sino también en las honduras del alma humana.
No obstante, la rutina del ejercicio legal con frecuencia hace que perdamos de vista esa dimensión humana de este noble servicio de medios que brindamos, especialmente en su vertiente penal, donde la carga de drama es mayor. Por ello, el profesor Santiago Sentís Melendo nos recuerda con profundo tino: “La defensa penal es, ante todo, un acto de fe en la dignidad humana del imputado”. Quien no posea esta sensibilidad degrada la profesión. En particular, esto suele suceder cuando las lágrimas, el sufrimiento o la impotencia del cliente ante la injusticia no nos afectan ni nos quitan también el sueño.
Por todo esto, nunca olvido el lema que leí pocos años después de ingresar a la Escuela de Derecho de la universidad donde cursé la carrera, y que identifica a la Asociación de Abogados de Santiago, Inc.: “Dignificando la toga”. Esta frase, corta pero sabia, ha pretendido desde entonces guiar nuestro ejercicio profesional. Y es que solo en la medida en que logremos dignificar la profesión que ejercemos estaremos en condiciones de representar con dignidad los intereses de nuestros representados. En fin, de ser auténticos defensores de la razón y de la dignidad.
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