Los días de la Semana Santa son días de guardar o de guardarse. La doctrina no precisa si el recogimiento ha de hacerse en la playa más cercana, en el bar de costumbre o en el templo de la esquina, ¿o sí? Ante tanto ocio acumulado, quién se acordará que Eduardo Galeano murió en abril, hace diez años, un triste día trece.

Pese a que en estas fechas se llama a la reflexión (o al descanso), la vida, pero en especial, la obra de este escritor único, fue motivo de homenajes, tanto en su Montevideo natal, como en España y México. Por ejemplo, en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana, su paisana Bárbara Mori leyó textos suyos, acompañada por el piano de María Teresa Frenk.

Asimismo, en Madrid, el miércoles de la semana anterior, hablaron de él Joan Manuel Serrat y el escritor y cronista y periodista y etcétera Martín Caparrós, quien recordó la vez aquella cuando Hugo Chávez, en alguna cumbre, esgrimió su libro insignia, Las venas abiertas de América Latina, ante la mirada, ¿sorprendida, cansada?, de Obama. Sin querer, Chávez se volvió su mejor publicista: todos querían saber de qué iba aquel libro que el presidente gringo llevaba bajo el brazo. En otro artículo, me pregunté si Barak habría ojeado por lo menos aquel regalo y la pregunta incluía al propio Huguito, quizás había sido otro más de sus gestos teatrales, ruidosos, efectistas.

Sin embargo, Las venas tuvo un inicio tambaleante, para decirlo a tono con el momento actual, pasó por las librerías sin pena ni gloria. Gloria que también le fue negada por los cubanos del famoso Premio Casa de las Américas, que lo consideraron ¿poco revolucionario, falto de compromiso? Acaso no leyeron con la atención debida:

«La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo [] fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones».

Si bien, el estilo del uruguayo podría parecer difícil de clasificar (por lo demás, tarea sin mucho sentido) sus textos, que unas veces semejan fábulas y otras crónicas son, sobre todo, relatos breves que muestran un pasaje histórico olvidado, un tipo sencillo, pero claridoso:

«Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?, Tonto -dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto- Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles», le responde el padre a su hijo.

En alguna ocasión, durante una charla con estudiantes les preguntaron sobre la utilidad de la utopía, él estaba con su amigo el cineasta Fernando Birri, que según su dicho, fue el que respondió a la compleja pregunta, pero la anécdota quedaría con la marca Galeano. La utopía está en el horizonte, si camino diez pasos hacia ella, sé que se alejará otros diez pasos. Si me acerco nuevamente, ella volverá a alejarse. Entonces, la utopía sirve para eso: sirve para caminar, aclaró.

Es más, era, en sus propias palabras, un tipo sentipensante, alguien que siente y piensa al mismo tiempo. Por qué separar el sentimiento de la razón, se preguntaba. Por cierto, este término lo había escuchado en Colombia…

El uruguayo tampoco se olvidaba del humor. Solía burlarse de su escasa cabellera. Si voy al peluquero, el muy infeliz me humilla cobrándome la mitad, alegaba sonriente. Imagino qué hubiera pensado si hubiera sabido que él y Vargas Llosa iban a compartir el día trece de abril en sus respectivas biografías. Casi puedo asegurarlo, habría dicho con un aire rulfiano que si la vida no es muy seria en sus cosas, la muerte menos.

Manuel Iñaki Leal Belausteguigoitia

Abogado y literato

No es sencillo hablar de uno mismo. Qué decir sin provocar bostezos. Que tengo la dicha de estar en Santo Domingo; que antes anduve por México (de donde soy), Francia y España; que estudié derecho y más tarde literatura; que hoy me dedico a enseñar francés (Alianza francesa, Liceo Franco-dominicano), a leer y, en menor medida, a escribir, ir al cine, nadar…

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