Hace unos días leí con atención una entrevista a la filósofa española Victoria Camps (2025), publicada en El País el pasado 30 de agosto, cuya lectura recomiendo vivamente. Entre los múltiples temas que abordó —la crisis de la ética, la desconfianza social, la soledad contemporánea— hubo una respuesta que me impactó de manera especial. Al preguntársele qué había aprendido de su paso por la política institucional, Camps reconoció con franqueza que lo que más le sorprendió fue la dificultad de instituciones tan básicas como el Parlamento para debatir con visión de Estado y sentido de responsabilidad, en lugar de hacerlo desde el partidismo más estrecho. Añadió algo aún más inquietante: uno de los problemas centrales de la política es que, aunque contamos con buenas leyes, estas no se cumplen. Recordó entonces a Aristóteles, quien llamaba a esta contradicción acrasia: la situación en que una sociedad posee normas valiosas, incluso un marco legal bien diseñado, pero las reglas resultan inútiles porque nadie las respeta ni las interioriza. Esta confesión, y el enfoque con que Camps interpreta el problema, han inspirado y guiado las reflexiones que hoy comparto con ustedes.

La alusión a Aristóteles no es casual. La filósofa catalana, que ha dedicado su vida a pensar la ética, ve en esta distancia entre la ley y la práctica uno de los males más graves de nuestras democracias. Y su referencia a la Arcadia aristotélica —esa especie de horizonte ideal de leyes y virtudes— puede ayudarnos a pensar la situación dominicana, en especial el estado de nuestra educación. Porque si en algo nos parecemos a la política descrita por Camps es en que vivimos en una Arcadia normativa: tenemos leyes, pactos, códigos, planes decenales, declaraciones solemnes… pero padecemos una acrasia educativa que nos impide traducir esa normativa en realidades tangibles.

Salir de esta trampa exige más que reformas normativas. Requiere un cambio cultural: recuperar la virtud cívica, la confianza en las instituciones, la coherencia entre palabra y acción.

En la tradición griega, Arcadia simbolizaba un lugar de armonía, una tierra de sencillez y virtud donde la vida se desenvolvía de acuerdo con la naturaleza. Con el tiempo, la palabra se convirtió en metáfora del ideal político y social: la aspiración a una comunidad bien ordenada, regida por leyes justas y ciudadanos virtuosos. Pero Aristóteles fue más realista: sabía que las leyes no bastan para garantizar la justicia. De nada sirve tener un marco normativo impecable si los ciudadanos y gobernantes carecen de virtud. Lo esencial no es solo la existencia de normas, sino la capacidad de interiorizarlas, de vivir conforme a ellas.

De ahí surge el concepto de acrasia. Aristóteles lo describe como la debilidad de la voluntad: saber lo que es correcto y no hacerlo. Una sociedad acrática es aquella que proclama valores y normas que luego incumple sistemáticamente. Esa tensión entre Arcadia (el ideal) y acrasia (la debilidad práctica) atraviesa la historia política y educativa de muchos países. Y en la República Dominicana se manifiesta con especial crudeza.

Nadie puede decir que la República Dominicana carece de un marco legal y programático ambicioso en materia educativa. Tenemos una Ley General de Educación (66-97) que, en su momento, fue un referente regional. Hemos firmado un Pacto Nacional para la Reforma Educativa que buscaba articular consensos de largo plazo. Se han aprobado planes decenales, agendas estratégicas, normativas de carrera docente, reglamentos de evaluación, guías de calidad, lineamientos curriculares, pactos por la alfabetización y compromisos internacionales. Todo esto constituye una suerte de Arcadia normativa: un conjunto de disposiciones que, sobre el papel, nos acercarían a un sistema educativo justo, inclusivo y de calidad.

Sin embargo, la realidad es otra. La acrasia educativa se expresa en múltiples planos:

  1. Calendario escolar incumplido. Aunque el Ministerio de Educación proclama cada año un calendario oficial, la cantidad de días efectivos de clase rara vez coincide con lo planificado. Paros magisteriales, asuetos extendidos, actividades administrativas y clientelares interrumpen la continuidad de la enseñanza.
  2. Jornada extendida debilitada. Lo que debía ser una gran conquista —más horas de aprendizaje, más oportunidades de formación integral— se reduce en muchos casos a tiempo adicional sin contenido pedagógico consistente. La jornada extendida se interrumpe con frecuencia y no ha transformado de manera sustancial la calidad de los aprendizajes.
  3. Carrera docente relativizada. Existen normas claras sobre concursos de oposición, formación y evaluación. Sin embargo, el clientelismo y la presión sindical desvirtúan la meritocracia, de modo que la designación de directores y docentes no siempre responde a criterios profesionales.
  4. Evaluaciones fragmentadas. Se proclama la importancia de la rendición de cuentas, pero las evaluaciones del desempeño docente han sido suspendidas o aplicadas de manera irregular. Las pruebas nacionales, que deberían ser un espejo fiel, sus resultados se interpretan muchas veces de forma poco rigurosas dando una idea distoorcioada de la realidad del desempeño educativo del sistema y de los estudiates y sus resultados rara vez generan acciones de mejora efectivas.

Vivimos, en suma, en una Arcadia de leyes y planes que rara vez llegan a la praxis. El desfase entre lo normativo y lo real es tan grande que genera una cultura de cinismo: pocas personas creen del todo en lo que está escrito, porque la experiencia enseña que lo escrito se incumple. Esa es la acrasia dominicana.

Victoria Camps señalaba también otro problema: el cortoplacismo. La política, decía, no puede convertirse en un seminario filosófico sin fin, pero los grandes problemas tampoco se solucionan en dos días. Requieren visión de largo plazo. Sin embargo, los partidos, obsesionados con la inmediatez, renuncian a proyectos duraderos. Y cuando las instituciones se rinden al clientelismo, lo que debería ser un ethos de servicio se convierte en botín (Camps, 2025).

Tenemos leyes, pactos y planes; pero seguimos atrapados en la acrasia.

El sistema educativo dominicano reproduce esta misma lógica. Los gobiernos tienden a privilegiar programas que producen resultados rápidos y visibles —construcción de aulas, reparto de tabletas, inauguración de centros— aunque estos no transformen el núcleo del proceso pedagógico. Al mismo tiempo, la designación de funcionarios, supervisores y directores regionales, de distritos y de centros sigue siendo objeto de negociación política y sindical. Así, el clientelismo actúa como forma institucionalizada de acrasia: tenemos reglas, pero las reglas se tuercen al servicio del poder.

Este cortoplacismo erosiona la confianza en el sistema. Las familias perciben que cada nuevo ministro llega con su propio “plan estrella”, que rara vez perdura más allá de un cuatrienio. Y los docentes, conscientes de la politización de la gestión, se resisten a asumir que la profesionalidad y el mérito sean verdaderos criterios de promoción. La acrasia se convierte en cultura.

Aristóteles insistía en que la finalidad de la educación no era solo transmitir conocimientos, sino formar el carácter. La virtud no se aprende por decreto, sino por hábito: practicando la justicia, la templanza, la valentía. De ahí que la ética aristotélica sea una ética de la virtud y no solo de la norma.

Victoria Camps retoma esta idea al subrayar que los códigos éticos modernos se parecen demasiado al derecho: son reglamentos escritos que se cumplen solo bajo amenaza de sanción. Pero la verdadera ética —dice ella— se cumple porque uno la cree, porque se ha interiorizado. Eso ocurre cuando se ha formado un carácter virtuoso.

En la educación dominicana, este es quizás el déficit más grave. Tenemos programas de formación ciudadana, asignaturas de ética, manuales de convivencia. Pero la escuela no logra convertirse en una comunidad moral donde se viva la virtud. Se enseña la norma, pero no se cultiva el hábito de cumplirla. Se habla de democracia en el aula, pero las decisiones siguen siendo verticales. Se habla de respeto, pero no se practica en la relación diaria entre docentes, estudiantes y autoridades. Esperamoos que con la introducción de la asignatura de Moral y Civica se inicie un proceso que vaya en esta dirección. En u artìculo anterior desarrollamos algunas ideas al respeto.

El resultado es una ciudadanía que conoce las reglas pero no las asume como propias. Estudiantes que saben que deben respetar el calendario, pero no lo valoran. Funcionarios que citan la ley, pero la incumplen. Una sociedad donde la acrasia se transmite como herencia.

El último libro de Camps se titula La sociedad de la desconfianza. Su tesis central es que la confianza se ha erosionado: ya no confiamos en las instituciones, en los bancos, en las empresas, ni siquiera en los demás ciudadanos. La libertad entendida como puro egoísmo ha debilitado la cohesión social.

Los padres desconfían de la escuela pública y buscan refugio en la educación privada.

En la República Dominicana, la desconfianza es también el telón de fondo de la educación. Los padres desconfían de la escuela pública y buscan refugio en la educación privada, aunque sus recursos sean limitados. Los docentes desconfían de la administración, que cambia las reglas a cada momento. Los estudiantes desconfían de que el esfuerzo académico les abra oportunidades reales de movilidad social. Y la sociedad en su conjunto desconfía de las estadísticas oficiales que muestran avances que no se reflejan en la vida cotidiana.

Sin confianza, ningún pacto educativo prospera. Las leyes y reformas pueden multiplicarse, pero carecen de legitimidad si los actores no creen en ellas. La confianza, como la virtud, no se decreta: se construye con coherencia, con ejemplos, con la congruencia entre el decir y el hacer.

¿Cómo salir de esta acrasia? La lección de Camps y Aristóteles es clara: no basta con leyes, se necesita virtud. No basta con normas, se requiere ethos. Aplicado a la educación dominicana, esto implica varios caminos:

  1. Revalorizar la escuela como comunidad de virtud. No basta con ser un lugar de transmisión de contenidos. La escuela debe ser un espacio donde se vivan prácticas de justicia, respeto, responsabilidad y solidaridad. Que los estudiantes no solo oigan hablar de ciudadanía, sino que la ejerzan en el aula.
  2. Fortalecer la formación ética y ciudadana. La educación moral no puede reducirse a una asignatura marginal. Debe atravesar todo el currículo y, sobre todo, el estilo de gestión escolar. Los directores y docentes son modelos; si ellos no encarnan la virtud, difícilmente lo harán los alumnos.
  3. Combatir el cortoplacismo con políticas de Estado. Las reformas educativas deben ser concebidas como proyectos de al menos diez o quince años, con continuidad más allá de los ciclos electorales. La estabilidad de las políticas es la primera condición para que los actores confíen en ellas.
  4. Romper con el clientelismo y garantizar la meritocracia. No hay educación de calidad sin un magisterio profesional y respetado. Para ello es indispensable que el acceso y la promoción en la carrera docente respondan a méritos verificables, y no a favores políticos.
  5. Reconstruir la confianza mediante coherencia. El mejor antídoto contra la desconfianza es la congruencia. Si el Ministerio de Educación proclama el cumplimiento del calendario, debe asegurar que se cumpla. Si anuncia evaluaciones, debe aplicarlas y utilizar sus resultados. Si promete recursos, debe entregarlos. La coherencia genera credibilidad.

La metáfora de la Arcadia aristotélica nos recuerda que toda sociedad necesita un horizonte normativo, un ideal de justicia y virtud. Pero Aristóteles advertía que las leyes no son efectivas por si sólo, utilizando una expresión actual podemos decir que son papel mojado, si no se encarnan en la vida práctica. Victoria Camps lo actualiza al recordarnos que la acrasia —la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos— es uno de los grandes males de la política contemporánea. Y nosotros, en la República Dominicana, podemos reconocer ese mismo mal en nuestra educación.

Tenemos leyes, pactos y planes; pero seguimos atrapados en la acrasia. Proclamamos la importancia del aprendizaje, pero interrumpimos el calendario. Hablamos de jornada extendida, pero la llenamos de horas vacías. Prometemos meritocracia, pero practicamos el clientelismo. Y así, la Arcadia educativa se desvanece en un mar de desconfianza.

Salir de esta trampa exige más que reformas normativas. Requiere un cambio cultural: recuperar la virtud cívica, la confianza en las instituciones, la coherencia entre palabra y acción. Requiere pasar de la acrasia a la praxis. Solo entonces la Arcadia dejará de ser un espejismo y se convertirá en una posibilidad real para la educación dominicana.

Referencia

Catà Figuls, J. (2025, 30 de agosto). Victoria Camps (filósofa): “La libertad reducida a puro egoísmo no es libertad”. El País. https://elpais.com/ideas/2025-08-31/victoria-camps-filosofa-la-libertad-reducida-a-puro-egoismo-no-es-libertad.html

Radhamés Mejía

Académico

Educador. Profesor Emérito de la PUCMM ExVicerrector de la PUCMM por más de 35 años y exrector de UNAPEC. Actualmente es Coodinador de la Comisión de Educación de la Academia de Ciencias de la República Dominicana (ACRD). En la actualidad es Director del Centro de Investigación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO)-PUCMM.

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