“Lo que Alemania necesita son sicoterapeutas”. La frase se la oí a uno de los autores que me marcaron en mis años de formación, Eugen Drewermann. Y lo dijo en una conversación con la estrella de la teología católica, Dorothee Sölle, otra prosista única. Era el 10 de junio del 1993, en el Olympiahalle de Munich, durante la celebración del 25 Día de la Iglesia Evangélica. El título del diálogo no ha perdido actualidad: “Theologie der Befreiung für Europa' und die 'Entkolonisierung der Seelen' (“Teología de la Liberación para Europa y la descolonización de las almas”).
La frase todavía me resuena. O más que eso, me persigue. Te asomas a las calles, te sientas en un parque, o a la mesa, y entre un café, un libro, alguna conversación vecina que se filtra como una araña en tus oídos, te das cuenta que no perteneces a ese conjunto musical.
Y cuidado con los artistas, los académicos, los comensales pidiendo agua mineral italiana y negándose a comprarle un “humilde” libro a este miserable autor que calza estas líneas.
Estás en la pista, oh ser humano.
Sigues en esa costumbre de estar subrayando conversaciones. Subrayas poco.
Sigues esperando una apertura en esos cuerpos, pero el lenguaje corporal da a entender que el personaje no está a gusto con lo que dice ni por donde se mueve, que hay algo que lo agobia y no le permite concentrarse con oraciones concisas.
Rebuscas en tus viejas definiciones de “vida normal” y ahora te das cuenta de lo contrario. ¿O será que tus diccionarios ya no funcionan?
Lo normal sería la honradez, el amor por las cosas, el respeto, el pase usted, el “siga”, “gracias”.
Lo habitual es que te rompan un brazo, de que no hay automóvil en Santo Domingo que no tenga las huellas de algún motorista a millón. Lo normal es que aquellas viejas palabras que se te resistían un día se cuelguen de tu boca como alacranes: “imbéciles”, hijos de esto y de lo otro, y un larguísimo etcétera.
Lo clásico será la queja, la ley de menor esfuerzo, la cheveridad.
La cheveridad es lo peor. Es bueno ser chévere, buena onda, tranquila, suave. Pero la cheveridad es el asco: el que crees que el mundo debe celebrarte porque fuiste al fin del mundo, porque te tomaste una cerveza única o te acercaste adonde ningún dominicano había llegado jamás. La cheveridad es creerte en cierto Everest con focos desde Katmandú y que tus seguidores te feliciten por tu salto a Diamond en Qatar Airlines.
Ya no será inteligente mostrar preocupación por los selfies, a menos que quieres que se te caiga la cédula y el mundo se entere de tu vejez, de que tienes que aprender, oh pequeño saltamontes, o tal vez que sepas bien pudrirte.
Ahora hay que asumir la importancia de que te miren al rostro -pero no a tu cara-; que sepan de ti, aunque tú no puedas mirar a los ojos. Claro que es muy cool desplazarte, disfrutar, socializar con tu chin de cielo y tu pedacito de paraíso, pero, ¿te has preguntado que a quién coño le importa que estés tirándole arroz a las palomas de San Marcos, en Venecia?
A Eugen Drewermann le debemos muchísimas páginas que son como llegar al vértigo de tantas verdades. ¿Qué si Hansel y Gretel fueron asesinos? ¡Claro que sí, porque juzgaron como bruja a una doña solo porque tenía el pelo rojo! ¿Qué si los alemanes están llenos de sicopatías? Claro, porque desde la ruptura de Lutero hasta el Tercer Reich fue mucha la combinación de basura y de bondad, de individualismo, éxito, pero también de Bach y de Rilke.
¿Y qué nos queda a nosotros, dominicanos valientes, sí, alcemos, ¡alcemos!, nuestro indómito pendón?
Si los alemanes necesitan psicoterapeutas, ¿qué necesitaremos nosotros? Y eso, que no voy a comenzar con la retahíla de todo eso que somos, que nos falta, que quisiéramos. No voy a seguir con esta madeja del escarnio cotidiano, este mendigar atención, palabras que alivian, volver a palabras tan sabias, pero tan oxidadas -al parecer-, como solidaridad, bondad.
Y aquí los dejo, con un artículo que me ha salido deshilachado, como con ocho propuestas de otros artículos, en este Long Play de Andy Williams, el mismo que oía René del Risco en la canción “Days of wines and roses”. Mejor me quedo con el vino que espero consiga, de esos tres por dos del Bravo, los días y las rosas y con René del Risco y este disco que sigue girando, como el mundo, que sigue girando, girando, pero perdonen, ya estoy en otra canción. Los dejo. Mi siquiatra me espera.
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