Era mi septuagésimo cuarto viaje por el espacio intergaláctico. Mi nave, una maravilla de ingeniería cósmica, surcaba las distancias con la elegancia de un rayo de luz. La estrella que nos guiaba, joven y refulgente, brillaba con una intensidad que parecía desafiar la eternidad. Era la segunda más luminosa de las cinco galaxias de la "Hermandad del Cosmos", y su luz era nuestra brújula, nuestro faro en la inmensidad del universo.
Pero todo cambió en un instante.
La estrella, aquella que parecía invencible, estalló en una explosión cataclísmica. Su luz, antes majestuosa, se desintegró en millones de partículas opacas que flotaron inertes en el vacío. El espectáculo fue aterrador y hermoso a la vez, como un fuego artificial en una noche carnavalesca. Pero para mí, fue el principio del fin.
No entendí qué había pasado. ¿Cómo una estrella tan joven y vigorosa podía morir de repente? Los sabios de las cinco galaxias se reunieron una y otra vez buscando respuestas, pero ninguna fue concluyente. Algunos sugirieron un mal congénito, otros hablaron de un supervirus planetario. Yo solo sabía que mi guía había desaparecido y con ella mi sentido de dirección.
Antes todo era sencillo. Las coordenadas estaban claras, el universo era predecible. Conocía cada rincón del cosmos, cada estrella, cada galaxia. Me sentía invencible, casi un genio. Pero ahora todo se había vuelto caótico. Las tinieblas lo cubrían todo y mi nave, antes segura, ahora flotaba a la deriva.
Recordé a un compañero de viaje, un hombre que una vez me confesó sus dudas. "¿Y si la estrella que nos guía es solo un espejismo?", me dijo. En ese momento, lo reprendí con dureza. ¿Cómo podía dudar de algo tan obvio, tan vital? Pero ahora, en medio de la oscuridad, sus palabras resonaban en mi mente. Tal vez él había visto algo que yo no quería aceptar.
La desaparición de la estrella no solo afectó mi navegación, sino también mi fe. Aquellos que, como yo, habían confiado ciegamente en su luz ahora estábamos perdidos. Otros, los que habían dudado a tiempo, habían encontrado nuevas formas de guiarse. Pero yo, que había cerrado mis ojos para ver solo a través de su luz me sentía como un náufrago en un océano de tinieblas.
De vez en cuando escucho cantos de sirenas siderales que prometen guiarme hacia una nueva estrella. Pero no me dejo seducir. Conozco los peligros de seguir ciegamente una luz que no comprendo. Tampoco quiero unirme a aquellos que, desesperados, se aferran a cualquier destello, por débil que sea. Prefiero esperar en la oscuridad, aunque sea incómoda, aunque sea aterradora.
Espero a que mis ojos se acostumbren a la falta de luz, a que mi mente aprenda a ver más allá de lo evidente. Y cuando eso ocurra tomaré el control de mi nave nuevamente. Esta vez no me guiaré por la luz de una estrella, sino por mis propios sensores, por mi intuición, por mi experiencia. No descartaré ninguna luz, pero tampoco me someteré a ninguna.
El universo ha cambiado, y yo debo cambiar con él. Las cenizas cósmicas de aquella estrella son un recordatorio de que nada es eterno, de que incluso lo más brillante puede desvanecerse. Pero también son una oportunidad para renacer, para encontrar un nuevo rumbo, una nueva forma de navegar en este océano infinito.
Y cuando llegue el momento, relataré mi historia. Hablaré de mi naufragio, de mi supervivencia, de mi renacimiento. Y tal vez, mis palabras iluminen el camino de otros que, como yo, se hayan quedado a oscuras al desaparecer su gran estrella guía.