Si en las dos primeras entregas se exploró la noción de crecimiento de calidad desde sus fundamentos teóricos —la “destrucción creativa” schumpeteriana y la visión estructuralista-neo-estructuralista e inclusiva de la CEPAL—, esta tercera parte desciende al terreno empírico para mirar el caso dominicano. Se examina hasta qué punto el país ha logrado traducir el dinamismo de su producto en verdadera transformación productiva. En otras palabras, si su crecimiento sostenido durante más de dos décadas refleja un proceso de innovación y cambio estructural, o si, por el contrario, confirma la persistencia de un modelo extensivo, dependiente y con escasa capacidad de generar valor agregado. Esta reflexión marca el paso de la teoría a la realidad: del ideal de un crecimiento con calidad al diagnóstico de una economía que crece sin transformarse.
- El espejismo del crecimiento: una economía que se expande sin transformarse
Desde la primera entrega, la reflexión ha estado orientada a desentrañar la naturaleza del crecimiento económico dominicano. La tesis de la “destrucción creativa”, concebida por Schumpeter y asumida en la visión cepalina, permite sustentar proposiciones y revelar señales que sugieren que el crecimiento económico de la República Dominicana —alto y sostenido— ha sido más extensivo que transformador. No ha estado guiado por olas de innovación capaces de reemplazar estructuras productivas obsoletas, sino por la expansión de sectores ya consolidados, especialmente los servicios, la construcción, el turismo y las zonas francas, con una limitada difusión tecnológica. En consecuencia, y en atención a los frutos de esa expansión de la riqueza nacional, resulta difícil sostener que el país haya experimentado un crecimiento de calidad.
En este contexto, la destrucción creativa ha brillado por su ausencia. No se evidencia, en el caso dominicano, un proceso en el que las nuevas tecnologías o los modelos de negocio emergentes desplacen a los antiguos, generando aumentos sostenibles de productividad y la aparición de nuevos sectores de alto valor agregado. Por el contrario, el patrón productivo ha permanecido prácticamente inalterado en las últimas décadas: no se observa una reconfiguración apreciable del tejido productivo ni un cambio estructural que denote un nuevo perfil de producción. Esencialmente, el modelo económico ha cambiado nada.
El espejismo del crecimiento
El notable crecimiento registrado durante casi tres décadas —una de las tasas más altas de la región, con un promedio de entre 5 % y 6 % anual—, que permitió más que quintuplicar el PIB, se ha sustentado en una estructura cuyas características más relevantes son que el valor agregado industrial cayó entre 8 y 9 puntos porcentuales (se encogió alrededor de un 40 %) con relación al PIB, según series históricas del Banco Mundial. Pasó de representar un 21 % en el año 2000 a situarse entre 12 % y 14 % en años recientes. En vez de un desarrollo industrial, lo que se observa es un franco proceso de desindustrialización —al menos en términos del peso de la manufactura en la formación del producto—.
Este proceso ha estado acompañado por una recomposición del crecimiento hacia los servicios, que hoy explican la mayor parte —alrededor del 68%— de la expansión económica. Los servicios (turismo, telecomunicaciones, comercio y finanzas) concentran la principal fuente del dinamismo reciente. En cambio, el empleo manufacturero no ha aumentado de manera significativa, y la productividad laboral en muchos sectores se mantiene baja en muchos sectores. Asimismo, la inversión extranjera directa se ha orientado principalmente hacia enclaves (como el turismo, la energía, la minería y las zonas francas) más que hacia la generación de encadenamientos productivos locales.
Todo esto sugiere un patrón de crecimiento económico basado en la expansión sectorial y el capital físico, más que en una dinámica de reemplazo tecnológico interno. En definitiva, no ha habido innovación estructural que transforme el aparato productivo.
La destrucción creativa, perceptible solo en ciertos avances tecnológicos, no ha generado un proceso amplio de sustitución ni de reconversión productiva. En estos términos, se puede reconocer que sectores como las telecomunicaciones y los servicios financieros sí han experimentado innovaciones digitales que desplazaron viejas prácticas (p. ej., banca electrónica, pagos digitales, fibra óptica, telefonía móvil y más).
Sin embargo, en sectores como la agroindustria, la manufactura local o la construcción, la adopción tecnológica ha sido lenta y mayormente importada, sin un ecosistema local de innovación que impulse el reemplazo de tecnologías o modelos productivos —como se ha observado en casos exitosos de desarrollo industrial como Corea y Taiwán—.
En el caso dominicano, no se advierte un efecto de desarrollo industrial moderno, ni mucho menos un efecto tipo “industria 4.0” o de digitalización generalizada capaz de regenerar el tejido productivo.
A modo de conclusión interpretativa, puede afirmarse, por tanto, que el modelo económico nacional ha sido un proceso de acumulación sin destrucción creativa; un patrón de crecimiento en el que, si bien ha habido modernización parcial, no se ha producido una verdadera revolución tecnológica endógena. No se han sustituido de manera significativa los sectores de baja productividad por otros de alta productividad tecnológica, y el dinamismo económico ha descansado más en la inversión, la estabilidad macroeconómica y la demanda externa (turismo, remesas, zonas francas) que en la innovación.
La transformación pendiente
Que el crecimiento económico dominicano adopte el carácter de una verdadera “destrucción creativa” implicaría, fundamentalmente: i) impulsar reformas educativas y tecnológicas que aumenten la capacidad de innovación empresarial; ii) repensar y reconfigurar la política industrial, orientándola hacia políticas efectivas y selectivas de modernización y encadenamientos productivos; iii) promover reformas estructurales en el entorno jurídico-institucional, que desincentiven estructuras acomodaticias y resistentes al cambio, las cuales responden a intereses creados y obstaculizan el desarrollo industrial endógeno; iv) impulsar la infraestructura digital y el financiamiento condicionado para pequeñas y medianas empresas tecnológicas; y v) reformar el sistema de incentivos, de modo que se reorienten las exenciones hacia la innovación productiva y tecnológica local, así como hacia la generación de encadenamientos nacionales.
En definitiva, el desafío no es solo crecer, sino transformar: pasar de una economía que acumula sin crear a una que innova para sostener su propio futuro.
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