A mi entrañable amigo Rafa.
Dicen que el Caribe es una geografía de fantasmas domesticados. Aquí los muertos bailan en las esquinas, las ciudades mastican su propia ceniza, y las cosas más banales esconden un destino.
Cada mañana, cuando la humedad del amanecer aún resbalaba por las piedras del malecón habanero, yo salía a caminar con la sospecha de que La Habana me vigilaba. Los perros viralatas me olían los pasos, los borrachos me saludaban con reverencias como si yo fuera un ministro espectral, y las olas, siempre al acecho, parecían repetir: “algún día nos tragaremos toda esta isla, como si fuera un espejismo”.
La Habana nunca duerme: se disfraza de cadáver por la noche, pero en realidad vigila a los vivos que la pisan y escucha cada rumor, incluso el de las piedras cuando rezan con saliva ajena. Lo que más me inquietaba, sin embargo, no eran los hombres ni el mar, sino las cajitas de preservativos esparcidas en la acera, como confeti de una orgía que el Estado había olvidado limpiar. Eran pequeños ataúdes de cartón, abandonados tras un velorio erótico que nadie se atrevía a mencionar en voz alta.
Al principio pensé lo obvio: los cubanos copulaban bajo la luna y dejaban los envoltorios como testigos de su virilidad patriótica. El malecón, concluí, se había convertido en el mayor motel al aire libre del Caribe: una orgía revolucionaria con vistas al mar, donde los aplausos eran sustituidos por las olas golpeando los muros de rocas agrietadas. Imaginé cuerpos entrelazados bajo la luna, sudores confundidos con espuma marina, jadeos sincronizados con la respiración asmática de la ciudad.
Fue en ese instante cuando comprendí que el malecón era, al mismo tiempo, alcoba y altar. Un templo portátil de una liturgia donde el placer tenía vocación de himno nacional. Los preservativos, como hostias usadas, quedaban ahí tirados al amanecer, esperando quizá que algún funcionario de sanidad los recogiera y los contabilizara en las estadísticas del sacrificio patriótico. Porque en Cuba, hasta fornicar podía convertirse en un acto administrativo.
Pero la verdad, como siempre, suele ser más perversa. Y yo lo descubrí el día en que entendí que el malecón tenía otro secreto.
En la fábrica donde trabajaba por aquellos días había un joven obrero, de esos que cargan herramientas corroídas por el olvido como si fueran reliquias revolucionarias. Un día lo vi, con el gesto serio de quien sabe que la vida es una broma demasiado larga. Le pregunté si también él se entretenía en esas liturgias nocturnas del malecón. Sonrió con una risa húmeda, mezcla de salitre y desesperanza, y me dijo: —No, socio. Yo pesco. Su jefe, un hombre con bigote de policía jubilado, intervino en tono conspirador:
—Ese muchacho no anda en lo que usted piensa.
- Él pesca. Es aficionado a la pesca con vara y suele instalarse frente al Hotel Meliá Cohiba.
El hotel, visto desde el mar, parece más una prisión de lujo que un lugar para turistas. Intrigado, hablé con él otra mañana. Me contó que atrapaba pulpos y cojinúas, pero lo verdaderamente fascinante eran los calamares. Y ahí vino la revelación: para pescarlos, inflaba tres preservativos, como globos translúcidos que flotaban sobre las olas. Los llamaba sus “santos guardianes”. El anzuelo colgaba debajo, invisible, esperando al incauto molusco. Cuando el calamar picaba, los globos bailaban en el agua como si estuvieran poseídos por un demonio submarino. Yo escuchaba su relato con una mezcla de espanto y admiración. Había resuelto el misterio: las cajas de preservativos en las aceras no eran vestigios de orgías proletarias, sino restos de un ritual pesquero delirante.
Sin embargo, desde ese día, el malecón ya no fue el mismo para mí. Las olas dejaron de ser olas. Los preservativos que flotaban en el agua eran ojos, globos oculares de látex inflados que observaban la ciudad, acusándola de su miseria. Y cuando caía la noche, juraría que algunos de ellos regresaban a tierra firme, reptando hasta las aceras para hincharse otra vez de viento y secreto.
Un globo apareció una madrugada pegado a la puerta de una iglesia. Otro colgaba de un balcón, latiendo como un corazón que había escapado del pecho de alguien. Nadie los recogía, nadie los nombraba.
Cada ciudad caribeña tiene sus supersticiones. Unos rezan a santos, otros a difuntos. En La Habana los dioses prefieren condones inflados. Y uno aprende, con el tiempo, a no confundir los desechos de la noche con simples basuras: pueden ser anzuelos de la providencia.
Desde aquel día ya no piso las cajitas vacías. Les hago reverencia. Porque nunca se sabe: no vaya a ser que se inflen solas y vengan por mí.
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