Cada noviembre repetimos la consigna: “No más violencia contra la mujer”. Endurezcamos penas, creemos leyes, levantemos casas de acogida. Son medidas necesarias, pero insuficientes. Son el candado que ponemos después del robo, la justicia que llega tras el feminicidio. Y lo más cruel: muchas veces, ni siquiera esa justicia se cumple, porque el asesino se suicida.
Mientras tanto, seguimos evitando mirar de frente el origen de la catástrofe: un sistema que educa en la desigualdad y siembra la violencia desde la cuna.
La violencia de género no es un arrebato de ira ni un “crimen pasional”. Es la consecuencia lógica —y previsible— de una estructura social que enseña a dominar o a obedecer, según el sexo con el que se nace. La evidencia es abrumadora: la violencia surge y se alimenta de los estereotipos, de las relaciones desiguales de poder y de una socialización que glorifica el control masculino y castiga la autonomía femenina.
Los hombres no nacen violentos; los formamos así. Desde niños, se les inculca que su valor reside en la fuerza, el control y la imposición. Aprenden —con lecciones directas e indirectas— que una mujer que desafía su autoridad “pierde el respeto” y merece una “lección” para volver al redil. Las mujeres, en cambio, son educadas para complacer, cuidar y callar. Aprenden que su valía no es propia, sino que depende de ser deseadas, nunca de ser dueñas de su destino.
La educación con enfoque de género es la vacuna más poderosa contra la violencia
Estas ideas no están inscritas en el ADN: se enseñan, se repiten y se celebran. Se refuerzan en el hogar con tareas divididas por género, en la escuela con currículos que limitan las aspiraciones femeninas y en los medios de comunicación que siguen mostrando a las mujeres como adorno o deseo, pero no como poder.
Esa es la violencia más invisible y más eficaz: la simbólica, la que moldea conciencias y normaliza la opresión antes de que llegue la primera bofetada.
Pero la solución no es un misterio. La educación con enfoque de género es la vacuna más poderosa contra la violencia. Es prevención primaria, basada en evidencia. Allí donde se implementan programas de equidad, la tolerancia social al machismo y la violencia se desploma.
La Organización Mundial de la Salud lo confirma: a mayor igualdad de género, menores tasas de violencia y feminicidios.
La escuela debe ser ese espacio de redención social: el lugar donde se desmonta el machismo. Donde los niños aprendan que cuidar también es fuerza y las niñas descubran que su voz tiene peso y su cuerpo les pertenece. Educar en equidad no es ideología; es humanizar.
Cada mujer asesinada es una prueba sangrante de que el Estado, la escuela y la sociedad le fallaron.
La violencia de género es consecuencia de una estructura social que enseña a dominar o a obedecer según el sexo con el que se nace
La violencia contra la mujer no se erradica aumentando las penas, sino generando conciencia.
Y la conciencia, como toda transformación social, se siembra en las aulas, se cultiva en los hogares y florece en una sociedad que elija la equidad como fundamento.
Seguir haciendo lo mismo solo garantiza más feminicidios.
La medicina está en la educación en equidad de género. Y ahí debemos concentrar nuestra fuerza.
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