Si bien tengo enormes reservas frente al régimen de Nicolás Maduro, que niega la alternabilidad en el poder y manipula las reglas para perpetuarse, me pregunto si ofrecer recompensas millonarias por su cabeza en pleno siglo XXI es un método que pueda considerarse democrático. La reciente decisión de la fiscal general de Estados Unidos, Pamela Bondi, de elevar a 50 millones de dólares la “recompensa histórica” por información que conduzca a su arresto, recuerda más a las viejas carteleras de “Se busca” en las cantinas del lejano oeste que a los principios del derecho internacional.

Washington acusa a Maduro de ser uno de los mayores narcotraficantes del mundo, de utilizar organizaciones como el Tren de Aragua —ya desmantelado en Venezuela— y cárteles mexicanos para introducir drogas letales y violencia en territorio estadounidense. Sin embargo, las afirmaciones no han sido respaldadas con pruebas sólidas. De hecho, el más reciente informe de la Oficina de Drogas y Crimen de la ONU ubica a Venezuela como país de tránsito de cocaína producida en Colombia, Perú y Bolivia, sin evidencia de grandes cárteles operando allí ni de presencia de fentanilo en su territorio.

El gobierno venezolano, por su parte, califica la medida como “una cortina de humo” y “un show político” destinado a complacer a la ultraderecha local, mientras denuncia operaciones encubiertas y planes terroristas gestados desde Estados Unidos. Más allá de la retórica de Caracas, la cuestión central no es si Maduro es culpable o inocente, sino el precedente que sienta este tipo de acciones: un Estado fijando precio por la captura de un jefe de Estado en funciones.

No es la primera vez. En 2020, la administración Trump ofreció 15 millones de dólares por Maduro bajo cargos de “narcoterrorismo”. En enero de este año, el monto subió a 25 millones, coincidiendo con su juramentación para un tercer mandato. Ahora, en agosto, la cifra casi se duplica. Esta escalada revela que la recompensa no persigue solo un objetivo judicial, sino que es parte de una estrategia política de presión, propaganda y deslegitimación.

Ofrecer dinero por la “cabeza” de un gobernante, sea este un demócrata ejemplar o un autócrata impresentable, desdibuja la línea entre justicia y venganza política. Abre la puerta a justificar, en nombre de la democracia, métodos que erosionan las propias bases de la legalidad internacional. Es como si en lugar de fortalecer los mecanismos multilaterales, estuviésemos regresando a las leyes de la frontera, donde el más fuerte imponía su orden con la pistola en la cintura y la recompensa en la mano.

Si mañana esta práctica se extiende y cualquier potencia decide ofrecer millones por un mandatario incómodo, la política global se parecerá menos a una diplomacia civilizada y más a un western sin guion, donde la fuerza sustituye al derecho. Y en ese escenario, todos —aliados, rivales y neutrales— estaremos expuestos a que alguien cuelgue nuestro retrato en un cartel polvoriento bajo la leyenda “Se busca, vivo o muerto”.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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