¿Acaso por saberse guapa, Tamara se veía a sí misma con cierto orgullo cuando se pintaba con esos aires de nobleza que le despeinaban el cabello en sus autorretratos o quizás, el truco estaba, como siempre, en su manera de recrear la realidad, a través del pincel?
Tamara Lempicka fue una pintora de origen polaco que recorrió medio mundo y cuyos cuadros sorprenden por la claridad del trazo, por su belleza geométrica, por un estilo propio, distinto. Tengo que decir que, para mí infortunio, nunca he visto su obra en ningún museo, pero sí en algún videoclip de Madona. Es más, la descubrí por pura casualidad: su nombre se perdía entre las listas de extranjeros que han pasado por México, y así me enteré que vivió sus últimos años en Cuernavaca, Morelos.
Si hablamos de su vida personal, podemos decir que tuvo dos maridos, ambos con dinero y alcurnia y una que otra amante indiscreta –a las que también pintó, como a la chica Perrot– pero, cosas del destino, le tocó vivir, digamos sufrir, muchos de los conflictos del siglo XX, desde la Revolución de Octubre hasta la Segunda Guerra Mundial.
Con menos de veinte años se casó con un abogado ruso, Tadeusz Lempicki, de quien tomó el apellido y al que conoció en San Petersburgo, donde su familia se instalaría luego de dejar su Polonia natal. No obstante, la dicha les duró poco ya que los bolcheviques se lo llevaron preso –nada más por ser uno de los abogados del zar– y ella tuvo que echar mano de su imaginación (y de sus conocidos) para poder sacarlo y tan pronto como lo consigue, huyen a París, tras una breve escala en Dinamarca. Como cualquier inmigrante, la distinguida artista llegó a la capital de Francia sin nada, como aburridamente se dice: «Con una mano atrás y otra delante», por eso se empeñó en ganar dinero con sus pinturas, aunque claro, antes debía aprender a… Uno de sus primeros maestros fue André Lhote, de la Escuela Postcubista al que, según los que saben, no tardaría en rebasar. Su estilo, influenciado por el Art Deco y el Cubismo, continúan los sabihondos, irradia una luz potente…
Uno de sus cuadros más célebres es Autorretrato en el Bugatti verde, que tiene su origen en el accidente que sufrió la bailarina Isadora Duncan, después de que su bufanda se le enredara en las ruedas del carro que manejaba: En un plano cerrado vemos el glamur, la elegancia, la mano enguantada que acaricia el volante, la mirada metálica, casi fría, con la que afronta el triste desenlace, en un auto intensamente verde.
Hay otro que también me gusta: Retrato de Ira Perrot, donde los colores principales son el blanco, que aparece en el vestido de la mujer, cuyos pliegues pueden casi tocarse y en las flores blanquísimas, ¿alcatraces?, que sujeta y el rojo, que está en un chal agazapado, en unas uñas frágiles, en una boca tímida. Además, está otra vez la mirada de la amiga querida: cristalina, marrón, melancólica.
Ahora bien, una leyenda dice que en cuanto su arte empezó a redituar, le llevó todos sus francos a un joyero para cambiárselos por un brazalete de diamantes. Cuentan que era grandioso, que le cubría casi todo el antebrazo y que también era práctico por lo portátil. Ahora bien, ignoro si le sirvió cuando tuvo que abandonar París, cortesía de los nazis o, para instalarse en la nada proletaria Beverly Hills, en California.
Como he mencionado, Tamara nació a finales del siglo XIX en Polonia y terminó sus días en Cuernavaca, dos puntos bastante distantes del mapa. No sé por qué se decidió por dicha ciudad, pero sí que su última voluntad fue que sus cenizas se mezclaran con las del gran Popocatépetl.
Imaginen a un nieto o sobrino negociar con un piloto para que lo acerque en su avioneta a las fauces del volcán: Ese era el deseo de mí tía abuela, la señora Lempicka, que fue una pintora inmensa, insistirá. Por cierto, murió un dieciocho de marzo de 1980 y pensemos que sí, que sus cenizas se posaron en el cráter, pese a que algunas hayan caído más abajo, sobre las laderas nevadas…
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