Querido Padre:
Hoy, al cumplirse 13 años de tu partida, quiero hablarte como lo hacíamos en aquellos momentos robados al tiempo: cuando llegabas a casa, y yo te quitaba las medias, y, sentado en tu sillón reclinable, antes de que los teléfonos o las visitas —siempre bien recibidas— interrumpieran nuestra atención, compartíamos breves conversaciones que transformaban mi vida. Entre cócteles y susurros de madrugada, me contabas tus historias, sueños, esperanzas para mí o aquella filosofía celestial que solo tú sabías hilvanar entre anécdotas y sonrisas. Recuerdo cómo, a veces, después de una larga jornada, buscábamos refugio en cualquier mesa; ahí, entre el cansancio y la complicidad, surgían temas que marcaban mi alma. Eras severo como un juez, pero con un corazón tan inmenso que, incluso en los silencios, se enseñaba. En esos momentos, mi superhéroe de carne y hueso se volvía aún más gigante.
Tú, que saliste de Villa Francisca con los pies descalzos, pero con el alma vestida de sueños, me enseñaste que la vida no se mide por lo que acumulamos, sino por lo que sembramos. Hoy, cuando camino por los barrios que amaste, escucho tus pasos resonar en las calles polvorientas. La gente me detiene para contarme historias: cómo llevaste alimentos y agua en camiones cuando nadie miraba, cómo pagaste médicos para parturientas en plena noche o cómo regalaste micrófonos para que aquellas voces, antes silenciadas, se hicieran escuchar en toda la isla.
Extraño tus ocurrencias, tu risa que llenaba la casa y hasta esos sermones de madrugada. Pero sé que no te fuiste del todo. Te encuentro en el abrazo de un viejo amigo que llora al recordarte, en la sonrisa de quienes repiten tus frases como proverbios, y en las noches silenciosas, cuando me pregunto: «¿Qué haría papá en mi lugar?».
Padre, ¿sabes qué duele? Que Santo Domingo, la ciudad que amaste y gobernaste con manos limpias, aún no tenga una calle o una estación del metro con tu nombre. Aunque sé que, mientras se erigen monumentos a otros, tu legado vive en los callejones, en los caminos polvorientos y en los rayos de sol que anuncian un nuevo día lleno de esperanza.
Con el tiempo he comprendido que, si algo marcó tu vida, fue tu lucha por sacar a la abuela Anita de la pobreza. Ese sueño despertó en ti un huracán de abundancia que no solo transformó su vida, sino que permitió a tus hermanos alcanzar el privilegio de la educación superior, un logro que tú jamás tuviste. Pero, a cambio, te graduaste con honores en la universidad de la vida: tu doctorado fue el amor de un pueblo.
Recuerdo cuando me llevabas a repartir alimentos o juguetes en tu plan social. Me decías: «Corporancito, la felicidad no es un destino, es el camino». ¡Y vaya que lo recorriste!
Hoy, cuando me ven pasar, algunos dicen: «¡Ese es el hijo de Corporán!». Y yo, padre, les respondo con orgullo: «Sí, soy su heredero… no de propiedades, sino de tu pasión por servir y del cariño de un pueblo». Intento seguir tu ejemplo: comparto el pan, aunque me quede con hambre; escucho al que nadie oye y lucho por mantener viva tu bandera de justicia.
Transformaste todo lo que tocaste: desde vender maní en las esquinas, siendo limpiabotas, canillita, propagandista, locutor, hasta convertirte en empresario de la radio, talento televisivo y alcalde de Santo Domingo. En cada paso dejaste un antes y un después. Sin embargo, el vacío que dejaste aún no ha sido llenado; esa seguridad y tranquilidad que nos ofrecías, al saber que, mientras existieras, siempre habría un respaldo y una esperanza, se extrañan profundamente.
Sigo esperando un relevo noble, auténtico, sin poses ni intereses, como el tuyo. Mientras tanto, no hago más que seguir tu ejemplo y, desde mi humildad, evoco lo que nos enseñaste: valorar a los demás, estar dispuesto a quitarse la camisa, los zapatos o incluso la comida, porque alguien más lo necesita, y sentir la alegría de dar. Por lo que he aprendido, cada día que Dios me concede el privilegio de existir, le pido que, al menos, una persona lo alabe, pues mi presencia es una manifestación de su gracia, y le suplico que mis acciones, o la falta de ellas, nunca empañen su obra celestial.
Aún subsisten quienes vendieron a escondidas lo que construiste con sudor, pero tú, que siempre confiaste en la justicia divina, me enseñaste a soltar el rencor. Nadie podrá robar lo mejor que plantaste: esa semilla de esperanza que anhelamos que brote en cada corazón de un barrio olvidado.
Gracias por enseñarme que la muerte no existe mientras haya quien comparta la luz. Mientras yo viva, tu nombre no será polvo en un papel, sino inspiración en quienes luchan por un mundo más justo. Y, aunque aún espero el día en que esta ciudad te dé el honor que mereces, hoy te tengo aquí, en cada acto de bondad que nace de tu ejemplo.
Hasta que volvamos a compartir un cóctel bajo las estrellas, como cuando eras mi héroe de carne y hueso…
Tu hijo,
Rafael Corporán Quezada
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