“Nombrar al agua como ‘capital natural’ es mercantilizar la vida, evadir la responsabilidad de los gobiernos en sus políticas públicas y la de las academias en su enseñanza a las presentes y futuras generaciones”.
Claudia Campero Arena
Activista mexicana por el derecho humano al agua
Todos sabemos que sin agua no hay vida. Lo que pocas veces se discute es cómo desde ciertos enfoques económicos y académicos se presenta al agua bajo el rótulo de “capital natural”, colocándola en igual categoría que el capital financiero o físico. Esta forma de nombrarla parece inocente, pero encierra un problema de fondo: sugiere que el agua es un activo productivo más, sometido a la lógica del mercado, y no un sustento vital insustituible.
En su nacimiento, sustantivar como “capital” a la naturaleza buscaba la intención de visibilizar la importancia de la naturaleza en la economía y con esto, al mismo tiempo, negar los límites biofísicos de los recursos naturales, es decir, que, usados más allá de cierto umbral y bajo ciertas formas, su degradación es inevitable.
De esa manera, anteponer la palabra “capital” a lo natural arrastra también el supuesto de la sustituibilidad, es decir, la idea de que lo natural puede reemplazarse con más dinero, más infraestructura o más tecnología.
Tal es el caso del recurso agua, al cual una corriente económica incluso le ha inventado una función de producción como si fuera una “entrada” más, al lado del capital y el trabajo, transmitiendo con ello la idea de que el recurso agua puede ser compensado, es decir, que con suficiente inversión se puede “fabricar” agua, ignorando los límites biofísicos de su ciclo. Es la verdadera propaganda escondida detrás del término “capital”: normalizar que el agua es un insumo mercantilizable al servicio del lucro infinito.
Los defensores del capital natural argumentan que la mercantilización del agua —mediante mecanismos como derechos de uso transables, tarifas dinámicas o pagos por servicios ambientales y naturalmente la privatización en diversas modalidades— garantiza su gestión “eficiente”, evitando el desperdicio y asegurando su disponibilidad para actividades económicas prioritarias. Afirman que, al asignarle un valor de mercado, se incentiva su conservación y se atrae inversión para infraestructura hídrica.
Al etiquetar el agua como capital, se legitima que su acceso se rija por precios y tarifas, lanzándolo al redil del mercado y reduciendo el derecho humano al agua a la capacidad de pago.
Sin embargo, esa lógica de los capital-naturalistas es cuestionable en el sentido de que reduce un derecho humano y bien común a una mercancía, excluyendo a comunidades o segmentos de poblaciones vulnerables que no pueden pagar por su acceso (ejemplo: privatización del servicio de agua potable en Cochabamba, Bolivia., 2000).
La academia, los organismos internacionales y los gobiernos tienen el deber de tomar distancia de esa propaganda disfrazada y recordar lo obvio pero esencial: el agua es un bien natural, un derecho humano
En ese esquema, en principio, el costo del agua se define por el bombeo, el tratamiento y la distribución, pero también por cierto margen de lucro, dejando de lado el valor incalculable de su ciclo natural y obviando el daño irreversible que causa su contaminación o sobreexplotación. Bajo ese enfoque y gestión de recursos hídricos, se invisibilizan los verdaderos riesgos: la pérdida de acuíferos, la salinización de zonas costeras, la degradación de la calidad del agua y la exclusión de comunidades enteras del acceso a este bien vital.
Y no se trata solo de un error conceptual, pues cuando gobiernos deciden gestionar el recurso agua desde esa óptica conceptual, y la academia insiste en enseñar el agua bajo el enfoque de “capital natural”, incurren en una falla ética ambos, como es ocultar la realidad del ciclo hidrológico, con sus límites físicos y su irreversibilidad; y de esa manera el primero gestiona el recurso agua como mercancía, mientras que la academia forma profesionales que ven el agua como un bien de lucro, no como bien común; y contribuyen ambos, de manera consciente, a legitimar la mercantilización de la vida misma.
Toda academia tiene una responsabilidad histórica y presente: enseñar la verdad biofísica del agua y su carácter insustituible. De lo contrario, se convierte en cómplice de un modelo que sacrifica la vida por el lucro inmediato.
Cuando se trata de recursos naturales, no hay nada de ingenuidad angelical en sustantivar la naturaleza como “capital”. Más que capital, el agua es un bien natural vital, un fondo de vida que ninguna inversión ni tecnología puede reemplazar. Reconocerlo así es el primer paso para diseñar políticas coherentes con la sostenibilidad, garantizar su acceso universal y preservar el ciclo hidrológico que garantiza el sustento vital de todos los seres vivos.
Por otra parte, la argumentación degradadora del elemento agua, de manera consciente, soslaya que el énfasis en la búsqueda de “eficiencia” que proclaman en la gestión del agua, en realidad, busca priorizar usos lucrativos (como agroexportación o minería) sobre necesidades básicas y ecosistemas, esforzando en hacer completamente opaco que los mercados no resuelven la desigualdad estructural en el acceso al agua, sino que la profundizan, como demuestran los conflictos socioambientales en Chile, donde el Código de Agua de 1981 convirtió este recurso en propiedad privada perpetua. La solución no es monetizar el agua, sino democratizar su gestión mediante modelos públicos-comunitarios que prioricen la justicia hídrica y la sostenibilidad ecológica.
Cuando se trata de recursos naturales, no hay nada de ingenuidad angelical en sustantivar la naturaleza como “capital”
El agua no es capital. No puede reducirse a mercancía ni a una simple “entrada” sustituible en una ecuación económica. Seguir llamándola “capital natural”, y gestionándola y enseñándola como tal, constituye una irresponsabilidad política y académica que amenaza la existencia de todos los seres vivos. La academia, los organismos internacionales y los gobiernos tienen el deber de tomar distancia de esa propaganda disfrazada y recordar lo obvio pero esencial: el agua es un bien natural, un derecho humano y un límite biofísico que se debe preservar a toda costa.
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