La Bahía de las Águilas, joya resplandeciente del litoral suroeste de la República Dominicana, no es solo un paraíso geográfico: es un símbolo de la lucha entre el bien común y la voracidad del capital. El pasado fin de semana, al contemplar su mar turquesa y sus arenas vírgenes, recordé que esta belleza no solo pertenece a quienes la visitamos, sino a todo el pueblo dominicano. O más bien, debería pertenecerle.

“Este no es un simple recurso turístico: es un pulmón del Sur, un bien natural invaluable que nos interpela como país.”

Situada en el Parque Nacional Jaragua, en la provincia de Pedernales, la Bahía de las Águilas representa uno de los ecosistemas costeros mejor conservados del Caribe, refugio de especies endémicas, reserva de vida, cuna de biodiversidad. Pero también es objeto del deseo de grandes intereses empresariales —nacionales y foráneos— que ven en este territorio virgen una oportunidad para el lucro privado, disfrazado de “’desarrollo turístico’”.

“La Bahía de las Águilas es del pueblo. Y el pueblo debe preservarla.”

No se puede hablar de esta bahía sin recordar el legado de Carmen Josefina Lora Iglesia (Piky Lora), luchadora revolucionaria y abogada comprometida, quien encabezó una de las más significativas batallas legales para recuperar los terrenos que, mediante maniobras fraudulentas, habían sido arrebatados del dominio público. Gracias a su firmeza y valentía, el Estado recuperó más de 300 mil tareas de tierras costeras, restituyendo por un tiempo su carácter de patrimonio común.

“No se trata solo de defender la belleza natural. Se trata de defender el derecho de nuestros hijos y nietos a heredar una tierra que aún conserve sus pulmones.”

Sin embargo, la historia parece repetirse. A pesar de los fallos judiciales y de la lucha de sectores ambientalistas y sociales, el proyecto de apropiación continúa. El discurso oficial habla de ‘turismo sostenible', pero las intenciones del capital no conocen límites ecológicos ni principios comunitarios. Lo que se pretende es privatizar el acceso, expulsar a los habitantes históricos y convertir la Bahía en un enclave exclusivo, como tantos otros destruidos por el turismo de élite.

Quien visita hoy la Bahía de las Águilas —como lo hice yo— no puede sino conmoverse ante su majestuosidad. Es una playa sin ruido, sin cemento, sin basura. El sol cae como una bendición sobre las aguas, y el viento parece murmurar historias ancestrales. Este no es un simple recurso turístico: es un pulmón del Sur, un bien natural invaluable que nos interpela como país.

¿Qué modelo de desarrollo queremos? ¿Uno que expulse a la gente de su territorio para favorecer grandes cadenas hoteleras? ¿O uno que respete la vocación ecológica del espacio, que fomente el ecoturismo comunitario y preserve la integridad del medio ambiente? ¿Uno que concentre las ganancias en manos de pocos o que distribuya el bienestar entre las comunidades del suroeste?

La Bahía de las Águilas no está sola. Toda la región alberga espacios de enorme valor ecológico y cultural: el Hoyo de Pelempito, los pozos trunicolas, (hoy bautizado como pozos de Romeo), con su paisaje lunar y su microclima inusual; la Laguna de Oviedo, santuario de aves y manglares; la Sierra de Bahoruco, que se extiende como una columna vertebral del ecosistema sur. Son territorios vivos, amenazados por la minería, el turismo mal planificado y la falta de visión estatal.

Hoy más que nunca, urge una conciencia nacional que defienda la Bahía de las Águilas como lo que es: un bien común, irrenunciable, irrecuperable una vez destruido. Necesitamos una ciudadanía activa, un periodismo comprometido y una política ambiental que no sea rehén del capital.

Porque no se trata solo de defender la belleza natural. Se trata de defender el derecho de nuestros hijos y nietos a heredar una tierra que aún conserve sus pulmones, sus playas, sus aguas limpias. Se trata de defender a la República Dominicana de ser convertida en una finca privada para uso de las élites.

La Bahía de las Águilas es del pueblo. Y el pueblo debe preservarla.

Julio Disla

Escritor y militante

Julio Disla: el militante de la palabra, el poeta del pensamiento crítico. Voy por la vida con una pluma que combate, un teclado que documenta y una mirada que no se conforma con lo superficial. Soy el arquitecto de textos que cuestionan al capital, al racismo, a los muros — y a toda forma de dominación que intente maquillar su rostro con promesas democráticas. He hecho del ensayo un arma, del artículo un escenario de lucha, y del poema una bandera. Cuando escribo, se siente la influencia de Marx, la voz serena pero firme de José Pepe Mujica, el reclamo por justicia social, y la pedagogía que busca educar a otros con ideas y datos. Fundador de utopías posibles, intento rehacer la historia desde la izquierda que se reinventa, que no teme nombrar el neoliberalismo por su nombre, y que encuentra en cada injusticia una oportunidad para escribir, denunciar, proponer. Lo técnico y lo emotivo coexisten en mi estilo como militante de una misma causa. Soy, sin duda, un constructor de puentes entre la teoría y la calle.

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