La Ley 98-25, que sustituye la Ley 225-20 sobre la contribución a los residuos sólidos, introduce un aumento que ronda el 300 % en los montos a pagar por las empresas dominicanas. Este incremento, aplicable al IR-2 del ejercicio fiscal 2025, ha generado una preocupación legítima en el sector productivo. No se trata de oponerse a la gestión ambiental. Se trata de cuestionar la magnitud, la oportunidad y la racionalidad del ajuste. Un impuesto sin equilibrio pierde legitimidad.
El aumento es claramente desproporcionado. Empresas que pagaban RD$500 pasarán a RD$3,000; otras que aportaban RD$30,000 ahora deberán pagar RD$155,000. No se observa una transición gradual ni una justificación técnica clara. El salto es abrupto y rompe el principio de proporcionalidad tributaria. Un sistema fiscal justo no se basa en multiplicaciones automáticas. Se basa en criterios técnicos, económicos y sociales.
Este incremento se impone además en un contexto económico complejo. Muchas empresas aún enfrentan altos costos operativos, tasas de interés elevadas y una presión inflacionaria acumulada. Aumentar impuestos en estas condiciones afecta directamente la liquidez y la sostenibilidad empresarial. Las pequeñas y medianas empresas son las más vulnerables. El resultado puede ser informalidad, cierre de operaciones o traslado del costo al consumidor final.
La política pública pierde coherencia cuando no vincula el impuesto con el impacto ambiental efectivo.
Pero más allá de lo económico, el momento político e institucional resulta profundamente inoportuno. El país atraviesa uno de los episodios de mayor indignación ciudadana por escándalos de fraude y corrupción en el sector público. La confianza de la población en la administración de los recursos del Estado está seriamente afectada. En este contexto, hablar de aumentos de impuestos resulta, como mínimo, insensible. La prudencia fiscal también es una responsabilidad política.
Cuando el ciudadano percibe que el dinero público se malgasta o se desvía, cualquier aumento impositivo se interpreta como un castigo injusto. El contribuyente no rechaza pagar impuestos; rechaza pagar para que otros roben. Antes de exigir más sacrificios al sector productivo, el Estado debe demostrar control, sanción y consecuencias reales. La autoridad moral es clave en la política tributaria. Sin ella, la recaudación se resiente.
Otro aspecto preocupante es la falta de pedagogía fiscal. No se ha explicado con claridad el destino específico de estos recursos ni cómo impactarán en mejoras concretas del sistema de residuos sólidos. La tributación moderna exige transparencia y rendición de cuentas. El contribuyente tiene derecho a saber qué se hará con su dinero. Sin información clara, el impuesto pierde su justificación social.
Además, la contribución se calcula por nivel de ingresos y no por generación real de residuos. Esto distorsiona el objetivo ambiental del tributo. Una empresa con mayores ingresos no necesariamente genera más desechos. La política pública pierde coherencia cuando no vincula el impuesto con el impacto ambiental efectivo. Así, el impuesto se percibe más como recaudatorio que como ambiental. Y eso debilita su credibilidad.
Desde el punto de vista empresarial, este aumento afecta la planificación financiera y presupuestaria. Las empresas deben ajustar provisiones y flujos de caja para un impuesto que se multiplica sin una transición razonable. En un país que busca atraer inversión y fortalecer la formalidad, este tipo de señales resulta contradictorio. La estabilidad fiscal es tan importante como la recaudación. La incertidumbre ahuyenta la inversión.
Resulta igualmente cuestionable que este aumento no haya sido precedido de un proceso amplio de consulta. Las reformas fiscales sostenibles se construyen con diálogo. Aquí, la percepción es de imposición, no de consenso. La falta de concertación debilita la aceptación de la norma. Y una ley sin legitimidad social enfrenta mayores niveles de resistencia y evasión. El diálogo siempre resulta más efectivo que la imposición.
La confianza de la población en la administración de los recursos del Estado está seriamente afectada.
La DGII y los órganos responsables aún están a tiempo de revisar el enfoque. Introducir gradualidad, revisar escalas y vincular el impuesto a resultados medibles fortalecería la política pública. Además, rendir cuentas sobre el uso de los fondos recaudados es imprescindible. Sin confianza, no hay cultura tributaria posible. La recaudación no debe basarse en la presión, sino en la credibilidad.
Este aumento debe abrir un debate nacional serio sobre el diseño y la oportunidad de las políticas fiscales. La sostenibilidad ambiental no puede lograrse sacrificando la sostenibilidad empresarial ni ignorando el contexto social. En tiempos de indignación nacional, el Estado debe ser prudente, oportuno y ejemplar. Gobernar también implica saber cuándo no es el momento. Persistir en aumentos inoportunos solo profundiza la desconfianza.
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