No hace falta que seas adolescente, ni que tengas hijos, ni siquiera que te interese el drama juvenil para que Adolescencia, la serie británica estrenada por Netflix, te sacuda. Porque lo que plantea —con una frialdad quirúrgica y una puesta en escena notable— no es una historia más de bullying o redes sociales. Es una tragedia contemporánea sobre el deseo, el rechazo, el dolor no dicho y la masculinidad a la intemperie.

La historia es directa y brutal. Jaamie, un carajito de 13 años, asesina a su compañera de escuela Katie. Lo hace después de que ella lo rechace públicamente, se burle de él en Instagram, y use un emoji que lo etiqueta como íncel: un varón condenado al celibato involuntario, según una cultura digital donde no coger es motivo de burla. Antes de eso, Katie había enviado una foto en topless a otro chico, quien la viralizó sin su consentimiento. Todos opinan. Todos se ríen. Todos humillan. La escuela mira para otro lado. Y la tragedia se cocina sin que nadie escuche.

Pero el crimen no es el centro narrativo. Eso es apenas la punta del iceberg. Adolescencia quiere que mires hacia abajo, hacia lo que está sumergido: el vacío afectivo de una generación criada entre algoritmos y padres bienintencionados pero desconectados; una escuela sin recursos ni autoridad; un mundo adulto que no habla de emociones pero exige resultados. Lo que se ve en pantalla es el fracaso sistémico de todos.

Jaamie no es un monstruo. Y eso es lo más incómodo. Es un chamaquito confundido, inseguro, malcriado en una masculinidad que lo manda a “ganar” chicas y no sabe qué hacer con el rechazo. No sabe qué hacer con la vergüenza. No sabe qué hacer con la rabia. Y cuando no sabés qué hacer con eso, puedes hacer cualquier cosa.

Uno de los grandes logros de la serie está en cómo te mete dentro de esa incomodidad con una decisión formal audaz: largos plano secuencia que siguen a los personajes sin cortar, sin respiro, sin atajos. Nada de montaje para suavizar el dolor. Acá la cámara se clava como un testigo que no puede (ni quiere) apartar la mirada.

El uso del plano secuencia no es solo virtuosismo técnico —aunque lo es—, sino una herramienta narrativa. Te obliga a habitar el tiempo real, a recorrer los pasillos del colegio con Jaamie, a estar detrás suyo cuando todo empieza a ir mal. El espectador se convierte en cómplice incómodo de una cuenta regresiva que no se detiene.

Y no es casualidad que todo parezca tan contenido, casi aséptico. La paleta fría, los espacios impersonales del colegio público, los planos cerrados que no dan escape: todo colabora para que el relato te estrangule de a poco. No hay subrayados musicales, no hay discursos aleccionadores. Solo silencio, miradas y errores encadenados.

La serie pone el foco en dos instituciones que deberían cuidar y fallan: la familia y la escuela. Los padres de Jaamie no son monstruos tampoco. No lo golpean, no lo abandonan, no lo odian. Pero no llegan. Están ahí, a medias. El padre quiere ser mejor que su propio padre, que sí le pegaba. Pero eso no alcanza. Porque evitar la violencia no es lo mismo que ofrecer contención emocional.

La escuela, por su parte, parece una institución pasada y expirada. Profesores que no entienden los códigos digitales, que no saben qué hacer ante una crisis, que naturalizan la exclusión como parte del paisaje. El colegio no enseña a lidiar con el rechazo, no entrena a los tigueritos a identificar lo que sienten ni a nombrarlo. Les enseña fechas, fórmulas y otras cosas que probablemente olviden al salir del examen.

Es esa falla —la de no enseñar a sentir, a frustrarse sin violencia, a desear sin exigir— la que recorre toda la serie como un hilo invisible pero constante. Y es quizás su mayor denuncia.

Ese vacío emocional en el que flota Jaamie no es una excepción, sino una señal. Adolescencia logra poner en primer plano una etapa vital que suele ser tratada con ligereza o estigmatización. La adolescencia es cuando se forma la identidad, cuando se empieza a entender qué se espera de uno, cómo se desea, cómo se es deseado, y qué pasa cuando no se encaja. En ese contexto, el rechazo no duele como en la adultez: se vive como sentencia. Por eso, los adultos que subestiman el impacto emocional de estos episodios cometen un error grave. Lo que para un adulto puede ser una anécdota escolar, para un chico puede ser el principio de una narrativa personal catastrófica. El desafío no es evitar frustraciones —eso es imposible—, sino preparar emocionalmente a los chicos para transitarla sin romperse ni romper a otros.

Hay un punto clave que diferencia Adolescencia de otras series sobre jóvenes: la mirada sobre el mundo digital. No hay moralina. No hay un “las redes son malas”. Lo que hay es una observación precisa sobre cómo la arquitectura de redes sociales amplifica el dolor, acelera el escarnio y convierte la humillación en espectáculo.

La escena en que Jaamie ve cómo sus compañeros celebran los “likes” a la burla que le hace Katie es desoladora. Ya no es solo el rechazo, es el aplauso colectivo al rechazo. Y eso en una edad donde la validación externa lo es todo. Instagram, WhatsApp, los emojis: no son herramientas, son armas.

Uno de los diálogos más inquietantes de la serie aparece cuando se menciona la idea de que el 80% de las mujeres desean al 20% de los hombres. Es un concepto tomado de foros de la manósfera, y aunque carece de validez científica, la serie lo pone sobre la mesa no para afirmarlo, sino para mostrar cómo los adolescentes están empezando a entender sus vínculos desde lógicas de mercado, jerarquías, puntajes.

Es brutal. Pero es real. Y esa percepción —distorsionada o no— es parte del caldo de cultivo en el que crece la violencia: no soy elegido, ergo, no valgo. Y si no valgo, entonces se vale to’.

La escena final, con el padre llorando en la habitación vacía de su hijo, resume todo. “Debía ser lo mejor”, dice. Y esa frase —dolorosa, brutal, honesta— es el corazón de Adolescencia. No es solo un retrato del crimen adolescente. Es un espejo que nos pregunta: ¿quién está educando emocionalmente a nuestros hijos? ¿Quién les enseña a lidiar con el rechazo, el deseo no correspondido, la frustración? ¿Quién les explica que no tener éxito romántico a los 13 no significa que estés roto?

La serie no ofrece respuestas fáciles. Pero lanza una advertencia: si no ocupamos ese vacío, lo ocuparán los algoritmos, los foros de odio, los discursos simplificadores. O la violencia.

Adolescencia no es solo potente por lo que dice, sino por cómo lo dice. Los plano secuencia, el trabajo de cámara inmersiva, el uso sutil de la música (casi ausente), el realismo sin maquillaje: todo está al servicio del mensaje. La dirección de Joe Barton logra hacer que el espectador no solo vea, sino que sienta. Que entienda con el cuerpo lo que implica vivir en un mundo donde nadie te escucha, pero todos te juzgan.

No es una serie cómoda. Pero es una de las más necesarias que vas a ver este año.

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

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