Dicen los viejos que antes a un ladrón le decían así: ladrón. Que la gente les sacaba el cuerpo, vivían solos y morían sin gloria y sin pena. Que era imposible compartir con el ladrón, pues lo más sagrado era la honra de la familia, preservar el buen nombre y el legado moral a la posteridad. La diferencia entre el hoy y el ayer es que entonces los ladrones se contaban con los dedos de una mano, y hasta se decía que eran “enemigos del Gobierno”. Pero hoy los ladrones abundan tanto que hace poco me vi precisado a compartir la mesa con dos a los que casi todos saludaban como “don”, “señor” y “usted”. Y ellos, fragantes y alegres, simplemente sonreían.
Soy periodista con licenciatura, maestría y doctorado en unos 17 periódicos de México y Santo Domingo, buen sonero e hijo adoptivo de Toña la Negra. He sido delivery de panadería y farmacia, panadero, vendedor de friquitaquis en el Quisqueya, peón de Obras Públicas, torturador especializado en recitar a Buesa, fabricante clandestino de crema envejeciente y vendedor de libros que nadie compró. Amo a las mujeres de Goya y Cezanne. Cuento granitos de arena sin acelerarme con los espejismos y guardo las vías de un ferrocarril imaginario que siempre está por partir. Soy un soñador incurable.