La corrupción es una cultura en nuestro país. La concusión, la prevaricación, el enriquecimiento ilícito, sobornos o cohecho, y hasta el tráfico de influencias son algunas de las modalidades en que el fenómeno aparece en el escenario de la administración pública, desluciendo todo el esfuerzo que se ha hecho para adecentar el ejercicio público administrativo. El afán de lucro ha sido una constante en la clase política de nuestro país, pero también en el ámbito empresarial, donde la corrupción tiende a pasar desapercibida frente a lo que parece ser un cáncer esparcido por todo el cuerpo de la nación.
Naturalmente, la corruptela no es algo nuevo, sino que ha estado presente en cada una de las etapas históricas de nuestro país como un rasgo característico de la clase política dominante, y que no ha encontrado, para desgracia de la población, reposo salvo escasas excepciones; como la de Juan Pablo Duarte, que dio ejemplo de civilidad en tiempos cavernarios, o como el de Juan Bosch, que fue capaz de instruir una investigación y eventual destitución de Virgilio Gell, hombre del círculo íntimo del Presidente. El evento se convirtió en un episodio de extrema importancia histórica, ya que revelaba la inauguración de un gobierno radicalmente opuesto a los antivalores que ceñían el régimen de Trujillo. Sin embargo, y para acentuar aún más la mala racha del pueblo, ese gobierno duró apenas 7 meses.
La famosa frase del Dr. Balaguer, aquella que proclamó el cese de la corrupción en el umbral de su despacho, fue una admisión implícita de que la misma constituyó un mal incontrolable de la época, y lo sigue siendo en contextos distintos, pero con una esencia común: La distracción del erario a beneficio personal. Y es que el impulso de ser rico a toda costa o el de convertirse en millonario a expensas del pueblo es más fuerte que el de servir con probidad y el de manejar con pulcritud los recursos fiscales. El espíritu de oportunismo es el común denominador que engendra todos estos males, gravitando en torno a muchos de los oficios que se relacionan con la actividad pública. Es el motivo por el cual cada uno, en diferentes escalas, se hace cómplice de este proceder. El comunicador que se convierte en un fiero opositor solo porque la víctima no lo complace con alguna publicidad o el dirigente político que se entiende en el derecho de acceder a un salario sin trabajarlo no es distinto al alto funcionario que redirecciona fondos públicos a sus cuentas personales.
De lo que se trata es de una convicción generalizada de que el Estado existe para servirse de él a través de cualquier método posible, o a través de cualquier mecanismo sin mediar en su ilicitud. Así las cosas, estamos frente a una sociedad enferma que no lucha por lo que es justo, sino por prebendas personales. Una sociedad compuesta por personas que pujan por sustituir a los otros para, eventualmente, hacer lo mismo. Sí, así se han tornado las cosas; vivimos el resultado de haber perdido una batalla: la batalla que libraron nuestros próceres y, más recientemente, la batalla que libraron Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez, paladines de la libertad y de la democracia, voceros de la justicia y el bien hacer, pero mártires morales de los representes a ultranza de Trujillo y Joaquín Balaguer.
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