Se deslizaba la mañana a través de la calle sembrada de cambrones, dos niñas y un niño vestidos de azul caminaban hacia el norte, a encontrarse con el concho que finalmente los llevaría al regazo de las Roques. Tres niños evangélicos que en algún momento me convencieron que, aunque yo no creía en nada, por el hecho de no creer en la virgen estaba más cerca de ellos que de nadie.
Yo iba al mismo lugar, pero por distinto camino, ya que primero tenía que zarandear a mi amigo Sergio, desperezarlo y llevármelo casi a rastras junto a Lupe, su hermana, hacia aquel colegio inefable.
Eran los días de los doce años, de la égida del discípulo, los días de una juventud proscrita, aunque esa proscripción aún no nos había tocado.
Entonces era la poesía, las cartas por correos, la música, la Presidente grande a sesenta centavos y también las serenatas.
Y fue cuando conocí la rectitud de doña Gisela y la mansedumbre abstracta de don Orestes.
Sin darme cuenta, me fui adentrando en eso hasta verme a mí mismo tocando la guitarra en una iglesia de Mata Hambre.
Esos días, junto a la paternidad, han sido lo más parecido al amor y la felicidad que haya experimentado jamás.
Luego la UASD, la medicina, la graduación, y la calle.
Es la primera vez que escribo esto, y lo hago porque sé que tarde o temprano todas esas memorias quedarán en la parte desmemoriada de mi cerebro, y se perderán. Y porque se lo debo a don Orestes Cucurullo.
Una noche, en el Museo de las Casas Reales, en una conversación premonitoria, aquel médico que no podía ocultar en su voz el terrible peso de su experiencia, me reveló todo el misterio de lo que me esperaba por vivir. Y no le creí, no podía creer que todo aquello que me decía con su voz susurrada fuera la realidad de lo que yo veía tan bello.
Una sonrisa triste en sus labios me estremeció: no podía estar mintiendo.
Por muchos años me engañé a mí mismo, diciéndome que aquella era su verdad, su realidad, lo que le había tocado vivir.
Hoy, lo recuerdo como ahora y no puedo más que inclinar mi cabeza, humilde, reverente, y dedicarle una lágrima, nacida de no haber tenido la oportunidad de decirle lo mucho que tenía de razón.
Pero sé que donde esté, me mira y se sonríe, con la misma sonrisa triste que me dedicó esa noche cuando terminó de hablar y observó mi escepticismo.
Mi conversación con el padre de aquellas dos niñas y aquel niño vestidos de azul me permitió entender muchas cosas sobre la naturaleza humana, que en aquella noche mágica no podía alcanzar.
Porque eran días de sueños, de utopías, de invulnerabilidad, en fin, de juventud.
Y heme aquí, maduro, en el otoño de mi vida, evocando esos días, sin nostalgia, con amor y la convicción de que todos, absolutamente todos, hemos cambiado y la secreta felicidad de sentir que ese niño que fui sigue viviendo en mi interior, así como toda la gente que quisimos sigue existiendo en aquellos espacios de tiempo.
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