A mi hermano Luis
La noticia no te dejaba dormir, estaba comiéndote el coco, Ramirito. A ti, un tipo al que las cosas siempre le habían salido requetebién, un hombre impuesto a hacer lo que te diera la gana. Nada más leerla, la preocupación que sobrevino te dejó la cara embarrada de miedo. Te llegó a través de un email enviado desde Sao Paulo por uno de tus compañeros de la escuela de cirujanos plásticos. El Animal estaba fuera de prisión después de veinte años. Y eso que un cantante en la vellonera de la esquina no se cansa de decir que veinte años no son nada. Tal vez no lo sean para quien que no esté preso. Pero ahora el Animal estaba libre. Libre y buscándote, para cobrártela.
Por mucho tiempo pensaste que se pudriría en la cárcel. Nadie dura tanto tiempo en esas chironas inmundas donde a cualquiera lo afeitan y lo entierran sin que los carceleros lo noten. Pocos se explican —tú el que menos— cómo pudo sobrevivir a tanta violencia concentrada en filos de navaja. Pero no se debe subestimar el odio ni la sed de venganza como remedios para mantenerse vivo. Y si durante los primeros años de su condena esperaste que alguien lo despachara en una riña, sepultándolo junto al recuerdo de aquel cobarde incidente; si después te desesperaste e intentaste sobornar a otros presos para que se encargaran, el plan no se dio porque ninguno fue tan loco para lidiar con aquella furia hecha hombre, ni siquiera porque tu encargo resbalara en una alfombra de plata. Con los años finalmente lo olvidaste, o creíste haberlo olvidado, hasta el momento en que el email saltó como una pantera, de la pantalla a tu cara, clavándote sus garras. Esa línea escueta (“O Animal saiu da prisão. Ele está procurando por você”) bastó para sacarte el apoyo emocional que habías construido a través de los años, para quebrar la leve seguridad que te dieron la práctica profesional, el agradecimiento y, sobre todo, el dinero de tus pacientes. Después del email cualquier palabra era innecesaria. El Animal estaba vivo y sin duda se había endurecido.
Los baños de las discotecas de Sao Paulo tras una semana devastadora de estudios y quirófanos eran el lugar de furtivos encuentros. Sobre el cristal, al lado de los lavabos, una línea por las fosas nasales. Esnifar, qué palabra más cursi. Preferías “meter por la nariz”, “jalar”. Recargar las pilas. Ponerse otra vez a punto para seguir la fiesta y aguantar en la uni otra semana más, y otra, y otra. Las luces de la disco, la música de la disco, las mujeres de la disco, tu mesa de la disco, estaban ahí, esperándote. Nunca te pasó por la mente porqué las líneas eran gratis para ti. El precio aumentaba los domingos, pero el Animal nunca te cobraba. ¿No te resultaba raro? A tus compañeros de la uni les cobraba por adelantado. Maldito negro desconfiado. Saca los veinte palos o no ves a Blancanieves. Fuiste muy ingenuo: pensaste que no te cobraba porque eras su amigo. Qué pendejo has sido. En este mundo nadie da nada gratis, ni siquiera las misas en las iglesias. ¿Por qué el Animal se preocupaba por tus progresos en la escuela de cirujanos? El sabía que eras el mejor. Estaba abasteciéndote con el mismo interés con el que se alimenta un pavo para la Nochebuena. Por eso antes de la graduación se te viró.
El Animal necesitaba cambiar su aspecto, y en ello te comprometía su vida. Un mentón más ancho, algún tipo de corrección del tabique y las ventanas nasales, necesitaba las yemas de unos dedos sin registros criminales… Alguna variación de su aspecto con que mantenerse oculto de los policías que le pisaban los talones. Algo para lo que tú, tras meses de estudios y práctica, estabas calificado. Algo a lo que no podías negarte, ni siquiera devolviéndole con intereses aquel chorro de polvo blanco.
Se borró, perdida para siempre, tu sonrisa de beato en pascua de resurrección. Quisiste eludir la encerrona que te había tendido y dejaste caer aquella respuesta con suficientes y clínicas razones. Que el calor incuba ponzoñas y bolsas de pus en las heridas, llenándolas de malos olores. Que se debe contar con un área libre de gérmenes, bacterias y otros bichitos que parecen insignificantes, pero no menos mortíferos que un arma de fuego, entre otras excusas que ocultaban malamente tu temor a ser descubierto, aunque justificables a partir de la fidelidad a la práctica médica. Lo que no imaginabas era que el Animal tenía sus flancos cubiertos. En algún lugar bien escondido los jefes del crimen de aquella ciudad contaban con un quirófano full de to: instrumental quirúrgico de primera, antibióticos y otros medicamentos especializados, vendajes para tres meses, sala de atención climatizada… hasta pusieron a tu orden un cirujano maxilofacial y tres enfermeras asistentes full time para el operatorio y el postquirúrgico. Aquello era un hospital moderno y eficiente en miniatura, abastecido a punto para curar balazos y puñaladas sin la obligación de reportar a la policía. El Animal te tenía cogido.
Hace unas semanas acudiste a mí después de tantos años. Estabas desesperado. Tratabas de ocultarlo, que no se te notara el pánico, pero a mi larga experiencia de policía esa tensión que emana de los cuerpos no le pasa desapercibida: la olfateo como un vaho pesado en el aire, la veo en los gestos y en los ademanes de los culpables, la intuyo como una capa de pintura que cubriera de pies a cabeza a las personas. Y más en tu caso porque te conozco desde que éramos carajitos. Solo por la amistad de aquellos años fue que te la puse fácil pues, a decir verdad, Ramirito, desde hace tiempo ya no te considerabas mi amigo. Mi nombre era un ruido polifónico a tus oídos y significaba algo menos que un aliento de borracho; en tu opinión yo no era más que otro policía corrupto al que se usa y se deshecha como papel cagado. Y si me abrí a ti fue con una condición: tenías que confesarte conmigo, encuerarte por dentro y desembuchar lo que se dice todo, sin guardarte nada.
No fue fácil iniciar la pesquisa porque no había por dónde agarrarla. La única pista se reducía al email. Los polis de la INTERPOL me dieron el archivo del Animal, pero fueron incapaces de decirme si había salido de Brasil. La verdad es que nunca pensé en vuelos ni traslados regulares. Esa posibilidad quedaba descartada porque conlleva tener que mostrar documentos y permisos. Pero, aunque sean escasas sus opciones, un investigador que se respete no suele descartar nada sin realizar comprobaciones, no importa lo inocua que parezca la evidencia. En el registro no constaba su nombre ni su foto, haciendo figurar que no ingresó por ningún puerto aéreo o marítimo. Pero si una cosa he tenido clara desde el principio es que un tipo como el Animal no se detiene ante eso. El halló la forma, habrá encontrado al menos una forma, pongamos que con la ayuda de los venezolanos y colombianos que mueven la droga en lanchas que tocan puntos entre Azua y Pedernales. Total, de cualquier manera, ha debido contar con apoyo local. Alguien le habrá puesto al día sobre tu vida, espiando tus costumbres, llevándolo de la mano de un sitio a otro de la ciudad y sirviéndole de intérprete cuando el Animal confirmaba uno a uno tus hábitos. Esa es otra línea que tengo abierta en mi investigación, averiguar quién le habría ayudado. No será difícil. Pocos aquí hablan portugués y los tenemos identificados.
Mirándote en ese ataúd la verdad es que no te ves tan pariguayo. Cualquiera se da cuenta del esfuerzo que tuvo que aplicar el maquillador para ocultar las heridas, hay que acercarse mucho para darse cuenta. Tu hermana Mireya tiene un carácter de hierro, siempre ha sido dura esa mujer, igual que una sargenta del cuerpo policial femenino. A pesar de todo lo que te adoraba no ha soltado ni una lágrima. Creo que tiene el llanto represado por un dique de hormigón detrás de los ojos. Ella ha supervisado todo el proceso: desde la publicación de las esquelas en los diarios, la organización de la fila de dolientes que vienen a darte el último adiós, el lugar preciso para colocar las coronas de flores que van llegando de parte de la Sociedad de Cirujanos Plásticos y de tus pacientes agradecidas a quienes les diste una segunda vida cuando la primera se les había ido por la cuneta con los glúteos y los senos en vertical hacia abajo, y hasta se ha mantenido dirigiendo una caterva de mozos, muy pendiente de que no se acabe el café ni el té. Y si vieras a la pobre Bianca, ahora tu viuda (qué extraño suena eso), está hecha lo que se dice un mar de lágrimas. El médico ha tenido que sedarla porque se ha puesto histérica. La tienen aquí cerca, recostada en un saloncito. No sé si aguantará el cortejo hacia el cementerio sin que le dé un patatús.
Cuando supe de tu asesinato, pedí que me dejaran participar en ese rollo. Le conté tus temores al jefe del departamento de homicidios y lo que había averiguado por mi cuenta, que no era gran cosa. Me autorizó a integrarme. El trabajo en equipo ha servido de algo y con tu cuerpo insepulto creo ya que lo tengo solucionado, aunque todavía no se lo he contado a nadie. Te lo voy a decir bajito antes de que te lleven porque después no sé si vuelva a verte. No me gusta visitar los cementerios porque eso azara.
El Animal estuvo vigilando durante dos días tu apartamento. Lo sabemos por el portero del edificio, que fue confirmado por las grabaciones de las cámaras de seguridad. El presidente de la República en rueda de prensa dijo estar escandalizado por tu asesinato y le ha puesto presión al jefe de la policía para que resuelva, que se-trata-de-un-ataque-a-lo-mejor-de-la-sociedad-y-la-clase-profesional y blablablá. Imagínate, la misma mierda que siempre dicen los políticos para mantener su imagen. Nunca actúan igual cuando la víctima es un muertodehambre sin nombre ni apellido. Suponemos que el Animal compró información a algún miembro de los servicios de la inteligencia del gobierno. Esos tipos se subastan al mejor postor, pinchando las líneas telefónicas. Se enteró de que irías ese sábado al apartamento de Juan Dolio, a verte con tu secretaria. Todavía no sabemos si el Animal tenía conocimiento de tu relación con esa joven. A ella la interrogamos con intensidad y discreción. Se puso tan nerviosa que en algún momento se paró de la silla y por poco se cae, temblando, al no poder controlarse. No creo que ella sea su cómplice, ni siquiera hizo el viaje a Juan Dolio. Ella no quería ser más tu amante. No te preocupes, Bianca todavía no sabe nada e intento que siga así.
Sabemos que el Animal logró penetrar al edificio cuando estabas en el apartamento. Esperó en el cuarto de mantenimiento algo más de una hora, mientras aguardaba el momento de actuar. Escuchó el grifo del agua mientras te duchabas. Se acercó a la ventana de la cocina y forzó el seguro con un destornillador. Ya adentro esperó a que salieras del baño y te pusieras la bata de algodón. Uno de los polis piensa que no escuchaste el ruido de la ventana porque dejaste la música a alto volumen en la sala. Otros creen que tal vez confundiste el ruido de la ventana con el sonido de la puerta al pensar que llegaba tu secretaria. El Animal esperó, quizá demasiado. Estaba un poco nervioso por lo que iba a acometer. Era una sensación inexplicable después de tantos años de esperar aquel momento. Te cortaría las primeras falanges y las pondría sangrantes en tu boca. Te rebanaría la nariz. La barbilla te la abriría en dos con una barra de acero pesada y corta. Sería una tortura metódica y lenta, remedando lo que él sufrió durante aquella lejana alteración de su aspecto, pero sin anestesia. En tu agonía creerías que el suplicio habría de durar otros veinte años, antes de recibir una muerte limpia por un tajo en la garganta.
Por fin se decidió. Con mucho sigilo se acercó a la sala. Sentado en el sofá negro de piel sintética, le dabas la espalda. Tenías la vista puesta en el atardecer, la cabeza algo inclinada hacia tu izquierda. El sol era una moneda brillante que a lo lejos se introducía en la insaciable alcancía del mar. Se paró detrás de ti y también miró un instante el atardecer. De un impulso rodeó el sofá para ponerse frente a ti. Perdió el equilibrio, el agarre de las botas al caer. Terminó tirado en el piso, rompiendo la mesita frente al sofá, con los brazos y la camisa embarrados de algo pegajoso y tibio. Si esperaba ganarte por sorpresa, el sorprendido fue él. Tu cuerpo acuchillado, repetidamente, en el pecho y abdomen, manaba la sangre oscura que empapaba la bata azul y se esparcía sobre el piso. Mostrabas una actitud tranquila, resignada. Tus ojos conservaban la dulce melancolía del mar. Descubrió que ya no te parecías al recuerdo que guardaba de ti, perdido estaba el cuerpo atlético y bien parecido. Los años te habían convertido en un tipo rollizo y canoso.
Se sintió burlado. Alguien le acababa de robar su momento. Estaba enfurecido por haberle dado paso a la vacilación. Si hubiera emprendido la venganza minutos antes, si no hubiera esperado indeciso en la cocina… Se repuso. Volvió a la realidad. No había acumulado tanta malevolencia, ni esperado tantos años ni viajado desde tan lejos para dejar las cosas así. Arrastró tu cuerpo sobre el piso. Te desnudó. De alguna forma iba a ejecutar su venganza. Cogió tus manos a las que arrancó la piel de las falanges con un cuchillo de sierra. Golpeó tu nariz hasta triturar el tabique. Aquella carnicería, aquel ensañamiento, finalmente aplacó su frustración.
Ayer le echamos el guante. Intentaba irse por los páramos salitrosos de las soledades de Punta Salinas. Lo tenemos bajo interrogatorio. Cuando sale un investigador, entra otro. No le damos tregua ni agua. Pero te seré sincero, esto no va a pasar de ahí. No hay forma de probar su culpabilidad. Los forenses están convenidos en que las heridas que te mataron provienen de un cuchillo con una hoja distinta al que le ocupamos con una huella. A decir verdad, solo podemos acusarlo por los delitos de entrada con fractura en casa habitada y de profanación de cadáver. De asesinato no, porque nadie se muere dos veces. Ya estabas muerto cuando emprendió aquello, ¿entiendes? De todas formas, el coronel quiere echarle la cuaba, así se quita la presión del jefe y del presidente. Como siempre sucede con los casos calientes.
¿Qué bulla es esa ahí afuera? Parece que comenzaron a cerrar las puertas, están desalojando a las plañideras y a los dolientes. Algunos se retiran a sus casas o a sus empleos y los demás se integrarán al cortejo que te llevará al cementerio. Ojalá que al jefe de homicidios no se le ocurra cerrar el caso, eso me obligaría a continuar en solitario y sin recursos. Te lo debo.
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