Para escribir un buen poema, busca la luna en el fondo del mar,
y haz que te susurre la última palabra de un viento olvidado que se escurre entre los recuerdos. Deberás, entonces, atrapar la esencia del sol
y diluirla con la sombra de un árbol que nunca creció. Rueda sobre un campo de estrellas caídas, y recoge el eco de su estela antes de que se disuelva en el aire. Lleva esas voces al rincón más profundo del alma, donde el silencio tiene ojos y la eternidad susurra. Camina en la cuerda floja entre las montañas del olvido y toca, con manos temblorosas, el umbral del primer suspiro de una idea aún no nacida, pero ya plena de misterio. Haz que el eco de tus pasos se convierta en la melodía de la que beberá tu verso.

Luego, al alba, debes sembrar semillas de niebla en el jardín de tu mente,
esperando que cada palabra florezca al instante, como un rosal de pensamientos imprevistos que crecen y se deshacen antes de ser mirados. Sube al último peldaño de una escalera sin fin y al llegar a la cima, mira el horizonte, pero sin verlo, pues lo que buscas es lo invisible que se esconde detrás de cada mirada vacía. Ese es el secreto que debes guardar antes de comenzar a escribir una buena poesía.

Busca el latido de un corazón que no es el tuyo, y escúchalo hasta entender el ritmo exacto del verso, pues en cada palpitación, en cada respiro, reside una palabra que puede ser o no ser dicha. Bebe de un río que fluye de la memoria,
pero no del agua que toca la piel, sino del reflejo que se pierde en las profundidades y te lleva a la otra orilla, donde no hay palabras, solo ecos de lo que podría ser. Cruza un puente hecho de suspiros y promesas rotas y recoge la brisa que se cuela entre las grietas del alma, pues cada corriente de aire contiene un verso olvidado que aún no sabe si quiere existir o desvanecerse.

Habla con los árboles que nunca pudieron hablar, pero han guardado en sus raíces secretos de antaño, cavando con cada palabra un hoyo en tu mente donde ocultar lo que aún no comprendes. Habrás atrapado un instante, sí, un instante que ya no será el mismo después de ser escrito, habrás apresado el tiempo como quien recoge el agua de un río que no regresa, y esa agua será la emoción, la emoción que se disuelve en lo etéreo, volátil, sutil, sublime…esa es la verdad que justifica la poesía: la emoción del instante que se pierde y a la vez se convierte en eternidad.

«¿Qué tal si Dios no es el creador del hombre, sino el hombre el creador de Dios?» Tal vez todo empieza allí, en la chispa de una duda que rompe la realidad, y en ese vacío, el hombre crea su propia divinidad, la misma que se derrama sobre sus versos como un manantial que brota de su propia necesidad.

Para escribir poesía, basta con volar, basta con surcar el cielo con alas de deseo, separar la nube del rayo, tomar el rayo y dividirlo con el alma, tallarlo hasta convertirlo en pluma, y con esa pluma, escribir lo que nunca se dijo. Para escribir una poesía, debes viajar al Himalaya, al lugar donde el viento guarda secretos y la nieve no toca la tierra sin antes haber besado el alma. Busca allí la extraña flor de nombre Cipriani, una flor nacida de la tierra fría,
del corazón helado del mundo. Tómala con respeto, y cuando la tritures,
deja que su jugo se derrame sobre la hoja, transformándose en tinta que lleva consigo la esencia de lo imposible. Usa como papel la piel dorada del Vellocino de oro, pues solo lo eterno puede recibir lo sublime.

Para escribir buena poesía, basta con trepar por los labios de tu amada,
y ascender hasta la empalizada de sus ojos, donde cada parpadeo es un universo inexplorado. Acerca el juego de la lujuria a su iris, donde se refleja el deseo inalcanzable, y desenfunda la inspiración, porque la poesía no es un acto de voluntad, es un roce, un instante, un susurro entre los dientes. Y entonces, con ese instante, con esa chispa, te dispones a escribir, como quien tatúa la eternidad sobre la piel cálida de un alma que nunca dejará de sentir.

Por último, desciende a la oscuridad que nunca se apaga, y busca la sombra del primer pensamiento. Bajo su manto, escribe, no en papel, sino en las estrellas que se niegan a morir. O simplemente, abres tu alma y plasma en el papel un instante, un suspiro que se escapa del tiempo, un suspiro que toca la eternidad sin que lo advierta el ojo humano. Abres tu alma, porque allí reside la poesía, en el rincón secreto de cada ser, donde el alma grita en silencio y la pluma es su voz. Eso es la poesía: aprisionar un destello efímero, un fragmento del infinito que se escurre entre las manos. Buena o mala, no importa, basta que sea, que capture el aliento del momento, y que el tiempo, fugaz y sin dueño, se rinda ante el poder de sus palabras.

Finalmente puedes simplemente… aprisionar un instante de tu alma con tinta y papel, o simplemente tatuar el poema agonizante en forma de beso en los labios de tu amada. Si después de todo esto no nace una buena poesía, solo queda aplicar la frase que lo arregla todo, y que en sí misma es poesía: ¡RUEDEN!

EN ESTA NOTA

Esteban Tiburcio Gómez

Investigador y educador

El Dr. Esteban Tiburcio Gómez es miembro de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Licenciado en Educación Mención Ciencias Sociales, con maestría en educación superior. Fue rector del Instituto Tecnológico del Cibao Oriental (ITECO), Doctor en Psicopedagogía en la Universidad del País Vasco (UPV), España. Doctor en Historia del Caribe en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), entre otras especializaciones académicas.

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