Mientras miramos el pasado en museos, monumentos y libros de texto, una nueva capa digital empieza a escribir otra versión de la historia sobre las mismas calles. La disputa ya no es solo por el territorio físico, sino por la memoria que veremos en la pantalla.
Un grupo de adolescentes camina por la Ciudad Colonial. Nadie se detiene a leer la placa de bronce que resume en dos líneas la historia del lugar. En cambio, todos levantan el teléfono móvil. Al enfocar la cámara hacia una ruina, aparece sobre las piedras un video en tres dimensiones que recrea una escena de hace siglos; una voz en off narra, un mapa se despliega, un botón invita a «saber más». La realidad aumentada convierte el patrimonio en una especie de serie interactiva. La pregunta no es solo qué están viendo esos estudiantes, sino quién escribió lo que ven.
Por sencillo que parezca, lo que está ocurriendo ahí es un cambio de época. La realidad aumentada ya no es únicamente el filtro gracioso que nos coloca orejas de perro en las redes sociales. Es una tecnología que superpone capas de texto, imagen y sonido sobre el mundo físico. Es, en la práctica, una nueva forma de editar la realidad. Y el metaverso —esos entornos virtuales persistentes a los que podremos acceder con visores, gafas o simplemente con un teléfono— es el siguiente paso de la misma lógica: no solo adornar lo que vemos, sino habitar otro mundo construido a partir de datos y relatos.
Hasta ahora, la memoria histórica dominicana se ha guardado en archivos, monumentos, libros de texto, plazas con bustos que casi nadie mira. El acceso a esa memoria ha sido desigual: depende de la escuela, de la familia, de si alguien se toma el tiempo de explicar qué ocurrió en tal ingenio, en tal puente, en tal esquina. La realidad aumentada promete algo poderoso: que la historia «salte» hacia nosotros. Que el país entero se convierta en aula, museo y archivo vivo al alcance de cualquier dispositivo.
Imaginemos el Ingenio Boca de Nigua visto a través de una aplicación: al apuntar la cámara, las ruinas se completan con estructuras virtuales, se escuchan testimonios dramatizados, se proyectan nombres de personas esclavizadas, se reconstruye la rebelión. De pronto, el paseo escolar deja de ser una caminata aburrida y se convierte en un encuentro más cercano con una parte dolorosa y fundamental de nuestra historia. La tecnología, usada así, puede aportar profundidad, empatía y contexto.
Sin embargo, la realidad aumentada no es un espejo inocente. No reproduce la realidad tal cual, sino que la reescribe. Selecciona qué datos aparecen primero, qué voces hablan, qué imágenes se muestran, qué se suaviza y qué se calla. Y en un país que todavía discute su historia reciente, sus dictaduras, sus guerras, sus resistencias y sus desigualdades, eso importa mucho.
Porque puede suceder lo siguiente: aprovechando el potencial turístico, se diseñan experiencias impecables para visitantes y clases medias en las que la esclavitud se presenta como un episodio lejano y casi folclórico; donde la represión política se menciona de pasada; donde las luchas sociales se reducen a anécdotas simpáticas. Todo muy apropiado para una foto en redes sociales, todo muy cómodo para la promoción. La historia convertida en decorado amable. El dolor, cuidadosamente editado para no incomodar.
Hay otra tensión de fondo. Las plazas, las calles, los parques y los monumentos son espacios públicos. Las principales plataformas que harán posible buena parte de la realidad aumentada y del metaverso no lo son. Pertenecen a empresas privadas que viven de monetizar la atención y los datos de millones de personas. Eso abre un escenario inquietante: que la primera capa de información que aparezca sobre un monumento dominicano no sea la elaborada por nuestras escuelas, universidades o archivos, sino la producida por una marca, una figura influyente o una agencia lejana, guiada por intereses comerciales y lógicas algorítmicas.
Junto a ello aparece el riesgo de una nueva forma de desigualdad simbólica. Es fácil imaginar qué lugares tendrán prioridad: zonas históricas de alto valor turístico, centros comerciales, destinos de playa, proyectos inmobiliarios. ¿Y los barrios periféricos, las comunidades rurales, los espacios donde se han librado batallas por derechos, por tierra, por dignidad? Si no entran en la agenda de los desarrolladores, simplemente no existirán en la capa digital del país. Para quien se eduque mirando el mundo a través de la pantalla, lo que no está «aumentado» se parecerá demasiado a lo que no cuenta.
El metaverso amplifica este dilema. En esos entornos virtuales donde la República Dominicana puede aparecer como escenario, ¿qué versión del país veremos? ¿La postal de playa eterna, bebida y resort, o también la de su tradición de resistencia, su creatividad popular, sus contradicciones? Si no participamos en la construcción de esos mundos, otros escribirán por nosotros el guion de qué significa ser dominicano en el imaginario global. Volveremos a ser paisaje de fondo en una historia ajena.
No se trata, sin embargo, de adoptar una postura tecnófoba. Al contrario: se trata de entender que la realidad aumentada y el metaverso son nuevos campos de disputa cultural. Y que, como todo campo, pueden ser apropiados desde abajo, desde la escuela, la comunidad y la investigación rigurosa.
Basta pensar en lo que ocurriría si el sistema educativo se tomara en serio estas herramientas. Estudiantes de secundaria que, junto a sus docentes, diseñan rutas aumentadas sobre la historia de su comunidad; universitarios que trabajan con archivos y testimonios para dar vida a una «Ruta de la Dignidad» que conecte puntos de memoria en Santo Domingo y el interior; museos que abren sus colecciones mediante aplicaciones que explican las piezas con múltiples voces, no solo con la versión oficial. Sería otra forma de aprender historia: no memorizando fechas, sino construyendo relatos.
Esto exige algo más que buena voluntad. Requiere políticas públicas. Orientaciones claras sobre cómo utilizar estas tecnologías en proyectos de memoria histórica y patrimonio. Criterios que favorezcan contenidos abiertos, verificables y con participación comunitaria. Recursos para que no solo las grandes empresas, sino también escuelas, colectivos culturales y universidades puedan producir experiencias inmersivas. Y, sobre todo, una decisión explícita: reconocer que la batalla por la memoria también se librará en la pantalla del teléfono.
La memoria nunca ha sido una fotografía fija; siempre ha sido un campo de disputa. Las versiones de la historia se confrontan en libros, en periódicos, en el aula, en la conversación familiar. La diferencia ahora es que esa disputa empieza a trasladarse a capas digitales que muchos perciben como «lo que dice el celular». El país del futuro no solo se escribirá en leyes y crónicas: se programará en código, en guiones de voz en off, en pequeñas animaciones que aparecerán cuando alguien apunte la cámara hacia una pared.
Dentro de algunos años, un niño o una niña dominicana levantará el teléfono frente a un monumento, una escuela o un parque donde ocurrió algo importante. Escuchará una voz, verá una escena, leerá un breve texto. De esa experiencia saldrá una idea, quizá muy simple, de quiénes fuimos y de quiénes somos. Tal vez piense que la historia es solo postal; tal vez descubra que está hecha de conflictos, dolores, logros y luchas colectivas.
La realidad aumentada será apenas el medio. Lo decisivo será quién se atreva a escribir esos contenidos y con qué intención. Por eso, más que preguntarnos únicamente cuándo llegarán los visores o cuál será la siguiente moda tecnológica, conviene hacernos desde ahora la pregunta de fondo:
¿Quién va a narrar el país que verán nuestras próximas generaciones cuando miren el mundo a través de la pantalla? ¿Seremos sujetos de ese relato o simples personajes secundarios en la historia que otros cuentan sobre nosotros?
Jimmy Feliz
Líder juvenil, profesor de escritura creativa, escritor, emprendedor y gestor cultural. Especialista en Docencia Universitaria. Ha participado en intercambios académicos en Estados Unidos, España e Inglaterra. Ganador del Premio Nacional de la Juventud 2013.
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