¿Qué significa realmente pensar? ¿Es suficiente producir oraciones coherentes para decir que una máquina “piensa”? La teoría del lenguaje de Wilhelm von Humboldt (1767–1835), filósofo y lingüista alemán, ofrece claves profundas para abordar estas preguntas en una era donde la inteligencia artificial generativa (IAG) parece escribir como si fuera humana.
Humboldt no concebía el lenguaje como un mero instrumento para comunicar ideas ya formadas, sino como una fuerza creadora que da forma al pensamiento. Por eso afirma que “el lenguaje no es un mero medio de comunicación, sino la expresión formadora del pensamiento mismo” (Humboldt, 1990, p. 61). Esta afirmación sugiere que no pensamos y luego hablamos, sino que pensamos mientras hablamos o escribimos. En el caso de un estudiante redactando su tesis, por ejemplo, no solo transmite ideas: las construye activamente mediante el acto lingüístico. En esto radica una diferencia clave con la IAG: aunque esta puede producir textos gramaticalmente correctos y lógicamente estructurados, no participa del proceso reflexivo. No experimenta el pensamiento, solo lo simula mediante correlaciones estadísticas y combinaciones de reglas finitas.

Ahora bien, ¿acaso el lenguaje no es también una manifestación cultural profunda? Humboldt lo deja claro al decir que “en el lenguaje reside el alma de un pueblo”, y que “el lenguaje es el espíritu creador de los hablantes hecho forma” (p. 82). En estas palabras se condensa la idea de que cada lengua encarna una forma única de estar en el mundo. Por ejemplo, cuando en una clase de literatura se analizan los textos de Pedro Henríquez Ureña o Juan Bosch, no solo se examina el contenido conceptual, sino también la sensibilidad histórica y cultural que subyace en su forma de expresarse. En contraste, la IAG, entrenada con enormes volúmenes de texto provenientes de distintas lenguas y culturas, tiende a generar discursos neutros, desprovistos del espesor simbólico que caracteriza al hablante humano. Aunque es cierto que estas tecnologías evolucionan rápidamente, su producción tiende a ser ahistórica, culturalmente homogénea y, en cierto sentido, carente de alma.
Otra idea central de Humboldt, con profundas implicaciones epistemológicas, es que “cada lengua encierra un punto de vista particular desde el cual se observa el universo” (p. 98). Esta visión relativista del lenguaje resulta fundamental para la educación pluricultural. Un hablante de quechua, guaraní o papiamento no solo utiliza palabras diferentes, sino que accede a un modo de ver el mundo distinto. La lengua no es simplemente un espejo de la realidad, como lo entendían los positivistas, sino un filtro creador de sentido. La IAG, en cambio, funciona sobre la base de patrones dominantes, modelados a partir de lo estadísticamente más probable. Y cuando se enfrenta a la ambigüedad o a preguntas que no puede resolver con datos, sencillamente alucina: inventa respuestas plausibles, pero muchas veces erróneas.
Entonces, ¿puede una máquina realmente pensar como lo hace un ser humano? Desde la mirada humboldtiana, la respuesta es clara: no; porque el pensamiento humano está entrelazado con el cuerpo, la historia y la comunidad. La IAG opera por correlación, mientras que el ser humano crea sentido desde la vivencia. Eso no significa que debamos rechazar estas herramientas, sino más bien aprender a usarlas con juicio crítico. En definitiva, como lo expresa Humboldt, el lenguaje humano es “energía en movimiento”, no solo código ni estadística. Pensar con Humboldt hoy es, más que un ejercicio académico, un acto de resistencia frente a la ilusión de que los algoritmos pueden sustituir lo profundamente humano.
Para profundizar:
Humboldt, W. von (1990). Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano y su influencia en el desarrollo espiritual de la humanidad (Ed. y trad. de Juan José Sánchez). Madrid: Ediciones Siruela.
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