Nadie sabe exactamente por qué Sonia Matos decidió volver de Georgia a Yamasá, en  el mes abril, el mes más cruel del año, como suele decir el poeta T.S. Eliot,   y  entregarse a los estertores de la muerte  el cinco de junio. Algunos dicen que los almendros copudos estaban en flor como nunca, y otros que fue el olor a lluvia de campo, a hierba y boñiga húmeda y el sopor de un sol justiciero,  lo que la empujó a las llanuras ardientes  de Monte Plata. Lo cierto es que  llegó con su maleta llena de versos, cuando todos sospechábamos que se hallaba a punto de enviudar,  tenía aún la sonrisa intacta y un cuaderno de cuero donde había copiado, a mano y con tinta verde , los poemas que escribiría en la vejez que no le fue dada.

Dicen que esa noche, cuando cruzó el umbral de su casa  en Yamasá, los sapos dejaron de cantar y que al día siguiente los gallos cantaron a deshora. Y aunque nadie prestó atención a esas señales, la muerte ya había fijado su cita con una cortesía antigua, como si quisiera pedir permiso antes de entrar.

Un mes después, el siete de julio, Radamés Reyes Vásquez —poeta, escritor, amigo de silencios y perteneciente a la aristocracia del café recalentado — se fue sin despedirse.

Nos dejó apenas los ecos de su voz grave y melodiosa,  declamando “Al oído de Elisabeth”.  Aquel extraordinario poema que comenzaba con estos versos memorables:

Ven, con todos tus sueños,

muchacha enriquecida por la luz,

 con los angeles que te visitan,

 cada amanecer. Ven intacta, risueña…

Y concluía de este modo:

 Ahora que la vida,

se nos hace una dosis de polvo,

oigo latir el corazón del mundo.

José Miguel Soto y yo quedamos de pie ante la noticia como quienes han sido amputados de un brazo invisible. Éramos los tres —una troika de soñadores de papel—, que se reunía todos los días, en los tiempos ya remotos de la juventud,  para leer a Borges, a Nicanor Parra, a Octavio Paz.  y ahora el viento sopla en una mesa con una sola pierna. Una parte entrañable de nosotros fue enterrada en ese olvidado cementerio de Prado Oriental. ¡Cómo lo echamos de menos!

Pero el golpe definitivo llegó el cinco de agosto, cuando José Rafael Lantigua, ese caballero de la cultura, se rindió ante una bacteria minúscula, invisible como el olvido, traicionera como los finales no escritos. Dicen que la contrajo en Esmirna, en esa Turquía remota y majestuosa que conoció desde hace mucho de la mano de Antonio Gala, el autor de la novela  Pasión turca,  a quien logró traer a Santo Domingo.

Nadie lo esperaba: estaba ahí, siempre tan dueño de sus palabras, tan generoso con el afecto justo y el consejo que no humilla. Y ahora no está. Y hay un silencio en los pasillos porque muchos escritores y alevines de poeta esperaban de él un artículo o una gacetilla de aliento. Por razones inexplicables , lo habían convertido en juez literario.

Desde entonces, he vuelto a los grandes poemas como si fueran oráculos. Releo las ‘Coplas a la muerte de mi padre” de Jorge Manrique y me detengo en ese verso que dice “cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”, no con nostalgia, sino con una perplejidad de náufrago.  “La Elegía a Ramón Sijé me arde como una herida abierta que no cicatriza. Oh, qué inmenso poeta era Miguel Hernández. Y “Cuando la rosa muere” , de Mieses Burgos, me parece ahora no un poema, sino un presagio que se cumple una y otra vez, como un conjuro maldito que cae sobre los vivos. Porque : “deja un hueco en el aire que no lo llena nada”. Y no digo, porque sería ya demasiado decir “ El viaje definitivo” de Juan Ramón Jimenez, poema que leí ante la tumba de mi madre. ¡Qué grande era Juan Ramón!, eso de “ y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando”.

En la última página del cuaderno de Sonia, hallé unos versos inconclusos, vivos aún en mi correo del wassaps . Dicen:

No vi surgir la luz

No vi una luna intrusa,

no vi el asomo brillante de sol

Ni un hálito de una refulgencia muriendo

No hay más. Tal vez porque su regreso era esto: un gesto truncado, una llama que quiso avivarse y fue apagada por el aliento de los dioses. En el cementerio de la Chacarita de Buenos Aires, Andres L. Mateo y yo, nos encontramos con el símbolo de la muerte, esculpido en piedra en la tumba de Oscar Bonavena, la muerte se prefigura en una antorcha que se apaga, colocada hacia abajo.

A veces pienso que estas muertes no ocurrieron para entristecernos, sino para decirnos que el tiempo que creemos tener es apenas un espejismo de la memoria. Que la vida es una casa de campo con ventanas sin vidrios y puertas que se abren al monte. Que las personas que amamos son como fuegos artificiales: suben, estallan en mil colores, nos maravillan, y luego sólo queda el humo disolviéndose en la noche interminable.

Y nosotros aquí, recogiendo sus cenizas con manos temblorosas, intentando aún escribir con ellas la última página del cuaderno que dejaron sin cerrar.

Mi primer encuentro con la muerte se produjo , en los alrededores del parque Braulio Alvarez, cuando era niño,  casi frente al teatro Trianón de la Teniente Amado García Guerrero.  La muerte no era un hecho, ni un destino, ni una angustia; era un disfraz.

Se llamaba la Muerte en yipé, y aparecía puntualmente en los días de carnaval, con una calavera pintada a mano, una capa raída que flotaba con el viento del mediodía,

nos tocaba con su guadaña de cartón y seguía de largo. Nadie quedaba tendido. Nadie lloraba. Era un juego.

Pero ahora —muchos calendarios después, cuando los parques ya no tienen la misma sombra y las glorietas se hallan abandonadas — ha llegado la otra muerte. No la del carnaval, no la que se disfraza, no la que juega con los niños y luego se va. No. Esta es la muerte sin carro, sin máscara, sin permiso. La muerte que no avisa con motor. La que no sonríe. La que no tiene nombre de febrero, sino de hospital, de silencio, de cementerio.

Y pienso, a veces con nostalgia y a veces con rabia, en cómo nos reíamos de la muerte cuando venía de visita en su yipé polvoriento. Qué fácil era burlar la eternidad cuando uno tenía los zapatos sucios y los pulmones llenos de aire. Qué absurda parecía la idea de morir, si en aquellos días la vida era apenas un patio y una pelota.

Ahora, cuando se han ido Sonia Matos, Radamés Reyes Vásquez, y el caballero de la pluma elogiosa  que fue José Rafael Lantigua, ahora que uno siente el peso de los nombres y de las ausencias como piedras en los bolsillos del alma, entiendo que aquella muerte de carnaval era apenas un ensayo. Un ensayo alegre, irreverente, teatral… pero ensayo al fin.

La verdadera muerte no hace ruido. No se disfraza. No corretea por el parque ni se va al final del desfile.

La verdadera muerte llega como una carta sin remitente, y al abrirla, no hay palabras. Solo el eco de una risa infantil que ya no se oye. Solo el crujido de la memoria. Solo la certeza de que el Jeep se detuvo, esta vez para siempre.

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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