Mucho antes, Takahama llegó a la casa de su novia Akiko y la encontró delirante en fiebre. Una tos feroz le impedía hablar. Sacó un ungüento preparado con yerbas y aceites, y le frotó la espalda. Enseguida Akiko se calmó y balbucearon unas palabras. Le dijo que no podían casarse en esas condiciones y Takahama, entristecido, le pidió que descansara. Al atardecer Akiko murió y, después de ser enterrada, Takahama decidió vivir como un ermitaño en un bosque cercano. Nunca regresó a la hacienda de la familia, pero visitaba la tumba de su novia Akiko todas las mañanas y encontraba sobre la lápida varias mariposas volando en forma de remolino.
Una mañana el viejo Takahama moriría irremediablemente. Ayer fue el último día que caminó al viejo cementerio como lo había hecho en los últimos cincuenta años. Ya había cumplido los setenta y hoy martes no se levantó de la cama. En la hacienda, uno de sus sobrinos se preocupó por él y decidió tomar el camino a la casa donde vivía su tío. Cruzó la montaña que los separaba entre matorrales y árboles centenarios. El clima en esa parte de Japón empeoró en los últimos días y fuertes aguaceros hicieron zanjas en los caminos. Las hojas de los árboles permanecían húmedas y el muchacho, para llegar más rápido, cogió un atajo muy boscoso. Sus brazos se arañaron apartando los arbustos. Desde un alto se divisaba un valle verde casi infinito, y cerca, al lado derecho, se hallaba la casa. Encontró a Takahama yerto en la cama y sobre su estómago muchas mariposas daban vueltas como alborotadas. Eran las mariposas de Akiko que lo cortejaban, camino no se sabe dónde.
(Recreación de la leyenda japonesa La mariposa blanca)
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