Que, desde el reducto de sus obnubilaciones, un empresario aeronáutico, tumbado en su habitáculo, haya retomado, durante el mísero presente que arbitraba, “ventanas…marcos…techo… [y] varias figuras geométricas”, asumiéndolas como una “composición matemática” acogida, ésta, igualmente, por una acróbata gitana, “contagiad[a] por las ecuaciones” de un famoso y obseso analista numérico, constituye una explícita abstracción o modelo conceptual, forzosamente “antepuest[o]”, subyacente, tanto al comportamiento humano como al de los fenómenos físicos del universo.
Y es que, según lo subraya Ana Almonte, la autora de la novela Luces de alfereros, para Natanael Cerati, en sus obsesiones inconcretas, “maniático con los números”, la contorsionista rumana, Débora Stanley, representaba la forma, de acotados lindes, flexionada, de un cuerpo manipulado, “mimético”, sufragáneo a los “números impares”, cuando se “enroscaba y [lo] extendía como si fuera elástico”, durante sus movimientos malabaristas” de elegancia simétrica y de características estéticas en la simplicidad y límites definidos de las ecuaciones.
—Es interesante la forma que diriges tu cuerpo, tu flexibilidad, sobre todo al representar números y figuras geométricas; me parece sorprendente. Soy fanático de las matemáticas…me gusta resolver ecuaciones —expresó, Natanael, dirigiéndose a la muchacha, materia mímica, a mitad de una escena de entretenimiento circense que la joven ejecutaba como si fuera una instancia artística de la lógica matemática.
—¡Ah, ya somos dos, —contestó Débora, obcecada, asimismo, con los números que habrían de acosarla, concedida la intertextualidad histórica, en su vida cotidiana, enviciada con el genio matemático de John Forbes Nash, prodigio al igual que ella y, además, esquizofrénico como lo fuera la progenitora de Cerati. Más, la encrucijada y punto convergente, ¿deparo del azar?, entre este hombre acototado y aquella trashumante armenia, de quien fuera, en el pasado, el amor y pasión del magnate en tanto contrapuesta, “fuera de lo normal”, por su “orden matemático”, a la normalidad anímica, emocional, de su esposa Dalsy Dabrowski.
¿Podríamos convenir en que la obsesión con los números, aplicada, subconsciente, a la vida real, pudiera moldear el carácter de ambos personajes en términos competitivos, buscando maximizar sus propios beneficios donde haya un ganador o perdedor, o cooperativos, lograr un objetivo común o mejor resultado para todos, de acuerdo a la teoría de los juegos de John Nash? De ahí que, en una actuación temeraria, ambos convinieran ayuntarse, desanudando “un juego erótico”, durante un vuelo en pilotaje automático en completa altura. Dado que una aeronave en autopiloto responde a un mecanismo estructurado, pre-establecido, exacto, regido por códigos numéricos para su ejercicio de volar, ¿podríamos colegir, por lo tanto, que la conducta de los dos sujetos hubo de ser una respuesta a su obstinado y profundo empeño en aplicar sus juicios, subordinados a los guarismos, como explicación de las pasiones propias de la carne, o a la dinámica de una imaginaria certidumbre? ¿Acaso las matemáticas nos permiten calcular lo que es o debería ser la naturaleza material y humana?
Natanael Cerati se desplaza, en la complejidad del espacio-tiempo, por dispares aconteceres, “hundido en un trance hipnótico tumbado sobre el tapiz, en un rincón de [su] habitación”, bajo los efectos del “poder relajante de la música” aleada al presagio relativo a la incertidumbre de si Dalsy Dabrowski, su mujer, luego de áquel siniestro aéreo, todavía vive o estaría muerta, mientras, en su interior, embebecido, escucha “las partículas fónicas”, matemáticas, de la octava sinfonía de Beethoven. Pieza que se disuelve, “vuelto a su realidad” el magnate, disminuido en sentido humano, y atribulado por la falta de encontrar respuestas a los contratiempos que indujeron a la evanescencia desgarradora de su esposa, “su principal punto de atención y quiebre”. Muy a pesar de los refugios, resistentes como un cedro, de la dulzura y candidez de sus años primigenios para subsanar las heridas que lo arramblan y doblegan.
“Cómo le gustaría ser niño otra vez, imaginaba, lloroso, [arrellanado en un sillón de pana]. Quería sentir el olor silvestre de su tierra, de los pinos y el herbaje exuberante en colinas y llanuras, de los caballos ensillados, de paseos y bañadas en riachuelos. Si su padre viviera, y jamás se antojara de irse a Estados Unidos en busca de oportunidades porque en su patria lo tenían todo.”
De “personalidad aislada y comportamiento torpe”, el empresario de aviación repasa, “siente que se asfixia”, acongojado, el drama de lo vivido entre la execración pública, como posible sospechoso y responsable de la muerte de su esposa, y la manifestación de menosprecio, “eras responsable de cuidarla”, que le albergaba Dunda Dabrowiski, la abuela del único ser y heredera que le quedaba de su estirpe. Pese a sus incongruencias, recrudecidas por su perturbación neurológica, ¿heredada de su madre?, durante los interrogatorios y su explicación de los acontecimientos sobre la muerte de la también corresponsal de una famosa cadena de televisión estadounidense, las investigaciones ratificaron la explicación que diera el señor Cerati, persona correcta, en lo referente a posponer su viaje junto a su amada por motivos de su apretada agenda de negocios en el paradisíaco y contrainsurgente resort Punta Cana, asentado en la media isla abarataria de Santo Domingo. Despues de todo, tal como lo pensara el empresario aeronáutico: “en la vida de un hombre existen dos tipos de mujer, la que conoces para contraer compromiso de casarte, y aquella que nunca, pero nunca debiste conocer…Débora elegía a sus hombres como si se hallaran dentro de una urna de lotería.” ¿Lotería? ¿Otro juego de cálculo numérico, o razonamiento matemático, usufructuario de la voluntad humana y de los fundamentos detrás de las evidencias que observamos?
Compartir esta nota