Que la señora Dunda Dabrowski,  “pasada la edad madura”, se resguarde, afrontando el día día con limitada calma, “en el ocaso de su propio invierno”, bajo un pretendido manto espiritual, pero profundamente alicaída por el suicidio de su hija Irina, “aquella culpa no le permitía sosiego, sentía responsabilidad de su muerte”, nos invita a observar la vida no como una rígida inmediatez, sino como todo un concurso de asombros que, ante los desemejantes acertijos, se desplaza, en el contexto de lo impredecible, sobre nuestros múltiples afanes, azoramientos cotidianos y agonías.

En una alta y extraordinaria prosa por sus arbitrios literarios, Ana Almonte, la autora de Luces de Alfareros, nos describe a una mujer agotada, “ave estropeada”, de pretensiones desmedidas, ojeando la prensa, “parte esencial de sus hábitos diurnos, incluso, antes…de cepillar[se] los dientes…asearse y rezar”, en búsqueda, quizás ocultando sus despistes, por su terror, repentino, a morir, de las notas necrológicas, “vinculadas a crímenes extremos”, de los sucesos entreverados y las transgresiones supremas que, frutos de las discontinuidades sucesivas, al romper el alba, acaecen “en la excéntrica ciudad de Nueva York”, donde también la hoz, al cuello, en poder de forajidos, solía presentárseles a los desprevenidos.

Portada de Luces alfareros.

Pero, asimismo, en sus recuentos y fluctuaciones orgánicas, nervios, pulsaciones, ansiedad, Dunda, descendiendo a ese espacio latente, subconsciente, que a todos nos persigue y domina, decididamente lo interpela a partir de sus alterables obsesiones y caprichos, “¿por qué en esta etapa no teme morir?, evocando, anciana, la  “inexistencia vista de acuerdo al sentido palpable de la agonía” que, de hecho, “año tras año”, sobre su espalda, devorándola, acarreaba por dentro, inculpándose porque debió, aun “siendo mujer con aire de juventud”, sucumbir primero que su hija Irina, muerta, amargamente, en plena majestad y lustre. Peor fueron sus pesares, dado que las facciones, “rasgos”, del esposo de la unigénita, hombre al que más odiaba, quedaron moldeadas, y ella compulsivamente a ver, “visualizar”, en el semblante de su nieta, Dalsy Dabrowski, de quien admitía incapaz de “acercarse afectivamente a la pequeña… [y] amarla como merecía porque casi siempre veía [en su heredera] el rostro del padre”. De ahí que la señora Dabrowski, “para no vivir fingiendo ser la mujer que no era”, buscara el amparo místico a la caída de las hojas.

En un extenso inventariado, íntimo, “a medida que se pierde en la lectura de los periódicos”, Dunda atestigua, durante las bodas de su nieta Dalsy, la “gracia falsificada” de los comensales, tildándolos, con desprecio, de “vorágine…, trozos de carne”,  tras los invitados devorar, “succionar”, toscos, enfermizos, melindrosos, todo lo que habían encontrado a su paso en su “condición de civilizados vampiros”, cicateros y reverendas mierdas.  Masa uniforme, “homogénea”,  desalmada, “desnaturalizada”, pero de la que ella misma, disimulando sus desalientos, “le asaltaron las náuseas”, formaba parte, “sin saber, sabiéndolo”, de ese mundo en desacierto.

“Detrás de sus opulentas galas parecían criaturas deformes, sombrías, que sobrevaloraban lo que el ambiente ofrecía desconsiderándolo a la vez, adoptando la condición de civilizados vampiros. En esa textura, desangraban orgullosos y con gula lo que había en el entorno.”

De ahí que, a pesar de su templanza, planteamientos descarnados, y asco de ser viviente, Dunda redescubriera “la soledad [como] mejor compañía”, fuera de esa ostentación mundana, “punto neurálgico de avaricia”, que había rechazado Dalsy Dabrowski, su nieta y futura heredera, quien, aunque físicamente marcada, hubo de superar aquel aterrador naufragio, contratiempo, refugiándose en la isla Topacio, “una comunidad… de salvajes, distanciados de quienes huelen a dinero”, reluctante a regresar a la Gran Manzana, donde su abuela, “con todas sus ganas”, ferviente la esperaba para que asumiera el control, “dentro del mundo globalizado”, del vasto imperio de orfebrería que, ya en sus años postreros, coartadas caritativas y apego a sus riquezas, Dunda, vanidad en ristre,  relanzaba para “conquistar gran parte del mundo ilusionista que atrapa lo ostentoso”, y así, al correr de los años, preservarlo aún luego de la huida.   

En esa dimensión de poseer, más que de SER, Dunda Dabrowski buscaba, en el oscuro silencio de los obituarios, la fatídica fecha y hora en que sería celebrada la misa por el eterno descanso de la señorita Amelia Klaus, exiliada judía, predilecta amiga suya, de quien enterose de su muerte, “tan insípida por no contratar a una enfermera”, a través del diario que frecuentemente leía. Aun cuando amasó fortuna, la señora Klaus fue la antípoda de la otra desplazada Dunda, por cuanto si la suntuosidad y el glamor eran una presencia necesaria en ésta, la tacañería y la ordinariez en aquella la obligaban a supervisar sus desembolsos más exiguos en un cuadernillo que llevaba consigo. Contrapunto, también manifiesto, en la obsesión de la dama Dabrowski en la permanencia eterna de su patrimonio, ¿extensión de su inmortalidad en las manos de su nieta?, mientras que la señora Klaus poco le importó, en su testamento, tirársela, “la mitad de sus bienes”, como legado a perros y gatos vagabundos que, además de reprobarlos, nunca tuvo. ¿Buscaba la solterona Klaus, en su ladeo por una metáfora réproba, otra especie, la esencia verdadera nuestra, SER, que había abortado Dabrowski? En todo caso, convertida ya al catolicismo, con la otra fracción de la fortuna destinada a las iglesias, asilos y orfanatos, tendría su pasaje, indulgencias, seguro y directo al paraíso.

Ana Almonte. Foto: ©️ Juan Antonio Guio. ACENTO.

Apartada la vista del periódico, Dunda Dabrowski vuelve a las páginas sombrías o, quizás, destino inevitable, sobre su trecho y tanda de presencia, “ciclo de vida”, vinculadas con “el día, el año y la hora en la que, libremente, dispondría de su propia muerte”, presagiadas en el sacro libro El Canon Pali, texto de la Antigua China, cuya energía, vigor, empuje, todavía la existencia sostienen de la dama. Fingiendo preponer su alejamiento, o intentando excluir, de sus días remotos a Iván Turguení, el “más fiel de sus sirvientes”, el que mejor la comprendía, y a quien ve aproximarse con aquel formal y repetitivo protocolo, “Señora, el desayuno está listo”, escuchándolo “preguntar lo mismo exactamente con las mismas palabras, mismo respeto, misma posición corporal y misma rigidez facial”, atrayendo, asimismo, aquellas rememoraciones implacables, imposibles de olvidar, relativas a su infancia y adolescencia ensambladas a ese mismo perruno sumiso que nació para servirla, y que hoy coloca, suavemente, entre sus manos cuencas, el rosario que dosifica montar a Dabrowski sus plegarias, dados sus agobios, por el alma de su amorosa hija, Irina, ahora en pena tras el suicidio vinculado a las malquerencias de su esposo, “hombre apuesto…[pero deslucido cineasta] que se convirtió en un ser grotesco”,  y a la falta del amparo que habría podido brindarle ella, como madre, en medio de ese arremolinado trance que había iniciado almibarada con el joven Turguení, allá, en la ya relegada Rusia, durante su adolescencia, “tímidamente tomados de las manos en el invernadero y el espeso bosque montando a caballo cazando mariposas”. Total, ¿para qué?, si todo deviene en medir el suelo, y por más que las “sales y aceites relajantes”, poco o mucho, en la bañera.

“Iván…la ayudó a incorporarse, tocó levemente sus hombros huesudos con manos temblorosas para despojarla del pijama verde oscuro…La señora Dabrowski,  en una sola pieza interior, sin nada que sujete sus pequeños senos flácidos, caídos, se deja ayudar sin protestar. En ese momento, desprovista de orgullo, inmensamente frágil, es como una destartalada muñeca que, en su caso, produces gases que deja escapar con libertad”. 

Dunda Dabrowski, cuya madre murió durante su alumbramiento, su esposo al punto de cumplir cuatro años de casada y sus abuelos de manera sucesiva, había partido de Rusia para incorporarse a Estados Unidos junto a su pequeña hija Irina, huérfana de padre, e Iván Turguení, fungiendo, al principio, como hermano menor de Dunda, y que “por causas del destino” lo había criado el padre, señor Dabrowski, de la ahora joven viuda, quien, con toda esa carga y acoso, de sus primeras primaveras, próximos a sus espaldas, irrumpió en Manhattan con aquellos auténticos huevos de Pascuas de la rúbrica Fabergé, sobrado patrimonio, de la atropellante época zarista, heredado de su padre y abuelos, correspondiente a una fortuna de millones de dólares. Montó, recurriendo a su inquebrantable fortaleza, una joyería, legado de su padre, y de ahí pasó, en su avaricia, “su estatus social y económico crecían atendiendo a su destreza ejecutiva según ganaba fama, riesgos y poder político”, al tráfico ilegal de mercancías en el mercado negro, perlas, diamantes y esmeraldas, en asociación con uno de los traficantes más famoso, El Sabio Salomón, su mejor abastecedor, ya desaparecido. Así, la señora Dabrowski, dotada de su “desmedida ambición, personalidad y belleza”, se convertiría “en pieza consentida” de la nación norteamericana y una de sus “ciudadanas estrellas”, exhibida, en la arena internacional, como botín de guerra del llamado sueño americano. Presto, empero, remordimiento al filo, deja la bañera concurrente a la figura presente de su padre, a quien nunca volvería a ver siquiera muerto. Y es que el espanto de sus días futuros converge con el orden vencido de su cuerpo, que ya no es suyo, y el mundo que había forjado, tampoco suyo.  Pre-mortem irreversible de su propio epitafio tallado en la etiqueta de un frasco de pastillas y, además, en la diadema de jazmines que había enviado a su amiga Amelia Klaus, quien duerme con su apariencia lívida en la nave principal de la Catedral de San Patricio, impecablemente muerta ante todo lo imposible, tal ahora, escasamente briosa, todavía lo confronta Dunda Dabrowski viva.