Pocas veces en la historia de nuestras letras se ha producido un desacuerdo más revelador entre el rigor documental y la ilusión ideológica que aquel suscitado con motivo de la publicación del opúsculo de César Herrera Cabral, La reinstalación de la Universidad Santo Tomás de Aquino en 1815 (1987). En dicha obra, escrita con la ponderación del erudito y la meticulosidad del documentalista, Herrera[i] afirma, sin reticencias, que la Universidad Primada de América fue clausurada en 1823 por el presidente haitiano Jean-Pierre Boyer, como consecuencia directa de la confiscación de los bienes eclesiásticos, la supresión del presupuesto público y el destierro forzoso del profesorado .
Sin embargo, en la presentación que encabeza la edición —suscrita por el entonces rector de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, doctor Franklin Almeyda Rancier— se le enmienda la plana con ligereza impropia de quien funge como custodio de una
tradición académica. Para Almeyda [ii] el cierre no fue un acto deliberado de supresión, sino el resultado espontáneo del colapso colonial , exculpando explícitamente a los ocupantes haitianos de toda responsabilidad. Esta postura, que intenta minimizar la gravedad del hecho, coincide con la sostenida por el historiador Franklin J. Franco , quien, desde las trincheras de una historia militante y parcial, ha osado calificar a la Universidad colonial como un “baluarte académico de los sectores más atrasados”,[iii] justificando así su desaparición en nombre de una supuesta modernidad.
Frente a este revisionismo ideologizado, que sacrifica la verdad documental en el altar del presentismo[iv] , se yergue la autoridad de los historiadores dominicanos serios —César Herrera, Vetilio Alfau Durán, Emilio Rodríguez Demorizi— y, lo que es más contundente aún, el testimonio de los propios intelectuales haitianos. Edner Brutus, en su vasta obra Instruction publique en Haïti 1492–1945, admite sin ambages que, tras el cierre de liceos y escuelas en todo el territorio[v] , “brutalmente, durante este mismo año (1823), se cerró la Universidad de Santo Domingo” (pág. 90). Más adelante denuncia que dicha Universidad, por su raíz hispánica y su espíritu escolástico, fue objeto de persecución bajo el pretexto de combatir un supuesto “espíritu de casta” (pág. 116)[vi].
Resulta, pues, irrefutable que el cierre no fue ni simbólico ni metafórico: fue jurídico, material y definitivo. Se despojó a la Universidad de su sede, se disolvieron sus cátedras, se exilió a sus doctores, se confiscó su patrimonio, y no hubo ulterior intención restauradora por parte de ninguno de los gobiernos haitianos que se sucedieron durante las dos décadas de ocupación. La historia institucional no reside exclusivamente en los textos legales explícitos, sino en los efectos políticos y administrativos. Y en este caso, los hechos hablan con la elocuencia de una tragedia.
Por más dialéctica que se empleen para enmascarar el hecho: la abolición resulta innegable. No hay Universidad donde no hay cátedra, ni aula, ni maestro, ni presupuesto, ni dignidad académica. Quienes así lo niegan, seducidos por lo que Raymond Aron llamó “ el opio de los intelectuales”; prefieren ver en la humillación una gesta; en la afrenta, una reforma; y en la supresión, una redención.
La historia no es una prolongación de nuestras pasiones; es una realidad ajena, dura, exigente. Y si no la aceptamos como es, no la entendemos en absoluto.
La Universidad Santo Tomás de Aquino fue, durante siglos, el centro de gravitación intelectual de Santo Domingo. Su clausura no fue una maniobra teatral, ni una declinación espontánea. Fue un acto de poder. Y negarlo es traicionar no sólo la historia, sino la conciencia de lo que somos.
¿Qué intereses, prejuicios o cegueras ideológicas llevan a algunos historiadores dominicanos a negar —sin pruebas documentales— lo que reconocen con claridad Edner Brutus, Thomas Madiou y Beaubrun Ardouin: que el régimen de Boyer clausuró en 1823 la Universidad Santo Tomás de Aquino, desmantelando con ello el último bastión del pensamiento?
Para responder a esta pregunta, echo mano de algunos conceptos empleados por Jean Tulard para esclarecer la faena del historiador[vii], centraré mi atención en los errores metodológicos que resultan de este comportamiento.
Dos errores historiográficos
De estos pasajes se desprenden dos errores historiográficos:
- El anacronismo que consiste en exportar valores, categorías o visiones del presente sobre épocas pasadas, distorsionando así la interpretación de los hechos históricos. En el caso de la Universidad Santo Tomás de Aquino, algunos intelectuales dominicanos incurren en este error al juzgar el cierre de la institución durante la ocupación haitiana con una lógica moderna, atribuyéndole sentido positivo o justificándolo como parte de un proceso progresista de secularización o democratización, que no compagina ni con la realidad del siglo XIX ni con la intención política del régimen de Boyer.
- Y, en segundo lugar, La Idealización. Se idealiza el régimen de Boyer presentando la ocupación haitiana de 1822 como una empresa civilizadora. El cierre de la Universidad, la confiscación de bienes y la expulsión del clero son interpretados como pasos hacia la modernidad, cuando en realidad fueron actos de supresión cultural y ruptura con la tradición hispánica. Esta reinterpretación convierte una tragedia en epopeya, sacrificando la verdad histórica en nombre de una ideología presente.
quienes rehúsan el archivo en favor del dogma no escriben historia, sino propaganda: sustituyen la búsqueda de la verdad por la militancia ideológica.
Toussaint Louverture, precursor de Boyer
El primer golpe contra la Universidad Santo Tomás de Aquino —alma mater de la inteligencia colonial y fuente del pensamiento nacional— fue asestado por Toussaint Louverture en 1801, cuando, al ocupar Santo Domingo en nombre de la Revolución francesa, disolvió sus aulas, clausuró sus cátedras y pretendió quebrar la continuidad espiritual de la cultura dominicana. Aquella clausura no fue un simple acto administrativo: fue el anuncio de una política que, bajo el pretexto de modernidad y emancipación, buscaba extirpar las raíces mismas de nuestra identidad.
Pero la Universidad —como el alma de los pueblos verdaderos— resistió en el silencio y en la sombra. Y cuando el dominio francés se extinguió, en 1815 volvió a abrir sus puertas, como un faro que se enciende tras la tormenta. Allí volvieron a escucharse las voces doctas de los canónigos y de los sabios, las lecciones de teología y derecho, y el eco de aquella tradición española que aún latía en el corazón del pueblo
La Universidad Santo Tomás de Aquino, noble bastión del pensamiento en la antigua Ciudad Primada, fue durante siglos la fragua donde se templaron las más esclarecidas inteligencias dominicanas. Desde los albores del siglo XVII, por sus aulas desfilaron teólogos y filósofos, como el misionero Fray Domingo Fernández de Navarrete y el doctísimo Carvajal y Rivera, heraldos de una escolástica tropical que no desmereció frente a sus pares europeos, el arzobispo Valera, dos veces exiliados por sus convicciones patrióticas.
Pero no fue sólo semillero insular. Aquella universidad fue irradiación cultural para la América hispánica: de sus claustros salieron los fundadores de las universidades de La Habana y Caracas, como el sabio Fray Tomás de Linares y el venezolano Francisco Martínez de Porras, todos formados en Santo Domingo, que llevaron consigo el aliento espiritual del claustro dominicano.
Incluso en los albores del siglo XIX, cuando el país se desangraba en incertidumbres, la Universidad mantenía en alto su antorcha gracias a figuras como el venerable Juan Vicente Moscoso, verdadero Sócrates criollo y maestro de Juan Pablo Duarte, y Andrés López de Medrano, primer dominicano que dio forma escrita a la lógica con ribetes escolásticos.
Fue tanta la gloria de aquella institución que la inmensa poetisa Salomé Ureña de Henríquez escribió estos versos memorables:
Ayer, cuando las artes florecientes
su imperio aquí fijaron y creaciones tuviste eminentes,
fuiste pasmo y asombro de las gentes,
y la Atenas moderna te llamaron
Consecuencias del cierre de la Universidad Santo Tomás de Aquino (1823)
Pocas veces en la historia del mundo hispánico ha caído sobre un pueblo tan pequeño un infortunio cultural tan grande como el que representó la clausura de la Universidad Santo Tomás de Aquino en el año 1823. No fue este suceso una mera contingencia administrativa, sino el fruto de una voluntad política ajena a los ideales de la civilización católica y humanista que habían presidido la fundación de nuestras universidades americanas desde los albores del siglo XVI. En la decisión de cerrar aquel venerable claustro obró el impulso devastador de una ideología ajena y hostil al genio hispánico, la cual —bajo pretexto de secularización— pretendía desarraigar a un pueblo de sus más hondas raíces culturales.
El inmediato resultado fue la fuga intelectual. Al menos diez doctos religiosos dominicos, entre ellos Fray Fernando de Vargas y el exrector Fray Joaquín Angulo, buscaron asilo en los conventos de Cuba, llevando consigo no sólo sus hábitos, sino el acervo de siglos de escolástica, teología y derecho canónico. Allí, en el Seminario San Basilio Magno o en parroquias rurales, proseguía —aunque en tierra extraña— la llama del pensamiento que en Santo Domingo fue súbitamente apagada. Esta emigración no fue sino la ruina del magisterio dominicano, la interrupción violenta de una línea continua de pensamiento que, desde la Contrarreforma, había dado lustre a la Isla Primada.
En el plano institucional, el vacío universitario de cuarenta y cuatro años (1822–1866) equivale a una verdadera noche oscura del entendimiento. Desapareció la formación sistemática de las élites políticas, eclesiásticas y jurídicas; se interrumpió el diálogo con las universidades hermanas del mundo hispánico; y, con ello, el alma nacional fue privada de su instrumento más precioso de elevación: la cátedra. La vida intelectual, sin imprenta, sin foro, sin púlpito doctrinal, se empobreció hasta niveles que sólo pueden parangonarse con épocas de barbarie o sumisión. La instrucción pendía de un hilito: la enseñanza clandestina de la Iglesia.
Este acto no puede ser interpretado sino como una maniobra deliberada del poder centralizador instaurado por la administración de Boyer. En su proyecto político no había lugar para el cultivo de las ciencias eclesiásticas ni para el libre ejercicio del pensamiento filosófico. La reinstauración de la Universidad en 1866, bajo José María Cabral, representó un esfuerzo de restauración, aunque ya bajo una nueva forma, republicana, laica y nacional. Con todo, la restauración de las formas no bastaba para reparar el daño profundo que significó la desaparición de la continuidad universitaria dominicana.
En términos históricos, el cierre de la Universidad debe considerarse como una de las más profundas fracturas culturales de Santo Domingo. En las palabras de Salomé Ureña —voz última de nuestra tradición humanista— se siente el lamento por aquella diáspora intelectual:
“ Y las artes entonces, inactivas,
murieron en tu suelo,
se abatieron tus cúpulas altivas,
y las ciencias tendieron, fugitivas,
a otras regiones, con dolor, su vuelo.”
. No es excesivo afirmar que la emigración del saber en aquellos años fue un destierro mayor al de las personas: fue el exilio de un ideal. En resumidas cuentas, Boyer anuló la educación universitaria; cerró los liceos. Solo mantuvo algunas escuelas primarias, para la casta militar de sus adeptos. Brutus lo califica de “retrógado y oscurantista”. Si esto no es oscurantismo, ¿qué es, entonces, el oscurantismo?
NOTAS
[i] Según Herrera Cabral, la desaparición definitiva de la Universidad Santo Tomás de Aquino en 1823 fue consecuencia directa de la ocupación haitiana y el reclutamiento masivo de estudiantes por parte del nuevo gobierno.
[ii] Almeyda nos introduce en un galimatías sin solución. Finge no opinar, pero descalifica a los que sustentan que Boyer cerró la Universidad llamándolo representantes de una sub cultura antihaitiana, afiliada al trujillismo.
[iii] Franklin J. Franco, Los negros, los mulatos y la nación dominicana, (1987) Sto Dgo. Alfa y Omega, pág, 139
[v] En su célebre tratado , Instruction publique en Haiti 1492.1945 ( 1948, California, Edition Panorama), Edner Brutus subraya que tras haber cerrado los establecimientos siguientes: Ecole primaire de Cap Haitiens, de Port de Paix, de Gonaives, de Saint Marc, College Royal, Lycee de Sans Souci, Lycee Jean Rabel, Lycee de Plaisance y Lycee de Saint Louis du Nord y luego señala “ brutalmente, durante este mismo año cerró la Universidad de Santo Domingo” ( pág.90). Luego nos dice “ La claususura de la Universidad de Santo Domingo es síntoma de su oscurantismo como revelación de su espíritu de casta, le impuso a los niños la obligacion de pertenecer a una de las familias afiliadas a su servicios para poder estudiar en una de las 17 escuelas nacionales de la isla” ( pág.116).
[vi] Ibidem.
[vii] Jean Tulard: Le métier d historiens. (1995), Paris, PUF. El destacado historiador francés, entiende el anacronismo como un error metodológico que consiste en aplicar conceptos, valores, ideas o actitudes de una época a otra distinta, sin respetar el contexto histórico propio de cada momento. Es decir, se trata de juzgar hechos, personajes o procesos históricos bajo la luz o las categorías del presente, sin considerar las diferencias culturales, sociales y políticas del pasado. Hay otros errores : El presentismo: Muy relacionado con el anacronismo, es cuando se privilegia la perspectiva y valores del presente para juzgar el pasado, lo cual distorsiona la comprensión histórica.
La falta de crítica de las fuentes: No analizar con rigor la fiabilidad, el contexto y la intención de las fuentes históricas, lo que puede llevar a interpretaciones erróneas o sesgadas.
La simplificación excesiva: Reducir procesos complejos a explicaciones lineales o simplistas, ignorando la multiplicidad de factores y actores que influyen en la historia.
La generalización indebida: Asumir que ciertas características o comportamientos de un grupo o época se aplican universalmente, sin considerar particularidades.
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