Antes de marcharse dio las últimas instrucciones al capataz. Planeaba llegar a la ciudad antes de la cinco de la tarde para celebrar el primer año de su última nieta, tenía como costumbre asistir a los cumpleaños de la familia junto a la esposa; el de hoy no sería una excepción. No hubiese querido salir de la finca tan temprano: en los últimos meses sus vacas, sin saber por qué, producían menos leche y deseaba quedarse a supervisar el ordeño.

Su esposa no era amiga del campo y rara vez lo acompañaba. Él, sin embargo, iba tantos fines de semanas como podía y al llegar el frescor invernal permanecía allí hasta siete días de corrido. Estaba muy a gusto en su hacienda. En realidad, disfrutaba más la ganadería que de la lucrativa profesión de abogado comercial que ejercía.

A través del tiempo reunió unos trabajadores y una servidumbre que eran leales y eficientes; Juana, la cocinera, era como de la familia y sus dos hijas sirvieron en la casa, pero al terminar la adolescencia decidieron marcharse a buscarse la vida en la capital. Nunca las volvió a ver.  Entre los empleados oyó decir que la mayor a veces visitaba a la madre, pero que Eneidita sólo llamaba por teléfono. Los chismosos afirmaban que andaba en malos pasos, de narco en narco. Juana se limitaba a decir que las dos trabajaban bien en Santo Domingo. Quizás sabía y no decía…

Gustavo Caban entraba en la vejez con porte elegante y buena salud. No perdía el buen ánimo y era un pertinaz presumido que acostumbraba a vestirse con chacabanas de lino bien planchadas. Sus cabellos canosos hacían juego con el espeso bigote gris, que disimulaba sus labios de mulato y acomodaba una nariz casi refinada. Evitando lucir mayor, rechazaba utilizar lentes para leer y creía alisarse las arrugas pasándose a cada momento las palmas de las manos por el cutis. Se sentía joven, por eso no escatimaba detalles para disimular los años que tenía encima. Lo perseguía una vieja fama de mujeriego bien merecida, como también  la de buen familiar, y, dentro de lo que cabe, de esposo ejemplar.

Tuvieron tres hijos, dos hembras y un varón que también era abogado. Las hijas y la esposa profesaban con devoción el catolicismo y lograban que don Augusto recibiera bendiciones especiales del obispo, a cambio de generosas donaciones. En Semana Santa y en Navidad confesaba y comulgaba, afirmando que para él bastaban dos hostias al año: – Ni engaño ni robo ni perjudico a nadie, con dos cumplo y me sobra…

Encasquetándose la gorra blanca recogió el maletín y subió a la yipeta ordenando al chofer que condujera más rápido que de costumbre: necesitaba llegar antes de que partieran el bizcocho y estar presente para la fotografía familiar; se entusiasmaba enmarcando esas fotografías y colocándolas encima de su escritorio y en diferentes lugares del hogar.

No era cualquier cumpleaños: podían contarse cerca de cien niños acompañados de parientes y custodiados por nanas vestidas de blanco, azul, o rosado, que perseguían a los niños por el salón.  Al llegar, bromeó con su esposa Sarah: -Yo no sé si esto es un cumpleaños o un centro de rehabilitación infantil lleno de enfermeras… –  A ella le disgustó el comentario, Augusto, sonriente, procedió a saludar a los presentes.

Una vez sentado pidió al mozo un vodka con soda y un par de pastelitos, solicitándole que fuera a servir un refrigerio al chofer, de pie en la entrada del amplio salón de juegos alquilado para la ocasión. Gratificó poniendo un billete de quinientos en las manos del camarero.

Gritos, lloros, niñeras negras, mulatas, blancas, viejas y jovencitas, siguiendo como sombras a los infantes; un payaso payaseaba y otro inflaba y repartía globos. Correteos y tira y jalas entre los pequeños invitados pujando por subirse de primero en los carritos eléctricos o en las jirafas plásticas. A primera vista, aquello aparentaba ser un desorden fuera de control.

El grupo de adultos convidados y la parentela ocupó una mesa en el centro del festín. Canciones infantiles amenizaban el feliz caos parvulario. La hija y la esposa servían de anfitriones y algunas madres se esforzaban sin mucho éxito por mantener el orden. El divertimento espontaneo y bullicioso de los presentes era propio, vibrante, molesto y alegre.

El abuelo, a pesar de sentirse irritado por el ruido y el jolgorio, observaba orgulloso a la nieta homenajeada paseándose por el salón en brazos de la niñera o en los de la madre. En eso, se acercó a saludarlo su comadre Dafne tomando asiento junto a él.

-Compadre, quiero que traigan a mi nieto para que vea lo grande que está; es el hijo de su ahijado-. Levantó el brazo derecho a la vez que flexionaba rápidamente la mano llamando a la niñera, que se encontraba sujetando al niño en un extremo de la mesa. – Eneida, Eneida, tráeme a Eduardito- ordenó sonriente. El niño, ataviado de impecable lino blanco, se acercó conducido por la nana. Tendría tres años y era hermoso, regordete y avispado – Dale un beso al señor, Eduardito…- mandó la abuela. Obedeció y plantó un beso en la mejilla del compadre Gustavo.

Reconoció a Eneidita a pesar del tiempo transcurrido: la hija menor de la cocinera. Enseguida, recordó las últimas semanas en que la campesinita quinceañera vivió en su finca. Sorprendido, y sobrecogido por una apremiante necesidad de levantarse e irse, bajó la mirada y se ladeo en la silla tratando de esquivarla. No pudo hacerlo. Permaneció sentado y recuperó la compostura.

-Pero si eres tú, Eneidita, cuanto tiempo… Le diré a Juana que nos encontramos y que trabajas con una familia muy buena… Se pondrá contenta…- Arrastró cauteloso las palabras mirando a Eduardito y evitando mirarla a ella.  De pronto, fingió recoger algo del suelo y aprovechó la flexión para sacar de la cartera varias papeletas.

Frente al encanecido hacendado, la humilde nana, cuya negritud acentuaba el tejido blanco de algodón, dejaba entrever su  discreta pero esbelta figura dentro del holgado uniforme. Agradaba con sus facciones de belleza africana. Sin decir palabra, miró a don Augusto con ojos encendidos de ira y tristeza.

Él se aproximó al niño abrazándolo. Al hacerlo, colocó súbito el dinero extraído de la cartera en el bolsillo delantero de Eneidita, sin que ella ni su comadre se percataran. En eso, Dafne dejo la mesa para asistir a Sarah en la repartición de bolsitas multicolores llenas de sorpresas y caramelos.

Sin levantar la cabeza, Augusto permaneció cerca del niño y se dirigió a Eneidita con voz queda e insegura: – Debes ir a visitar a tu madre de vez en cuando, así podrá ver lo bien que te encuentras … Se esforzó en hablar como un bondadoso patriarca. En silencio, la nana seguía enfrentándolo con mirada iracunda. El hacendado, huyéndole a sus ojos, añadió: – Cuida mucho a este muchachito y cuídate tú también…

– Tenga eso por seguro Don Gustavo, que lo cuido como cuido al suyo desde hace ocho años… No dijo más, giró sobre sus zapatos blancos y dio la espalda sujetando la mano de Eduardito. Caminó despacio hacia donde actuaban los payasos…

El abuelo de la fiesta de cumpleaños la siguió con la mirada, pensando que necesitaba más de dos hostias al año para redimir sus pecados.

Segundo Imbert Brugal

Médico psiquiatra

Psiquiatra, observador socio- político, opinador. Aficionado a las artes y disciplinas intrascendentes de trascendencia intelectual.

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