Vivimos el día a día como si fuéramos inmortales y como si la muerte solo residiera en el otro. El hombre vive en la afirmación de su yo, en la mismidad, en la inmanencia, en la búsqueda de trascendencia, y de ahí que, la alegría de vivir, le impide ver la presencia de la muerte: presente o futura. Solo ve la vida porque vive en la presencia: nunca en la ausencia. Como “todas las cosas quieren perseverar en su ser”, como dijo Spinoza, nunca queremos ser lo otro o el otro. Siempre queremos vivir en el ser y no en la nada, pues la nada representa el vacío, el abismo y la muerte. Ni aun, al ver la muerte individual o colectiva, el hombre siempre cree que la muerte pertenece a los demás. La muerte siempre nos aterra, perturba y angustia porque simboliza la nada, el no-ser y el vacío. Y porque representa la soledad absoluta: un viaje a lo desconocido, una experiencia intransferible, de la que nadie regresa. Y de ahí que sea el gran enigma de la condición humana, y que provoque, desde los orígenes de la especie humana, una explicación y una resignación ante su incapacidad para definirla. Tanto es así, que ese vacío se convierte en abono o territorio para las religiones, las filosofías y las ideologías. La muerte es un estado no de la vida sino del ser que nadie quiere experimentar en sí, al verla en el otro, y al saber que es un viaje sin retorno. Todo el mundo se cree merecedor de los alimentos terrestres, pero nadie se cree merecedor de la muerte propia; es decir: la muerte siempre es ajena, nunca personal. Las guerras y las armas existen porque existe la muerte. Acontece, sin embargo, que sabemos lo que es la muerte porque estamos vivos, y porque la vemos no desde la muerte en sí, sino desde la vida en sí. He ahí su paradoja. También nos aterra por la descomposición del cuerpo. Porque encarna el fin de la carne, de la belleza y del cuerpo, y porque la fealdad y el patetismo de la calavera provocan aún más la idea del horror y el miedo. Se debe a la transformación física del cuerpo: a un estado inerte, inerme y horrible. Es decir, de la carne al polvo y la ceniza.

El miedo a la muerte reside, en el fondo, tanto a la descomposición de la materia como a la separación del mundo sensible de los vivos: de la familia y los amigos. O sea, del mundo de los vivos al mundo de los muertos. Su horror estriba en que, al morir, nos moriremos solos, aun cuando la muerte sea colectiva: en tragedias aéreas, terremotos, naufragios, maremotos, accidentes de tránsito, erupciones volcánicas o masacres. De ahí que, quien dice muerte –o piense en la muerte-, piensa en la idea de soledad. Asimismo, el paso de la vida a la muerte encierra la duda, el principio de incertidumbre y la vacuidad de la conciencia. Por eso, el mayor acto de egoísmo es el del suicida: lo hace como la acción más solitaria, y como un acto de venganza a los otros, a los vivos. De ahí que el suicida nunca mata, sino que se mata para provocar el mayor dolor en el causante de su decisión trágica y dolorosa. Es pues un acto de egoísmo extremo porque tiene la íntima convicción de que, con su acción, llenará de culpa y dolor eterno al ser más próximo y cercano. El suicida es un héroe insensato y egoísta que, al odiarse a sí mismo, cree que, al matarse, mata de remordimiento a los vivos. Es un ser anónimo que busca trascender con su acción. Ha perdido todo apego, todo vínculo afectivo, toda sensibilidad, y de ahí que caiga en el abismo de la soledad y el vacío: se quita la vida, lo más preciado, por un acto de individualismo in extremis y como venganza contra los que lo aman, ya que es incapaz de amar y dejarse amar. No quiere la muerte del otro sino la suya. Pero se quita la vida para que no lo olviden: le aterra el olvido. Prefiere ser recordado como un héroe. La tentación suicida se cura con la muerte: opera en la memoria del sufrimiento del otro. Es la derrota de la fe y del amor a la vida y el triunfo absoluto de la pérdida de la razón y del juicio de la conciencia. El lobo solitario o el terrorista individual es también una suerte de ser, que ha perdido la sensibilidad y el respeto por la vida de los demás: desprecia el dolor ajeno, desconoce la piedad y mata por fanatismo ideológico o religioso.

Spinoza.

Un suicida es un sujeto que carece de todo sentido del humor. Está imbuido del espíritu de un “dios salvaje”, como le decían los antepasados al suicidio.  Acaso atenta contra su vida porque nunca se rió de sí mismo, ni mucho menos, de la muerte: pierde el sentido lúdico de la vida, el gusto estético y el placer del amor. Vivir es pues perseverar; morir es perder las perspectivas de las cosas y el horizonte en los laberintos de la razón. Quien se suicida no cree en la eternidad, pese a que, según Unamuno –en su libro Del sentimiento trágico de la vida–, quien se suicida lo hace porque quiere más vida, no la muerte. Es decir, porque desea trascender esta vida para buscar otra y conquistar otra experiencia vital y sensible. En suma, el suicida padece de una voluntad autodestructiva, que lo condena a muerte.

La única experiencia que simboliza en vida a la muerte es la del sueño. Cada noche, morimos, pero es una muerte efímera, solo del cuerpo: no de la fisiología ni de la biología del ser ni de su fuero interno. Al despertar, volvemos a experimentar la sensación de la vida. Solo que, el sueño de cada noche, es el reposo necesario para curar la vida del cuerpo, cuyos movimientos orgánicos, nos dan aliento, respiración y latidos. Dormir es una metáfora de la eternidad y de la muerte, pues es una manera de vivir con los ojos cerrados, y morir es, de hecho, morir para toda la vida: el “sueño eterno”, del que no se despierta jamás. Es decir, dormimos como experiencia de eternidad, y toda muerte individual es eterna, pues se muere por siempre, sin esperanza de resurrección o reencarnación. Solo Cristo resucitó al tercer día, tras su pasión y muerte, según el mito cristiano. Sabemos que somos hijos de la muerte –como dice la Biblia—,pero también somos hijos de la vida. Somos, en fin, un puente, no una meta: un puente entre dos muertes, pues antes de nacer estamos muertos. Nos angustia más que la inmediatez, la eternidad. Saber cuál será nuestro destino, y de ahí que todos anhelemos la vida eterna. Por eso nos refugiamos en las religiones, cuya base teológica reside siempre en explotar el mundo de la eternidad: el más allá, ante el dolor, la angustia, las enfermedades y el miedo. Es decir, una vida pura, sin angustias ni miedos: de comunión, ya sin  esperanza de descender a la tierra a volver a vivir, según la mística teologal.

Escribimos, leemos y publicamos –los que somos escritores o poetas—para aplazar la muerte y mitigar la gravedad de la idea de la muerte y del fin de la vida. Y acaso bajo la promesa vanidosa de trascendencia y eternidad. Pero el paso del tiempo nos cura de la llegada de la muerte inminente y nos prepara la resignación. Sin embargo, nunca estamos preparados o aptos para morir. Ni para ver morir a los hijos o a los nietos, ni a ningún familiar o amigo que viva, y menos a los cercanos. No tanto ocurre con el que aún no ha nacido, que nos causa tanta angustia o incertidumbre. Todos sabemos que, si vivimos, moriremos, solo que nadie sabe cuándo, y esa idea al menos nos consuela. Sabemos que moriremos pero anhelamos la inmortalidad. Nos aterra siempre la muerte, más en Occidente que en Oriente, donde se educa para la muerte, y donde la muerte es vista como tránsito, vacuidad o karma. En Occidente, la muerte es un acontecimiento, un fin, una tragedia y una desgracia fatal. Pese a que nos sabemos mortales, anhelamos la inmortalidad. No obstante, nadie quiere ser inmortal si no lo son los demás. Nadie se quedaría solo en el mundo la vida eterna. La inmortalidad también sería insoportable. Si la inmortalidad existiera, el hombre inventaría la muerte o inventaría la mortalidad. Nos aterra tanto la soledad como la muerte, y de ahí que, en la vida, buscamos compañía: la relación de pareja, la amistad y el amor para completarnos, multiplicarnos y disipar la soledad. El temor a la muerte reside en la idea de que si nacemos solos, también moriremos solos. Aunque en una catástrofe haya muertes colectivas, la muerte siempre es individual: cada quien tiene su propia muerte. El hecho de saber que moriremos nunca nos prepara para su experiencia, pero la realidad de que no sabemos el día ni la hora, –ni el instante—nos consuela y nos hace olvidarnos de su espada y de su azar traicionero. Pero ese mismo hecho, de que vivimos sin saberlo, aleja la angustia de la obsesión permanente y patológica de su presencia y venida.

Víctor Hugo.

Viajar es también vivir al filo de la muerte (en avión), una aventura vertiginosa similar a una caída en el vacío. “Viajar es vivir y morir a cada instante”, dijo Víctor Hugo. Todos odiamos la muerte por su fealdad y verdad, y porque representa el dolor, la tristeza y la infelicidad. Es una ruptura brusca de la ley de la vida, cuya impiedad reside en que no discrimina edad, sexo, clase social, ideología, raza o creencia en dios o no. Pero la muerte también –hay que decirlo—nos libera del enigma y el misterio de la vida, y del peso de lo imposible. El hombre cruel e impiadoso lo es porque ignora el dolor de la muerte y porque desconoce, en carne propia, la herida y el dolor: como el terrorista y el asesino en serie.

La muerte siempre es una crónica anunciada, pues sabemos, al ver la muerte de los demás, que vendrá, tarde o temprano, a buscarnos –o a matarnos. Morir es un verbo impersonal, de una realidad para la que hay que estar vivo, pues nadie se muere de la muerte. Nadie se siente propietario de la muerte. Sí de la vida propia, pero nunca de la muerte propia, ni de transferir nuestra vida a los demás o al otro, aunque hay quienes creen en la reencarnación o en la metempsicosis. Solo el asesino –o el criminal– se cree dueño de la vida del otro. Nunca podemos pensar la muerte, pues el pensamiento es incapaz de pensar lo que no es, la nada, ni mucho menos, razonar la existencia de la muerte, puesto que es una realidad intransferible de la que nadie regresa para contarla. La muerte es una realidad tan terrible que ni siquiera la queremos ver en el enemigo o el adversario. Nadie confiesa alegría o satisfacción al ver morir al enemigo, ya que se siente avergonzado o culpable, y el orgullo nos impide admitir el perdón (que es de trasfondo cristiano); o porque la misma sociedad condena el rencor. Nadie admite ser rencoroso o envidioso. Es un pecado capital que nadie acepta. Nadie dice o admite, urbi et orbi, ser envidioso.

Morir representa un desafío para la creencia y la fe. Hay creyentes que pierden la fe, al ver morir a un ser querido o la recuperan con el tiempo, que todo lo cura. Aceptar la muerte propia del ser querido nos embarga de dudas y pone en crisis nuestra creencia o fe cristiana. La muerte siempre pone en tela de juicio, aunque por un tiempo, los valores cristianos. Morir es pues un arte como el nacer. Sócrates fue el más sabio filósofo en practicar el arte del morir, al beberse la cicuta, el veneno que lo llevó a una muerte resignada y digna: al suicidio voluntario. Otros mueren o se suicidan en medio de la desesperación. Los estoicos –y aun los hedonistas– dieron cátedra frente a las adversidades, las angustias, el dolor y la muerte. Judas se suicidó por arrepentimiento, al admitir su traición a Jesús. Sócrates lo hizo en calma y quietud: practicó la ataraxia, esa imperturbabilidad del espíritu, de la que tanto aprendizaje alcanzaron los estoicos. Para los cristianos, la vida no concluye con la muerte, pues viven la vida con la esperanza de la eternidad y la cura de los pecados, bajo el signo de la transparencia de la culpa. Todo creyente vive su vida terrenal con sed de inmortalidad, enamorado de la eternidad, y con una vocación beatífica que lo persigue –y aun acompaña—toda su vida hasta su muerte.

Tememos a la muerte porque tenemos conciencia del tiempo. Y porque existe el tiempo. De ahí que los animales no temen a la muerte porque no tienen conciencia del tiempo, y porque no saben que un día morirán, ni siquiera los animales que llevan al matadero. Por eso el hombre vive más angustiado que los animales. Y, tras ser padre y tener hijos, la sensación de miedo a la muerte se acentúa aún más porque no queremos dejarlos en la orfandad. Pero también el hombre, al ver morir a sus padres, se aferra a los hijos como esperanza de continuidad de la especie y compromiso social y humano.

Goethe.

La muerte es enemiga de la felicidad humana: es su peor enemiga y verdugo. Pero actúa como ente disipador del sufrimiento ante una enfermedad o un dolor físico o espiritual. Morir duele. Y también ver morir al otro, a los demás. La muerte duele en el corazón, la mente y la memoria. Duele tanto porque es un evento irrepetible, que nos sumerge en la duda sobre la inmortalidad del alma o la desaparición del cuerpo. Y porque ocurre solo una vez, y es irreversible. No hay dos vidas ni vidas múltiples y paralelas, y de ahí que nos aferramos a ella no sin obsesión, egoísmo y posesión. Si supiéramos que no despertaremos del sueño, no nos dormiríamos. Nos dormimos porque sabemos que despertaremos, pese a que es una imagen del morir. También, si supiéramos el día y el instante que llegará la Parca, nos acostaríamos a dormir para recibirla con los ojos cerrados, pues nadie espera la muerte con los ojos abiertos. Su verdad enceguece porque la muerte es el reino de la oscuridad absoluta. Quien dice muerte dice oscuridad y quien dice vida dice luz (Goethe, al morir, pidió “más luz”). La muerte no es un hecho o episodio sino un estado químico, que destruye un estado biológico, y que sucede una vez, de modo mortal, y para siempre.

El hombre le teme menos a la muerte que a la inmortalidad, pues le atormenta más su destino –o su porvenir– que su presente, ya que le preocupa el porvenir de su alma. Pero, en definitiva, le angustia la muerte y la inmortalidad. El ser humano sabe que está hecho de vida y de muerte, y que, al estar vivo, morirá, pero desconoce el futuro de su vida mortal. Sabe que es un ser que va a morir, pero no sabe de qué ni cuándo, y eso lo angustia aún más. El hombre persigue la salud física y mental, durante toda su vida, y le atormenta no solo su muerte sino las condiciones de la misma: el dolor o la enfermedad que la precede. Aspira, como los griegos, a tener mente sana y cuerpo sano. Tampoco nadie quiere sufrir, y de ahí la práctica del suicidio asistido o la eutanasia porque duele, acaso más el dolor mismo de la enfermedad terminal, que el desfallecimiento en sí mismo. Es decir, el deterioro del cuerpo y la pérdida de facultades mentales.

Montaigne.

“La vida es breve, largo es el arte”, dijo Hipócrates. Pero si la vida es breve, morir es eterno, es decir, el morir es más largo que el vivir. La vida individual, por larga que sea, es más breve que la muerte individual, que es por siempre y para siempre. Solo que la vida tiene edad y la muerte no: celebramos los años de vida y conmemoramos los años de muerte. Aprendemos a vivir, pero nunca aprendemos a morir. O más fácilmente aprendemos a vivir que a morir. Aprender a morir es la clave de la filosofía, según Cicerón y Montaigne. “Filosofar es aprender a morir”, dijeron. ¿Filosofar es también aprender a vivir? Los estoicos nos enseñaron a aprender a vivir y morir. Quizás estudiamos filosofía para hacernos filósofos de la muerte o para aprender a no temerle y, en cambio, aferrarnos a la vana ilusión de la eternidad. (“Estudiamos filosofía porque no somos felices”, dice André Comte Sponville). No aprendemos a morir porque no aprendemos la lección de la vida como un don: como algo que nos es dado. Sucede que, cuando aprendemos a morir, ya estamos muertos. Es un aprendizaje único e intransferible, que se alcanza con el silencio porque solo aprendemos a hablar pero no así a callar. Solo alcanzamos la trascendencia cuando aprendemos a callarnos, a quedarnos quietos y en reposo. “La infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”, dijo Pascal. El silencio cura; hablar nos angustia del miedo a la muerte. “De lo que no se puede hablar, hay que callar”, dijo Wittgenstein. En síntesis, somos esclavos del miedo a la muerte. Ese miedo nos paraliza y angustia y nos impide ser felices.

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

Ver más