La fascinación de Irene Vallejo por las palabras y los libros es una alucinante pasión que nos regresa a la historia de los tiempos más remotos y antiguos de su origen. Habla como escribe, con la magia y el asombro que se pueden encontrar en el resonante misterio de la oralidad y la escritura. Leerla o escucharla, aunque ambas son distintas por sus características, en ella son una sola. Nos sumerge en el encantamiento de la historia de los libros como nadie lo había hecho, a través de su excepcional obra El infinito en un junco, que se convirtió —por la pandemia del Covid-19 y su confinamiento global e individual— en un relanzamiento del gusto por la lectura. El libro sirvió como acompañante para convertir la soledad del encierro en un fenómeno de la lectoría nunca antes visto en el mundo.
Cuando por primera vez leí y escuché su apellido, no sé si debido a mi relación con la poesía, lo relacioné con una pariente del gran poeta peruano —universal— César Vallejo. Aunque no tienen ningún parentesco o vínculo familiar, sí están unidos por la hermandad de nuestro idioma y su imaginario creativo. Su obra está siendo mencionada por doquier, incluso por gente que ni siquiera la había leído. Debo admitir que no la tenía en mi biblioteca personal, por lo que me puse a buscarla en Internet. La encontré en PDF y en audiolibro, eligiendo esta última forma debido a mis sensibles oídos de poeta. Entré de inmediato en un éxtasis sonoro orgásmico, por su ritmicidad y belleza. Posteriormente, la conseguí en papel, como debía de ser.
Soy todavía uno de esos lectores que prefieren el libro como objeto material, para poder tocar su portada, subrayar sus páginas y abrirse a su infinito saber. Aunque no soy un renegado de su nueva plataforma digital, dejo atrás los tradicionales formatos y materiales. La autora sostiene: «La pantalla no puede verse como un enemigo; el libro digital también es un libro. La tecnología abre nuevas posibilidades para leer; lo importante es crear un estímulo para ello». «La sabiduría lectora hay que aprenderla toda la vida. Es esencial encontrar sentido a lo que hacemos». Irene Vallejo, mágicamente, nos narra y nos explica; con su obra, se ha convertido en una diosa de la palabra escrita y en una exquisita historiadora de los libros, rastreando sus escondites más lejanos y profundos, desde los confines más clásicos y reveladores de sus protagonistas.
El lunes 17 del corriente mes y año, un selecto grupo fue convocado para asistir al primer conversatorio de la autora; nosotros fuimos elegidos como representantes de Santiago de los Caballeros. La invitación especial fue realizada por el Centro León, institución museística y cultural única en el país y el Caribe, que funciona desde la «Ciudad Corazón», perteneciente a la familia León Jimenes y gerenciada a través de su fundación. No explicaré aquí cómo me colé, pero la periodista y poeta Arelis Albino me incitó a que debería ir, como era mi intención, para conocer y escuchar de viva voz a la ilustre doctora en filología clásica y escritora de la mejor obra de los libros.
He tenido la suerte, después del calvario de los años y de venir de unos padres que no sabían leer ni escribir, de haber crecido en una pequeña habitación donde nunca vi un libro, ni siquiera uno solo. Además, aprendí a leer en la adultez y he conocido a muchos escritores nacionales, así como a algunos de fama mundial, entre los que se destacan Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura; Sergio Ramírez, Premio Cervantes, entre otros. Pero no me perdono haber tenido a Carlos Fuentes tan cerca —cuando lo trajo José Rafael Lantigua, cuando fue ministro de Cultura a la Feria Internacional de Santo Domingo—. Siendo yo viceministro, no me atreví a pedirle que me firmara una obra, debido a mi timidez provinciana, mucho menos a hacerme una foto; meses después falleció. Cuando le comenté eso, Lantigua me dijo: «¿pero por qué no me lo dijiste? Tú eres escritor, gestor cultural y funcionario de nuestro ministerio». Todavía lamento la situación, porque era un escritor que admiraba, sobre todo por su eximia novela Aura.
Después de eso, me propuse no volver a cometer ese pecado literario, buscando cualquier oportunidad para estar presente, ya sea en una actividad o en la puesta en circulación de una obra, o de cualquier escritor que admire y respete.
¿Qué mejor demostración de que no lo volvería a hacer que buscar la manera de ir a ese encuentro con una de las escritoras más reconocidas, premiadas y publicadas del momento? Impresa en más de 45 ocasiones y traducida a más de 40 idiomas, en más de 70 países, estamos ante la presencia de una escritora que, con solo esa obra, es un fenómeno editorial insólito, pocas veces visto en la época contemporánea. Fue su primer encuentro en nuestro país, que no conocía; había sido diseñado para un selecto grupo de invitados y personalidades, gracias a la generosidad visionaria de Unapec, Centro León y Mar de Palabras. La autora venía de México, donde se le había otorgado el Premio Nuevo León Alfonso Reyes 2025. Aquí, la Universidad Pedro Henríquez Ureña le entregaría el Doctor Honoris Causa, un reconocimiento que ha recibido de grandes universidades en otros países.
Ahora no tenía que hacerlo, como lo hice en el pasado, y me siento como un ser humano nuevo después de escuchar la sabiduría de esta fascinante autora, tanto en el hablar como en el escribir, con una fluidez conceptual y expresiva, sin ningún tipo de pose, cargada de un saber reflexivo, profundo y elegante, sin temer a ninguna pregunta. Se extendió de manera plácida, dejando siempre —su sonrisa angelical— plasmada en el rostro de las palabras, como había sido recibida, en compañía de Amelia León, Minerva del Risco y otras personalidades organizadoras de un encuentro único y verdadero, quizás el más íntimo de todos los que tendría durante su semana en el país. En el evento, algunos nos sorprendimos, porque en la entrada se nos entregaba el libro, en una cuidada edición de bolsillo en pasta dura, donada por el señor Olivo Rodríguez Huertas y Mar de Palabras, la cual al final fue firmada por la autora; como suele hacer dondequiera que va, con todos, sin excepción. Al mío le puso: «Para Enegildo, con infinito cariño, este viaje al origen de la aventura y la osadía de leer». Irene Vallejo.
Ahora me dispongo a contar algunas de las cosas que dijo, para que sirvan de base para todos aquellas personas que no pudieron ser invitadas o ir al escenario estratégicamente elegido para la ocasión: el Monumento Fray Antonio de Montesinos, quien pronunció el histórico sermón a favor de nuestra raza indígena por el maltrato al que eran sometidos por los españoles, el 21 de diciembre de 1511.
Lo haré desde mi punto de vista y de forma genérica, porque otros que estaban también lo harán a su manera, con sus propios apuntes y recuerdos. Sin embargo, no podía dejar pasar esta experiencia trascendental de mi existencia literaria y cultural, como testimonio de que existen momentos únicos en la vida que, en la mayoría de las veces, jamás se repetirán. Lo primero es su revelada erupción sobre el mundo antiguo de la historia de los libros, citando y recordando en su vasta memoria hechos y acontecimientos impresionantes sobre su trajinar y su andadura, resaltando autores y obras que son trascendentales e imborrables en la inmensa memoria de los tiempos.
Su amor desenfrenado y loco por los libros comenzó en su infancia, cuando aprendió el recóndito universo de la lectura. Remontándonos a la sabia experiencia de Vargas Llosa, quien, al recibir en el año 2010 el Premio Nobel de Literatura, dijo: «Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida». Irene podría decir lo mismo con igual intensidad y majestuosidad, porque eso fue lo que demostró y vivimos cada uno de nosotros con su presencia ese día.
Resaltó con la vehemencia que la caracteriza el valor que deberíamos tener todos para ser «gerente o jardinero de las palabras», donde juega un papel fundamental el profesor como «arquitecto del futuro». «El camino de la enseñanza antes era el afecto, como lo hacía la profesora de primaria, Pilar». «Hay que estimular en los niños el amor por las palabras». Sus abuelos inculcaron a su padre el amor por la lectura y los libros; con apenas tres años, sus padres le leían los relatos de La Ilíada y La Odisea de Homero, y la Eneida de Virgilio, desde donde aprendió el placer inconmensurable de la lectura y de esas leyendas que fueron incentivando su alma y su cuerpo: «La música de las palabras para la enseñanza es importante. Los relatos tienen verdades profundas. Mis cuentos de la infancia todavía están conmigo; ahora yo se los leo y les cuento a mis hijos». Cuando aprendió a leer, entonces explicó: «En esa época, comencé a escribir porque era una terapia, convirtiéndome en escritora. Era una huida o escape de ese malentendido del silencio».

Ante las agresiones de todo tipo que acontece y pasa en la infancia o adolescencia, se rebela: «Una falsa humildad, hay que pedir ayuda cuando se necesita, ante la presencia del acosa o la violencia, cuando se viene con la violencia en primera persona. El infante no hablaba, el niño no tenía voz. Estaba sometido a la ley del silencio, ante los acosos y las agresiones; era la peor demencia porque existía una soledad en esa época».
Glorifica la memoria como salvaguardia del patrimonio verbal de la humanidad, la cual, una vez plasmada en los libros, se conserva en las bibliotecas: «La memoria es una tradición de contar historias, para que el contador no muera; se iba a una biblioteca». Sobre el ritmo, explica: «El ritmo nos dice si hay una palabra mala. La poesía es anterior a la prosa». Sobre su famosísimo y estremecedor libro, infiere: «Es un ensayo que hice como Las mil y una noches».
Con esa misma intensidad y destreza, nos va contando la tortuosa y maravillosa historia de los libros, desde sus soportes antiguos hasta los modernos, hasta convertirse en un producto exclusivo para unos pocos, como los reyes, faraones y una élite económica. Narra los vericuetos de las prohibiciones, los secuestros y los incendios, como el de la Biblioteca de Alejandría, hasta los afanes de su reconstrucción. «Todas las bibliotecas son hijas de la Alejandría». «Los libros son un estímulo al imaginario humano». «Que la cultura no sea un costo. La cultura es esencial, no es un adorno ni un lujo». Aboga por los mediadores de la lectura: «A través de la lectura, podemos encontrar nuestros traumas; por medio del lenguaje, se van moldeando».
Con respecto a los clásicos, destaca: «El problema es que los vemos como textos difíciles; no somos capaces de comprenderlos. A través de la historia, han sido más perseguidos. Los libros clásicos no son los que nos imponen, son los que más han trascendido. Los clásicos son de carne y hueso. Hay que hablar con los clásicos de tú a tú, porque somos una sola humanidad».
Irene Vallejo es una escritora clásica en su formación y temática, pero moderna en la forma. Mezcla diferentes técnicas y géneros: la narración, el relato, el cuento, el ensayo y la poesía. En su libro El infinito en un junco con magia y maestría, desde el principio hasta el final. Por eso, es una obra de lectura multívoca o polisemántica.

Después del encuentro que tuvimos con ella, el martes 18, a las 7 de la noche, la consagrada escritora recibió la más alta distinción de la Universidad Pedro Henríquez Ureña: el Doctorado Honoris Causa, donde pronunció un profundo y hermoso discurso de recibimiento: «[…] Gracias a la universidad por hacer realidad nuestro sueño de la visita a la República Dominicana. La literatura en español vive un tiempo esplendoroso e inagotable en toda América […]. Su invitación me atrae a visitar la tierra de Pedro Henríquez Ureña y de la poesía sorprendida y asombrosa. Este territorio de esplendores literarios. Es la primera vez que estoy entre ustedes y, sin embargo, no siento extrañeza. He tenido anfitriones de la palabra. A la literatura le debo el amor hacia un lugar que solo había recorrido con pasos de papel; en resumen, porque ya había soñado este viaje». Cita a Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes sobre la grandeza de Pedro Henríquez Ureña, donde este último dice: «Que Pedro Henríquez Ureña siempre me haya parecido una reencarnación de Sócrates, lo he dicho mil veces». Ella, Irene Vallejo, habla sobre las bondades humanísticas de nuestro insigne intelectual y filólogo, a quien considera uno de sus grandes maestros: «A él me une su amor por los libros, la lectura y la cultura».
El miércoles 19, a las 6 de la tarde, tuvo lugar en el auditorio del Banco Central, repleto de un público selecto que la escuchaba con detenimiento, el «Conversatorio entre Irene Vallejo y José Mármol», quien les hacía una serie de preguntas. En su primera respuesta, me aclaró la inquietud que tenía en el segundo párrafo de este trabajo con respecto a su apellido Vallejo: «Mi nacimiento está, de alguna manera, provocado o precedido por un libro que es Trilce de César Vallejo. Parece que allí había un azar en los apellidos; mi papá se llamaba Ignacio Vallejo Vallejo. Vallejo doble multiplicado, no, Vallejo con convicción. Por ese motivo, supo de la existencia del poeta peruano César Vallejo, que para ese entonces estaba prohibido en España por la dictadura franquista y solo se podía conseguir clandestinamente […] Para conseguirlo, había que cruzar el umbral de lo prohibido, para llegar a las manos de mi padre, quien se lo regaló a mi madre cuando apenas se estaban conociendo. Era el poder simbólico, casi diría tótemico, de ese libro prohibido y de los poemas que incluía Trilce, pues estos fueron un detonante de una historia de amor y, por tanto, de mi nacimiento. Entonces, yo soy Vallejo por mi padre, pero también por César Vallejo». Luego de esto, ella continuó distinguiendo a Pedro: «Yo, como Pedro Henríquez Ureña, tengo la ingenuidad de pensar que los libros, la lectura, las palabras y el lenguaje conciliador son lo mejor de nuestras esperanzas. Y todavía pueden resolver todos los errores, desentrañar los conflictos y los problemas de la humanidad». Defendió: «El poder de la palabra contra la palabra del poder».

Como una jueza divina de la trascendental historia de los libros, defiende su rol humanístico en el protagonismo de la humanidad, como mediadores y salvadores de nuestra especie. A pesar de las grandes vicisitudes que han vivido las obras y autores, siempre el libro ha podido sobrevivir a sus perseguidores, secuestradores, detractores e incineradores, porque estaba prohibido poseerlo o leerlo. Esto nos lo revela el escritor norteamericano Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451, donde se crea un cuerpo de bomberos cuya misión era perseguir y quemar los libros. Incluso el nombre de la obra se debe a que hace referencia a la temperatura a la que se pueden incinerar los libros. Sin embargo, algunos guardianes los guardaban en su memoria y escondían los ejemplares más significativos para preservarlos de la destrucción, con la esperanza de que otros pudieran leerlos y aprender de sus saberes. Por esa razón, eran quemados y borrados.
Notas:
- Después escribiré más detalladamente sobre el libro.
- Todas las citas aquí utilizadas fueron trascritas por quien suscribe en sus tres principales intervenciones.
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