En un tiempo marcado por la prisa, cuando las pantallas nos arrastran al vértigo del instante y la noticia muere antes de nacer, aparece una voz que nos invita a detenernos. Irene Vallejo, filóloga y narradora, ha sabido reconciliar el eco de la antigüedad con la ansiedad de nuestro presente. Su obra nos recuerda que el libro es más que un objeto: es un refugio, un puente, una patria común.
En su prosa se percibe el rumor de Alejandría y el murmullo de las calles de Zaragoza; el susurro de los papiros y también el zumbido eléctrico de nuestras bibliotecas digitales. Vallejo escribe para recordarnos que, detrás de cada volumen, hay manos que han copiado, transportado, escondido y salvado palabras. Como ella misma escribe en El infinito en un junco: “Los libros nos enseñan a mirar con ojos ajenos, a sentir con corazones que han dejado de latir, a escuchar voces apagadas desde hace siglos”.
Su primera novela, La luz sepultada (2011), se adentró en los pliegues de la memoria histórica española. Con un lenguaje íntimo y doliente, narró los fantasmas de la guerra civil, no desde la estridencia del enfrentamiento, sino desde el temblor de quienes sobreviven a la fractura. Allí ya se anunciaba una mirada sensible que prefiere escuchar antes que imponer.
En El silbido del arquero (2015), Vallejo dio un giro hacia el mito, recreando la huida de Eneas desde la guerra de Troya. Pero lo que parecía un eco virgiliano se convirtió en un canto a las voces acalladas: las mujeres, los vencidos, los exiliados. Una relectura clásica que dialoga con la actualidad, porque —como advirtió Ítalo Calvino— “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
El ensayo puede alcanzar el corazón del lector común sin sacrificar su profundidad
La plenitud de su voz llegó con El infinito en un junco (2019), un ensayo narrativo convertido en fenómeno global. No es una historia fría del libro, sino una épica de la escritura. Irene convierte en héroes a los copistas, en mártires a los bibliotecarios, en guardianes a los traductores. Su relato revela que la civilización se sostiene sobre un frágil junco que resiste la tempestad del tiempo. Vargas Llosa lo celebró como “una defensa apasionada de la civilización del libro”, y Alberto Manguel, maestro de las bibliotecas, reconoció en Vallejo a una heredera de esa tradición que convierte la lectura en aventura vital.
A estas obras se suman sus recopilaciones de artículos, Alguien habló de nosotros (2017) y El futuro recordado (2020), donde su voz se acerca a los problemas cotidianos con el mismo pulso de ternura y erudición. Allí, la filóloga se convierte en cronista, y la narradora en maestra de la humanidad.
Irene exhibe un lirismo erudito. Escribe con un tono que oscila entre el rigor del aula y la delicadeza del poema. Su formación en filología clásica le da precisión; su vocación de narradora le otorga ligereza. El resultado es eso, un lenguaje donde las metáforas iluminan los datos, donde las cifras se convierten en símbolos y la historia en memoria palpitante.
La cultura no es un lujo, sino una forma de resistencia frente al vértigo contemporáneo
Sus imágenes tienen el brillo de lo ancestral: el libro como lámpara en la noche de la historia, los lectores como caminantes que se pasan antorchas, los mitos como semillas que siguen germinando en el presente. Irene Vallejo ha demostrado que el ensayo puede alcanzar el corazón del lector común sin sacrificar su profundidad.
Y, en esa mirada, su obra devuelve vigencia al humanismo. Nos recuerda que la cultura no es un lujo, sino una forma de resistencia. Como escribió George Steiner, “lo que no se nombra, no existe”. Irene prolonga esa idea al recordarnos que lo que no se escribe se disuelve en el aire.
El éxito de El infinito en un junco —con más de un millón de ejemplares vendidos, traducido a más de cuarenta idiomas y galardonado con premios como el Nacional de Ensayo en España— no es solo un fenómeno editorial. Es un síntoma cultural: en un mundo de velocidad, un libro denso, culto y lírico se convierte en un best seller. Eso habla tanto del talento de Vallejo como del anhelo del público por reencontrarse con la raíz.
Académicos y escritores han coincidido en destacar que su obra devuelve frescura al género ensayístico. Críticos como José-Carlos Mainer han señalado que Vallejo ha devuelto a la filología su dimensión literaria, sacándola de los márgenes universitarios. Otros la han situado como la heredera de las grandes voces que hicieron de la cultura clásica un patrimonio vivo, desde Borges hasta Marguerite Yourcenar.
En la alquimia de la permanencia, Irene Vallejo no escribe solo libros: construye puentes. Sus páginas permiten que el lector contemporáneo se siente a conversar con Sócrates, con Virgilio, con los anónimos que escondieron un códice para salvarlo de la hoguera. Ella nos recuerda que somos herederos de una cadena ininterrumpida de palabras, y que cada lector, al abrir un libro, participa de esa alquimia de la permanencia.
Es una mujer que lleva en su voz las ruinas de Alejandría y la promesa de la esperanza. En su palabra se cumple lo que Octavio Paz escribió sobre la poesía: “Es la presencia del pasado en el presente, el presente que se abre al porvenir”. Eso mismo es Irene Vallejo: la encarnación de la continuidad de la palabra humana.
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