
En la era digital, las fiestas ya no son lo que eran. Lo que antes era un espacio de encuentro, desinhibición y disfrute genuino, hoy se ha convertido «para muchos» en un escenario cuidadosamente curado para las redes sociales. Asistimos a eventos no tanto por el placer de compartir o celebrar, sino para registrar y publicar. El teléfono móvil se convierte en el verdadero invitado de honor, y la cámara, en el filtro a través del cual se experimenta la vida. En lugar de bailar, reír, conversar o simplemente estar presentes, muchos se dedican a grabar cada movimiento del artista invitado, tomar fotos de las bebidas perfectamente decoradas o buscar el ángulo perfecto para mostrar que «la están pasando bien». Pero detrás de ese desfile de imágenes hay, muchas veces, una verdad incómoda; un vacío emocional que busca llenarse con la validación externa.
Esta necesidad de aparentar ha distorsionado profundamente la noción del disfrute. Ya no se trata de vivir el momento, sino de capturarlo. Pero al enfocarse tanto en la captura, el momento en sí se pierde. La fiesta deja de ser una experiencia y se convierte en una producción visual para una audiencia invisible. Se intercambia la autenticidad por una imagen cuidadosamente seleccionada, adornada con filtros que embellecen la superficie, pero que ocultan la frustración y el malestar internos.

Este fenómeno va más allá de la simple vanidad. Refleja una profunda insatisfacción personal y una dependencia emocional de la aprobación ajena. Muchas de estas personas no buscan compartir su felicidad, sino fabricarla artificialmente para enrostrársela a los demás. «Miren lo bien que la paso, lo importante que soy, lo feliz que soy», gritan las publicaciones en silencio. Sin embargo, esa felicidad digital rara vez se corresponde con una felicidad real. Cuanto más perfecta es la imagen, más sospechosa resulta su autenticidad. Es como si el deseo de proyectar una vida envidiable fuera inversamente proporcional a la calidad de esa vida cuando las cámaras se apagan.

En los últimos años, varios artistas han comenzado a hacer una misma petición desde el escenario, que el público guarde sus celulares y se permita vivir el momento.
Chris Martin, vocalista de Coldplay, detuvo un concierto hace tres años para dirigirse a los asistentes. Con voz firme pero amable, pidió que apagaran sus teléfonos por unos minutos y simplemente disfrutaran del show con todos los sentidos.
El mensaje ha sido replicado por otros artistas. Enrique Bunbury, por ejemplo, interrumpió su presentación el 4 de julio de 2025 para decir, «Apaguen el celular y enciendan el momento». Un llamado a la presencia, a la conexión real, sin pantallas de por medio.
Durante un concierto de su residencia en Puerto Rico, Bad Bunny también se unió a esta tendencia. En un instante íntimo del espectáculo, pidió al público que guardara sus teléfonos. «Este momento no vuelve», dijo, invitándolos a mirar con los ojos y no a través de una cámara.
Cada vez más, los artistas apelan a lo esencial, la experiencia en vivo como un espacio sagrado, irrepetible, que merece ser vivido con el corazón abierto y las manos libres.

Este comportamiento revela una condición social más amplia, estamos inmersos en una cultura que premia la apariencia por encima de la experiencia y de la esencia. Se valora más el «cómo se ve» que el «cómo se siente». Así, las redes sociales se convierten en vitrinas de vidas falseadas, donde se exhiben momentos aislados fuera de contexto, cuidadosamente seleccionados para construir una narrativa de éxito y plenitud que, en muchos casos, simplemente no existe.
Pero esta distorsión no es inocua. Genera ciclos de comparación, ansiedad y alienación. Quien observa estas publicaciones, sin conocer la verdad detrás de ellas, puede sentirse insuficiente o frustrado, cayendo en la trampa de creer que todos los demás viven mejor. Se alimenta así un círculo vicioso de inseguridad y necesidad de mostrar, de construir otra fachada aún más pulida para competir en un escaparate de egos, de alimentar el algoritmo.

Así pues, mis queridos saltamontes, las fiestas de hoy muchas veces no son una celebración, sino una actuación. Detrás de los flashes, los filtros y los videos alzados al cielo, se esconde una soledad que las redes no logran maquillar del todo. Quizás sea hora de apagar el teléfono, soltar la necesidad de mostrar, y volver a experimentar la vida con todos los sentidos. Porque la verdadera felicidad no se publica, se vive.
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