Cuando terminé la última página de Ciudadano póstumo sentí la misma mezcla de vértigo y gratitud que deja un vino añejo: un leve mareo en la lengua y, al fondo, una calidez obstinada que se resiste a disiparse. Lo primero que me afectó fue la voz que narra. No es la voz de un testigo neutral, sino la de un ser herido que se asoma a la página con las manos manchadas de tinta y de memoria. Cada digresión―sobre vinos chilenos, sobre la sintaxis del dolor, sobre el Turnpike floridano―me invitaba a sentarme a la mesa, copa en mano, mientras el texto ajustaba la lámpara y miraba directo a mis ojos antes de lanzar otra confidencia. Ese recurso de charla íntima otorga humanidad a lo que, en manos menos arriesgadas, hubiera sido solo un expediente de injusticias políticas.

Pero la intimidad nunca deriva en complacencia. Hay, detrás de cada párrafo, una cólera que recuerda a los cronistas latinoamericanos de los años noventa, aquellos que podían llamar “criatura mitad hombre, mitad bestia” a un dictador sin sacrificar un milímetro de precisión. Esa rabia contenida vuelve al libro necesario: no es un memorial nostálgico, sino un alegato visceral contra el cinismo del poder (el epígrafe lo declara sin reservas).

Lo que más me impresionó fue la construcción de los personajes, tan vivos y muertos. Tan reales y efímeros. Y esa relación que se rasgaba tanto y tanto, pero igual anhelaba permanencia. La estructura en espiral: empezando con Obama, viaja a Pinochet, salta al soldado salvadoreño… y cuando todo se desborda, vuelven los hilos y se anudan en la figura de Martín Araya, víctima de ese sistema que pretende domesticar la verdad. La historia personal termina siendo geografía política y viceversa. Ninguna herida ocurre en el vacío. Confieso que en ciertos pasajes la ola estilística amenazaba con ahogarme, pero justo cuando la respiración se hacía corta, surgía una imagen luminosa que devolvía mi oxígeno. Ese equilibrio al filo del exceso, es parte del encanto.

Me quedó resonando el contraste entre dos formas de ciudadanía. La póstuma, otorgada al soldado mutilado, y la que reclama el propio narrador desde su exilio íntimo. Ambas son, en el fondo, un grito por pertenecer a algún lugar donde la dignidad no sea documento sino derecho respirable. Esa tensión presta al texto una relevancia que va más allá del contexto estadounidense-latinoamericano: habla de cualquiera que, desplazado por la historia, aún busque un hogar que no lo traicione. Y pensé, también, en nuestro hermano país.

Ciudadano póstumo contiene material suficiente para tres libros, me dejó con la sensación de haber conversado largamente con un amigo lúcido y dolido, uno que no teme llamar a las cosas por su nombre pero que todavía sabe brindar por si acaso la vida vale la pena.

A esa conversación imaginaria volvería después, cuando el libro ya estaba cerrado y sin embargo seguía hablando. Me vi otra vez en la sala del tribunal: el murmullo previo, la tos seca de un alguacil, la manera en que los ojos del jurado evitaban mirar a Martín Araya. Recordé la voz de Mercedes Marianni, precisa, sin alardes, abriendo paso a la duda razonable como quien corre las cortinas para que entre luz. Uno cree que la justicia es un martillo; aquí se parecía más a un vaso de agua sostenido con pulso firme en mitad de un terremoto.

También regresé a la vigilia de los familiares que no salieron en la foto: Gilberto Montoya, la mirada cavada de tanto insomnio, y esa frase que le brota como un bisturí: “me lo jodieron en vida y me lo siguen jodiendo después de muerto”. En su boca, la palabra “necropsia” sonaba a profanación y a trámite. El libro no hace pornografía del dolor; apenas abre una rendija y es suficiente para que el aire se ponga denso. Ahí entendí que la compasión, cuando es verdadera, no necesita violines.

Hay, sin embargo, momentos de mesa tendida: jazz que salta de un parlante, la Novena de Beethoven como si la alegría pudiera imponerse por decreto, una parrilla encendida, el descorche apurado de un Nickel and Nickel, y ese brindis torpe “por la libertad” que se convierte, sin que nadie lo planee, en una pequeña ceremonia de duelo. En esas escenas la prosa encuentra su medida exacta: no sermonea, no se disculpa, sólo acompaña. Y uno, lector, se descubre respirando al mismo ritmo que los personajes, como si compartiera la copa y el cansancio.

Otra cosa que me sedujo fue el modo en que la novela baja del mapa al cuerpo. “Migración” deja de ser un edificio y se vuelve sudor en la palma, garganta apretada, la memoria a prueba de cuestionarios (“adónde fueron por el cumpleaños”, “qué perfume prefiere”). El Estado —esa maquinaria abstracta— adquiere gesto, horario, ventanilla. Y el exilio ya no sucede en los aeropuertos: sucede en el pecho, a la hora de dormir.

No quiero olvidar la dimensión política que atraviesa todo sin hacerse tesis. La espiral que va de Pinochet a Irak, del “yes we can” a los callejones del Bronx, no busca una moraleja, busca contexto. Al final uno comprende que la historia grande se cuela por la grieta de lo doméstico: una bandera sobre un ataúd, un permiso de paternidad negado, un expediente abierto por “sospecha”. Y ahí el libro es implacable: muestra que la violencia no siempre grita; a veces firma.

Por eso Ciudadano póstumo deja un eco raro: no concluye, repercute. Después de leerlo, uno camina distinto por las mismas calles. Yo, al menos, salí con la intuición —mitad deseo, mitad advertencia— de que la literatura, cuando se empeña, puede ser una forma humilde de justicia: no repara, pero recuerda; no absuelve, pero mira de frente. Y en tiempos de ruido, esa mirada sostenida vale tanto como un veredicto.

Lady Liriano

Escritora y gestora cultural

Lady Liriano es escritora y gestora cultural. Correo Lady.liriano@cultura.gob.do

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