La novela se distingue así por su versión poética de la realidad y por su condición mística. Por lo tanto el novelista es un poeta que convierte su ejercicio en una religión. A su lado está el poder del lenguaje para avasallar. De manera que lo bueno de la novela no está en lo que ella dice, sino en cómo lo dice, pero sobre todo, lo que ella provoca en el individuo y en la trayectoria que ambos recorren, gracias al poder transformador de su carga emotiva y en su versión contestataria. Sobre todo, la fuente de energía que proyecta hacia el horizonte. Así que la novela es una fuente constante de energía del lenguaje. Por eso la buena novela está consagrada a no perder actualidad y permanecer en el tiempo, porque con pasos firmes se adelanta al futuro y se convierte en clásica.
¿Cuánto hemos aprendido de las aventuras de Ulises en La odisea y de las fantasías de Cervantes en El Quijote? ¿Cuánto hemos aprendido de los absurdos de Kafka y de la conducta de sus personajes? ¿Quién no se ha detenido a pensar un momento en la imaginación fulgurante que nos deja El Principito? ¿Cómo nos imaginamos el infierno de Dante en La divina comedia y la emotiva carga emocional en los personajes de García Márquez? ¿Quién no se adentra en ese mundo fantástico propuesto en Aura por Carlos Fuentes? Constantemente vivimos pensando en personajes que tienen volúmenes, personajes con fe y sentido de la verdad. Hecho de palabras, pero visualmente atractivos a la imaginación de los lectores. Personajes a quienes queremos ver y tocar. De ahí su poder de imantación, de ahí su necesaria presencia en nuestro imaginario. ¿Quién no ha salido a las calles de París para buscar a La Maga después de haber leído a Rayuela? ¿Quién no ha querido encontrarse con Juan Pablo Castel después de leer El túnel? ¿Con cuál personaje de la novela dominicana nos queremos encontrar? ¿Qué le vamos a preguntar? ¿Sobre qué particular interés de la realidad dominicana lo vamos a cuestionar? En ese sentido a la novela dominicana le falta crear fantasías en la mente ajena para que adquiera valor estético en el imaginario colectivo dominicano. En todo caso, le falta imaginar la realidad dominicana.
Esta es una muestra de que a través de la historia la novela ha sido un maravilloso artefacto para pensar y un valioso instrumento para reconfortar el espíritu de las almas más atormentadas. Si la novela es en el fondo un relato abierto a las historias, a los sueños y a las fantasías, también es un modelo de conducta social. Por lo tanto ha sido un espejo y un retrato fiel donde se solazan las pasiones humanas más deslumbrantes. Si este género ha servido alguna vez para denunciar los desmanes de regímenes totalitarios y para la construcción de mitos sociales, también ha servido de trasfondo y se ha convertido en el sumun del sentimiento humano. En consecuencia, lo que explica en cierta medida su filosofía y sus fines expresamente estéticos.
Lo maravilloso de la novela ha sido cómo ha evolucionado y cómo ha trascendido y sobrevivido a las épocas y cómo se ha superpuesto a las catástrofes de los cambios ideológicos, sociales y tecnológicos de la modernidad, todo esto, al margen de un prestigio universal.
Quiérase o no la novela funciona como una lámpara fulgurante de las ideas y de la memoria. Ha sido y es, una caja de resonancia al mejor servicio de la ciencia. Un constructo lúdico quizás, con influjo de la ciencia del lenguaje y de la alquimia del pensamiento: Melquiades, en Cien años de soledad; Mackandal y Ti Noel en El reino de este mundo, Josef K. y Gregor Samsa en las novelas de Kafka, Díaz Grey en La vida breve de Onetti y Pedro páramo de Rulfo, ya no sólo son personajes de ficción. A través del tiempo han evolucionado tanto en sus mitos como en sus verdades. Son tan conmovedoras sus fantasías, son tan vehementemente creíbles que sus sueños ya forman parte del imaginario colectivo y de nuestra realidad cotidiana. Voy más allá, pues a través de sus lecturas y sus sueños hemos construido nuestra propia realidad personal. Así que, gracias a la novela nuestras vidas se dilatan entre el sueño y la fantasía. Estamos rodeados de personajes ficticios apegados a nuestras realidades culturales. Por eso la novela se distingue como un embriagador cóctel de atmósferas fulgurantes; energías distintas y experimentos constantes de los sentidos.
En cierto modo, podría decirse que la mala novela no es capaz de alcanzar el universo de lo clásico. En tanto que la buena novela sobrevive a las épocas, la mala novela es intrascendente, por su efímera vida. Se sostiene ingenuamente en un pobre armazón lingüístico capaz de desbordar en aburrimiento. Se comporta como una noria seca, donde no fluyen las aguas del pensamiento. En la mala novela las palabras son especie de ripios o retazos cortos por donde no transcurre ninguna fuente de energía cósmica: Ni el tiempo ni el pensamiento. Si “la buena novela miente” como bien ha dicho Mario Vargas Llosa, en cambio, la mala novela dice la verdad. Esto es porque en el fondo no ha sido capaz de crear esa superchería necesaria para alentar la imaginación. Así que la mala novela está exenta de fantasías porque se solaza en la pobreza de su lenguaje que funciona como un experimento frívolo.
Se podría afirmar que la mala novela lo justifica todo, pero en el fondo no construye nada. En tanto esta no sueña, su universo cerrado se desborda en diatribas pobres e injustificables. Por eso el mal novelista no tiene escrúpulos para acampar al pie de un árbol sin hojas. Así que se solaza en su desatino, en tanto la pobreza de su discurso no tiene fluidez. La mala novela se explaya en verdades de la realidad, por eso carece de mentira, porque no oculta nada. Es lo contrario de la buena novela, que apoderada de fantasías crea la verdad de la ficción. En todo caso, la buena novela parte de un estilo, parte de un punto de vista nuevo para crear un ensueño y entablar una conversación definitiva con el tiempo.
Si la mala novela se contemplara a sí misma, en el espejo de la buena novela, no fuera en el fondo lo que es: Una mala novela. Hablaríamos de una existencia fallida de su trama, de su lenguaje, le faltaría el nervio necesario para encajar con el alma del lector. Por eso la mala novela no conquista público, porque carece de fantasía.
Como su plan verdadero es tergiversar la realidad, está desprovista de una atmósfera lúdica. Por lo tanto, sus fines están muy lejos de conquistar el alma de los lectores. Le falta la visión necesaria para hurgar en la realidad indiscreta, en los vericuetos del mundo y en los enigmas verdaderos del interior del hombre. El prestigio de la mala novela está en lo que ella no dice, en su silencio, en la ausencia de magnetismo y en su estructura muda. Si la mala novela tiene una virtud nos conformaríamos con la carencia de fe. Precisamente eso, que el lector descubra lo que le falta, lo que no tiene y de lo que en definitiva ella padece: El poder de imantación, como lo logra Dostoievski en Los hermanos Karamazov y muchos otros: Joyce, Proust, Faulkner.
“La función central de la novela –ha dicho Volpi—es hacernos sentir más que pensar”. Por eso, en muchas ocasiones nos dejamos seducir por la emoción y nos olvidamos de lo que ella trasmite. Precisamente es uno de los peligros de leer a Rayuela de Cortázar, cuyo lenguaje nos puede tomar desprevenido cuando inocentemente nos solazamos en la impronta de su poética. En cierta medida, la novela es un modo dialéctico de contemplación para crear una realidad nueva. De ahí que, a la novela la mueve una condición cosmológica del tiempo.
De paso, es incuestionable que la novela tenga un poder altamente expansivo y conmovedor en el mundo de las ideas y sobresale para abrazar el universo completo. Las malas novelas, en su mayoría, tienen una visión frívola de la realidad: No cuestionan, no proponen, no enjuician: no emprenden teorías ni arriesgan presupuestos. Así que los retos del novelista para decir cosas, para abrazar teorías y proponer mundos nuevos, también forman parte de los signos vitales de la buena novela.
A la novela dominicana le falta lo que tanto tiene la novela latinoamericana, de manera específica, la de la segunda mitad del siglo XX, en cuanto a lo que tiene que ver con la recurrencia del mito. Por eso, carece de cierto grado de poeticidad. En lo absoluto, la novela dominicana carece de poesía y de fantasía, dos cuestiones tan fundamentales en la ficción narrativa. Al carecer de la mitología necesaria para fantasear, se convierte así en algo estéril, sin ideas. En tal sentido la novela dominicana ha interpretado de manera errónea sus fines, o mejor dicho, los fines mismos de la propia novela stricto sensu. El problema ha sido que el novelista dominicano se ha acostumbrado al sonido de una crítica complaciente, nunca se le han enrostrado sus abismos ni sus verdades. Nunca se ha detenido el crítico dominicano a señalar los defectos de la novela, sólo a mostrar las posibles virtudes, si es que la tiene. Por lo tanto, el crítico dominicano no ha sacudido ni puesto en tela de juicio el pensamiento y la razón del novelista. En este sentido, el novelista se ha quedado repantigado, diríamos desde el punto de vista de su escritura y piensa que lo ha hecho bien: Craso error, aún, la más valorada de la novela en su conjunto tiene en el fondo sus propios problemas que le aquejan.
En las novelas dominicanas, me refiero al canon que ha colocado la crítica literaria caudillista en el imaginario colectivo, el tiempo novelesco es burdo, lineal. De ahí su horizontalidad y de hecho se opone a esa condición del tiempo para definir los ciclos vitales, De ahí que la novela dominicana carece de esa materia psicológica necesaria para fragmentar el tiempo en la ficción y crear en los lectores una falsa ilusión gracias el efecto de veracidad en la narración. Por esta causa es que la novela dominicana carece de ilusión, porque precisamente, esa fragmentación del tiempo permite reconstruir los hechos en la memoria y reescribir su propia versión del pasado y del mundo narrado, lo que convierte al lector en cómplice secreto de la propia historia que lee, como lo hizo el cubano Alejo Carpentier con El reino de este mundo.
Visto así, la novela dominicana no adelanta ni acelera, porque le falta esa configuración necesaria para manejar el tiempo en la ficción, en función de que “el tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos”. De ahí que la novela dominicana tenga un punto de vista pobre. En tanto carece de esa dinámica psicológica esencial que enrole al lector hacia los diversos abismos mentales de la condición humana como tal.
Eugenio Camacho en Acento.com.do
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