El mayor apuró de un tirón el contenido del vaso, dejándolo sobre el mantel cuando vio su cita acercarse. Con el rabillo del ojo miró el reloj de madera lustrada sobre la pared del salón, detrás de la barra atestada de licores. Las tres y cuarto. Su interlocutor llegaba con algunos minutos de retraso. Se puso de pie y esperó con una débil sonrisa de vendedor de puerta a puerta a que el otro estuviera tan cerca para extenderle la mano.

—Mayor piloto Frank Feliz Miranda, para servirle, señor embajador.

Se sentaron en la terraza del pomposo restaurant Balboa con vista a un océano que se estrellaba, algunos metros debajo del acantilado, sobre la costa de la bahía.

—Comandante —dijo el embajador, que prefería la vieja usanza de los grados militares— usted ha debido intuir el motivo de la urgencia. Este asunto del accidente de los aviones ha provocado, digamos… algunas molestias y dudas en el panorama caribeño. En Cuba no se lo creen, algunos políticos de La Habana se preguntan, a voz callada, si se trató de un complot.

—Perdone, señor embajador. La verdad es que no lo entiendo. Eso es lo más absurdo que he escuchado en los últimos días.

—Hay asuntos que usted desconoce, por su condición de militar. Por lo que se comenta no parece una idea descabellada. Al presidente Laredo le iría muy bien si la culpa recayera sobre el jefe del ejército, el coronel Batista.

El avión Colón.

El mayor apartó la mirada y la fijó en un punto impreciso y lejano sobre las aguas de la bahía. El embajador se dio cuenta de aquella distracción, aun así le dejó vagar sobre aquel océano embravecido al que se le ha llamado, equívocamente, Pacífico. El mayor recordaba haber leído tras el accidente que el fabricante de los aviones Stinson Reliant había aconsejado equiparlos con motores más potentes para aquel periplo, lo que fue desechado por los cubanos. La responsabilidad, en tal caso, era de Batista, que dirigió las negociaciones. El mayor era el tipo de militar que no se complicaba la vida con esos asuntos, a él no le interesaban las razones de los altos cargos. Que Batista en su momento hubiera podido pensar que el fabricante quería sacar provecho, le traía sin cuidado. Al menos en su país las cosas se hacían de otro modo, por la decisión de uno que pensaba por todos, evitándole a la nación esas inútiles mediciones de fuerza. Para el mayor las cosas eran sencillas y simples como el motor de su avión Colón: encendido o apagado.  Con eso bastaba para estarse satisfecho. Eso pensaba cuando vino el mozo a tomar los pedidos, sacándolo de su distracción y trayéndolo de vuelta de aquel limbo con la ayuda de la fuerte virazón que agitaba los toldos sobre las mesas.

—En Cuba está rodando el rumor de que usted ha tenido algo que ver con el accidente —soltó el embajador justo cuando el mozo, ataviado en uniforme blanco rematado con pajarita roja, regresaba con las bebidas—. Hágame un resumen de los hechos para ver en qué podemos ayudarle. Hágase de cuenta que no sé nada y cuénteme como si yo fuera un extraño.

El mayor se dio su segundo trago del día. Lo iba a necesitar.

—Teníamos como un mes y medio volando sobre el Caribe y Sudamérica. El Vuelo Panamericano no era más que una visita a las principales ciudades del continente. Cincuenta y tres destinos para recordar la gesta del Almirante Cristóbal Colón. La escuadrilla de cuatro aviones estaba tejiendo una telaraña sobre los cielos de América, cubriendo lejanas distancias dentro de las cabinas incómodas de los monomotores. El itinerario era interesante, se diría hasta que con un buen propósito. Yo nunca pensé al alistarme como piloto que volaría a tantos y tan variados lugares. Sin embargo, al mismo tiempo, resultaba un trabajo espantoso si se toma en cuenta que la mayor parte del día teníamos sobre nuestras cabezas el sol tropical que nos cocía como invernadero con las escotillas cerradas. Partimos de Santo Domingo con rumbo a San Juan, desde allí volamos a Caracas, y después a Puerto España, para continuar hacia Paramaribo en la Guyana holandesa. Esta jornada fue muy dura, seis horas de vuelo. Pero estoy seguro que usted conoce esos detalles porque fueron divulgados día a día por la prensa. Entre un destino y otro descansábamos dos o tres días, y a veces menos, si es que se pudiera llamar descanso a ese tiempo en el que además de los saludos a los alcaldes y presidentes nos ocupábamos del reconocimiento técnico de los aviones y su reabastecimiento.

“¿Usted cree, señor embajador?, ¿o sea que si cree que hay cosas que no parecen de este mundo? —preguntó el mayor apurando lo que quedaba en el vaso—. Yo tampoco, pero a veces hay señales a las que se debe atender. La mañana que partimos de Chile hacia Lima sucedió algo que nos llenó de temor. Después de casi dos horas de vuelo nos envolvió una niebla gruesa que entorpecía la visibilidad, una cortina que se extendía como un manto desde los enormes peñascos de los Andes que iban quedando a estribor. Cambiamos ligeramente el rumbo hacia babor, volando en paralelo a la costa peruana, pero muy lejos de ella todavía, cuando nos dimos cuenta que habíamos perdido un avión. Intentamos ubicarlo por la radio, y por el ruido del motor. El navegante Menéndez, a bordo del Santa María, ni siquiera se dio cuenta y continuó hacia el aeropuerto Limatambo, pero las tripulaciones de la Pinta y el Colón nos dispusimos a la búsqueda de la Niña. Durante cuarenta minutos sobrevolamos la zona sin resultado. Con el temor de quedarnos sin combustible, continuamos llevándonos el miedo de haber perdido definitivamente un avión. Arribamos a Lima y todavía al día siguiente teníamos el corazón tembloroso como gelatina entre las manos. Para nuestro júbilo la Niña aterrizó treinta y seis horas después, sin mayor desperfecto que la radio averiada. Su tripulación tuvo que ejecutar un aterrizaje de emergencia para salvar la vida”.

—No entiendo su punto. ¿Adónde quiere llegar con eso de las señales?

—¿No lo ve? Era el segundo incidente con ese avión. Cuando los cubanos compraron las aeronaves, el primer avión bautizado como la Niña se accidentó durante el aterrizaje al llegar al aeropuerto de Rancho Boyeros, destruyéndose. Eso obligó a posponer el inicio del periplo, previsto para el aniversario del Descubrimiento. La nave fue sustituida y finalmente partimos el 12 de noviembre, con un mes de retraso.

El embajador recordaba vagamente aquel accidente. Lo había leído en los periódicos.

—Algo curioso. En Bolivia, país de fuerte presencia indígena, la comisión de festejos de recibimiento incluyó una tribu que nos impresionó con sus platos típicos, sus bailes y sus coloridos atuendos de lana. El chamán, la cara atravesada de surcos, un penacho sobre las sienes y en cuya cintura colgaba una rudimentaria hacha de piedra, nos agasajó con sus brebajes y al final presidió un ritual. Tuve el pálpito de que estaba allí por algo más. La víspera de nuestra partida de Colombia el teniente Menéndez, acompañado de milicos, realizó un vuelo sobre la cordillera Occidental y el cañón del río Cali. Los locales le mostraron a Menéndez la ruta más segura para evadir los macizos montañosos que protegen la ciudad. Se trata de un trayecto más largo, pero tiene la ventaja de que, tras cruzar Vijes en el Valle del Cauca, las montañas son más bajas y hay menos resistencia del viento de proa. Es la ruta que utilizan los aviones comerciales.

“Partimos de Cali la mañana siguiente, poco antes de las ocho —continuó el mayor—. Pero en vez de seguir la ruta aprendida el día anterior hacia el este-noreste, el navegante del Santa María decidió volar, sin que supiéramos sus motivos, en dirección opuesta, hacia el nacimiento del río Cali en el oeste. Supongo que se proponía hallar una salida hacia el océano Pacífico que nos evitara algunas horas de viaje. Así que nos vimos volando entre los desfiladeros del río. A estribor los farallones se extendían peligrosamente entre aquella garganta. Decidí sacar mi avión de aquel lugar que sospechaba peligroso, ganando altura. El Colón tiene un motor que alcanza sin mucho apuro las doscientas millas por hora. Halé la palanca de altitud y vi el morro elevarse sin ningún esfuerzo. Volaba a cielo abierto, más o menos a seiscientos metros encima del cañón cuando al Colón le dio una tembladera como si se fuera a partir en dos. Era la tempestad. Comenzó a soplar un viento fuerte y enseguida llegó, violenta, la lluvia. Mi mecánico de vuelo, desde el segundo asiento de la carlinga, detrás de mí, pudo ver a los aviones entre los desfiladeros del río. Intentaban salir de aquel lugar. Después dejó de verlos, por la escasa visibilidad”.

—¿Durante el vuelo usted nunca supo del accidente, ni siquiera pensó que algo había ocurrido? —preguntó incrédulo un embajador que olvidaba las normas de su profesión. El hielo se derretía en el vaso; el vaso, en la mano.

—No me di cuenta. Intenté dos veces localizarlos por la radio, pero con un clima así los equipos de comunicación no ayudaban. Entienda que mi empeño era mantener intacto al Colón. No puedo ser responsable más que de mi avión y su tripulación, que traje hasta aquí sin contratiempos. Por otra parte, no era raro que los aviones llegaran con diferencia de tiempo a sus destinos. A veces nos adelantábamos; otras, nos retrasábamos. No era lo deseable, pero era frecuente que así ocurriera. Hasta ahora le he dado mi testimonio, son hechos que viví. Lo que le contaré a partir de ahora lo he sabido por otras fuentes, en particular por periodistas que se trasladaron a ese lugar infortunado conocido como Felidia.

“Los habitantes del lugar se preocuparon cuando los aviones sobrevolaban el cañón del río. Iban a baja altura, el último avión logró salir —ese fue mi avión, el Colón—. El Santa María estaba sobrecargado: durante el periplo había llevado, aparte del piloto y el mecánico de vuelo, a un periodista que escribía crónicas para su diario. Los lugareños dijeron que Menéndez volaba sin advertir que el cañón se estrechaba como embudo, cerrándose unos cientos de metros más adelante. No fue sino cuando tuvo de frente la pared cubierta de verde vegetal cuando Menéndez se dio cuenta de su error, pero ya no tuvo espacio. El navegante quiso volver, girar en redondo. Quizá fue su intento por retornar para coger la ruta más larga. El Santa María no respondió. Se le había acabado el cielo. Los campesinos dijeron que el avión subió un poco, con dificultad. Menéndez aceleraba el motor para darle más velocidad a la hélice. El avión hizo como si frenara en el aire y fue a precipitarse en las Nieves, esa hondonada de tres mil metros, estrellándose. Para agravar las cosas la Niña y la Pinta le siguieron hasta el fondo del barranco”.

El mayor calló. Se instaló entre ellos un silencio casi religioso, en cierto modo fúnebre, que ninguno se atrevió a romper. Tal vez se trataba de una especie de hechizo, como una pausa en la que el silencio se encarama en el tiempo y rechaza la marcha de los relojes, un tiempo de ningún modo mensurable. Los toldos de las mesas en la terraza se agitaron otra vez por la virazón, produciendo un ruido repetitivo al golpearse sus vuelos sueltos contra el vinil rígido de los parasoles. La mirada del mayor volvió a perderse. Aunque sus ojos se hallaban escasamente separados por un metro de los del embajador, en esos ojos no se hallaba aquella mirada que deambulaba más allá del espacio de aquella mesa, yéndose a cientos de kilómetros en una búsqueda vana entre los meandros de agua clara del río Cali.

—El teniente Menéndez me llegó a hacer una especie de confidencia. Fue en Lima, la noche que esperábamos noticias del avión.

—¿Y qué fue eso que le dijo Menéndez exactamente? —dijo el embajador en un tono bajo de voz para evitar que el momento íntimo se quebrara y que el mayor se negara a continuar. Pero no fue así. El mayor sentía la necesidad de deshacerse de esas palabras, como si al compartirlas ya no fueran de su sola responsabilidad.

—En Quito, adonde volamos tras salir de Lima, volvimos a ver al chamán. Nos observaba desde la distancia.

—¡Vamos comandante, eso no es posible! Ecuador es otro país de población indígena, todas esas tribus se parecen. Seguro que era otro.

—Quizá, pero Menéndez estaba convencido de que era el mismo. Le preocupaba cómo pudo haberse trasladado tan de prisa desde Bolivia hasta Ecuador. Porque Menéndez intuía que se nos había adelantado y nos esperaba. ¿Recuerda que nos pareció raro que el Santa María nunca se integrara a la búsqueda del avión? Menéndez, asustado, me llegó a confiar que durante el inicio del vuelo hacia Lima sintió una molestia bajo el gorro de lona. Era como la sensación de un manojo de plumas que creciera allí y le rodeara la frente. Vio pintura verde y negra de ritos de guerra sobre su cuerpo que percibía semidesnudo a pesar del uniforme. Armas rudimentarias de piedras filosas colgaban de su cintura. En ese momento percibió que algo se metió en su cuerpo. Menéndez sintió que eso respiraba con sus pulmones, que sentía con sus ramificaciones nerviosas y veía con unos ojos que tampoco eran únicamente suyos. Dos cuerpos usaban los mismos órganos y sistemas, uno metido dentro del otro. Nunca pudo quitárselo de encima durante aquellas horas de vuelo. La posesión maniobraba los instrumentos del avión, succionando de Menéndez las destrezas de pilotaje a través del penacho sobre la frente. Menéndez era consciente de todo cuanto ocurría, únicamente que no controlaba su cuerpo que se hallaba bajo el influjo del otro. Ese letargo se prolongó hasta llegar a Limatambo. Durante el aterrizaje aquello lo soltó, yéndose de una forma tan inexplicable como había llegado.

—Pero dígame, ¿usted le creyó esa sarta de disparates? Le voy a dar un consejo, comandante. Si usted quiere llegar a brigadier general, que no tengo ninguna duda lo conseguirá, no hable de este asunto con nadie —el embajador se puso de pie. La entrevista había terminado. El comandante era un loco manso que daba crédito a cualquier historia tonta. Un hombre así no merecía su confianza ni su respeto.

—No sé si le creí o no. Sin embargo hace un par de días un periodista que cubrió el rescate de los cuerpos vino al hotel para entregarme esto —dijo mientras colocaba sobre la mesa los restos de un hacha pequeña de piedra y unas plumas maltratadas por el fuego.

Víctor de Frías

Abogado y escritor

Víctor de Frías es abogado y escritor. Algunos de sus cuentos han sido premiados.

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