La oralidad no es solo hablar, es también insuflar vida a las palabras. Es convertir la voz en cuerpo, emoción y sentido, en una presencia que vibra entre quien dice y quien escucha. Enseñar oralidad es, por lo tanto, enseñar a existir con la palabra. En un mundo donde los textos digitales se multiplican, pero las voces se apagan, ¿podemos darnos el lujo de perder esa dimensión tan humana?
Ser maestro hoy exige mucho más que dominar una disciplina. Exige ser voz clara, cálida, articulada, empática porque educar es también hablar con el alma. Sin embargo, en la era de las cámaras apagadas y los tonos planos, la palabra viva parece diluirse entre píxeles y algoritmos. ¿Cómo lograr que un estudiante sienta la vibración humana de una idea cuando la pantalla enfría lo que decimos?
No exageramos al lamentarlo, puesto que nunca antes la oralidad fue tan urgente como en estos tiempos del cibermumdo de Internet. La inteligencia artificial escribe con corrección y coherencia, pero aún, salvo error de mi parte, no puede mirar a los ojos, ni estremecer con un silencio, ni convencer con una pausa. No puede todavía encender el alma. Si la educación cede ese terreno, si el aula se queda sin voz, ¿no estaremos entregando a las máquinas la última trinchera de lo humano?
Cada maestro, sin importar su área de enseñanza, es guardián de la oralidad. El profesor de matemáticas, al explicar con precisión y claridad; el de ciencias, al contagiar asombro ante la vida; el de literatura, al encender un poema con su lectura; el de derecho, al modelar la fuerza del argumento oral. No se trata de añadir una asignatura, sino de entender que la oralidad atraviesa toda enseñanza, que es su respiración.
…la oralidad no es adorno ni recurso: es el alma misma de la educación.
Imaginemos dos escenas. En una, un profesor de historia narra la Revolución Francesa con una voz que sube, baja, se detiene, late. Sus estudiantes lo escuchan embelesados. En la otra, el mismo profesor lee en línea una presentación sin emoción, mientras las cámaras permanecen apagadas. ¿Qué queda de la oralidad en esa aula sin rostros? La diferencia no está en la tecnología, sino en la voluntad de habitarla con humanidad. Encender la cámara, sostener la mirada, dosificar los silencios, dejar que la voz respire: ahí comienza la magia.
Paul Ricoeur recordaba que el lenguaje no solo comunica, sino que crea mundos. Y esos mundos solo cobran vida cuando una voz humana los pronuncia. Por eso, enseñar oralidad es enseñar humanidad. Hablar bien no es un lujo técnico, es un acto ético: decir con autenticidad, con presencia, con coherencia. El maestro que habla desde lo que siente y sabe, enseña tanto con su contenido como con su manera de decirlo.
No es fácil ser maestro en estos tiempos, se nos pide ser académicos, tecnólogos, consejeros y, además, oradores. Empero, cada palabra dicha con intención, cada clase en la que la voz toca, convence o consuela, es una victoria frente al ruido, sobre todo, porque la oralidad no es adorno ni recurso: es el alma misma de la educación.
Si no la cultivamos, formaremos profesionales capaces de escribir con la ayuda de una máquina, pero incapaces de hablar con otra persona. En cambio, si devolvemos a la palabra su poder de encuentro, estaremos enseñando la competencia más esencial de todas: la de hablar con claridad, escuchar con empatía y dialogar con humanidad.
Entonces, la pregunta se vuelve ineludible.
Si nosotros, los maestros, no enseñamos a decir la palabra viva, ¿quién lo hará cuando ya todo lo demás lo digan las máquinas?
PARA PROFUNDIZAR
Ricoeur, P. (1975). La metáfora viva. Madrid: Ediciones Cristiandad.
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