Publicar un libro en la República Dominicana es, en muchos sentidos, una hazaña. No porque falte el talento, no porque escaseen las historias, las voces o los corazones inflamados de poesía y verdad, sino porque el sistema literario, si acaso existe como tal, parece diseñado no para levantar puentes sino para sembrar obstáculos. Hoy, quien quiere publicar un libro en esta isla caribeña colocada en el mismo trayecto del sol, con frecuencia termina enfrentando un abismo de dificultades económicas, estructurales y culturales que lo empujan, poco a poco, hacia el silencio.
La contradicción más lacerante de nuestro tiempo está en que se nos repite, casi como una consigna hueca, que hay que fomentar la lectura. Se celebran ferias, se imprimen afiches, se lanzan campañas con imágenes de niños sonrientes abrazando libros, sin embargo, ¿cómo se fomenta la lectura si no se estimula, ni apoya, ni se respeta el trabajo del escritor? ¿Cómo se crea una nación lectora si se abandona a quienes, con tinta y fuego, se atreven a escribirla?

Publicar un libro de apenas 120 páginas puede costar, como mínimo, $18,000 pesos dominicanos —sin incluir aún la impresión. La diagramación ronda los $12,000; la portada, unos $6,000. Esto, para un escritor independiente, equivale muchas veces al salario mensual o incluso superior. Si desea imprimir 100 ejemplares, debe sumar unos $25,000 o más, dependiendo del tipo de encuadernación, papel, y calidad, aquí ni siquiera hemos mencionado el gasto de promoción, el transporte, la presentación, la creación de una red de lectores, ni mucho menos las comisiones que exigen algunas librerías, que piden entre un 20% y un 30% del precio de portada por el mero hecho de poner el libro en una estantería. Es decir, el escritor paga por nacer, y luego paga por vivir.
A menudo, ante esta montaña de obstáculos, el escritor termina haciendo lo impensable; regalando sus libros. Lo hace no porque desprecie su trabajo, sino porque ansía ser leído. Espera que alguien —quien sea— escuche su voz. Lo regala como quien lanza un mensaje en una botella al mar del desinterés, con la esperanza de que algún lector lo encuentre, lo lea y lo salve del olvido.
Sí, es cierto que plataformas como Amazon KDP han democratizado la posibilidad de publicar, eliminando intermediarios y costos iniciales, pero en nuestro país, donde la brecha digital aún hiere profundo, estas opciones no están al alcance de todos. Son pocos los lectores dominicanos que adquieren libros digitales; aún menos los escritores con acceso y dominio de estas herramientas. Es una solución que resuelve para algunos, pero deja a muchos en la orilla.

En medio de este panorama, cabe preguntarse: ¿cuál es el verdadero rol de la Editora Nacional? ¿No debería ser esta una institución madre, protectora de las voces emergentes, un lugar donde el talento encuentre cauce? Hoy, su presencia es, a menudo, simbólica, su accionar difuso. No basta con editar a figuras ya consagradas, ni con publicar por compromiso institucional. Se necesita una política clara, abierta, rigurosa, que apoye a los nuevos talentos, que escuche las voces marginadas por razones económicas o geográficas.
Si de verdad queremos una patria lectora, hay que empezar por apoyar a quienes escriben. El Ministerio de Cultura, el Ministerio de la Juventud, el INFOTEP y el ITLA deben mirar más allá de las oficinas y sentarse a escuchar a los escritores jóvenes, autodidactas, rurales, digitales. Hay que crear talleres y cursos de capacitación accesibles de diagramación profesional (InDesign, Affinity, Canva avanzado), cursos sobre portadas, edición básica, marketing editorial. Incluso más, urge un Departamento de Apoyo a Escritores Noveles, dotado de diagramadores y diseñadores contratados por el Estado para ofrecer servicios gratuitos —con base en un protocolo transparente y equitativo— a quienes tengan una obra lista pero no los medios.
No se trata de caridad, se trata de visión cultural. Se trata de entender que un país que no escucha a sus escritores se condena a repetir sus errores en silencio. Se trata de dar oportunidad al joven de Barahona, a la mujer de Samaná, al estudiante de Montecristi que escribió una novela en las noches y no sabe qué hacer con ella, se trata de hacer justicia poética.
La República Dominicana necesita un nuevo pacto con su literatura. Uno donde publicar no sea un privilegio, sino una posibilidad. Uno donde escribir no sea sinónimo de sacrificio, sino de esperanza, porque mientras sigamos celebrando la lectura sin proteger la escritura, estaremos promoviendo una cultura coja, superficial, y condenada a importar palabras en lugar de parir las propias.
A fin de cuentas, escribir es un acto de fe, pero publicar… publicar hoy en día en la República Dominicana, es un acto de resistencia.
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