«El taller que encendió la chispa»

Corría el año 1997. De la mano del entonces director de la Escuela de Bellas Artes de Cotuí, Humberto Frías Agramonte, y con la participación activa de los integrantes del grupo de teatro Cero, con su director el artista plástico Francis Robles y el grupo Máscara2s, con su director Ramón Vásquez (Morenito), se realizó un taller que, sin exagerar, nos marcó para siempre. Lo impartió Miguel Ramírez: escultor, pintor, teatrista… un creador total.

Sábado. Ocho de la mañana, salón de actos del Liceo Francisco Henríquez y Carvajal. Para muchos de nosotros, fue el primer paso en el mundo del teatro. Éramos novatos, sin experiencia, pero llenos de deseo. Lo recuerdo claramente, las instrucciones fueron precisas:

«Vengan con ropa cómoda y neutra —nos dijeron—, idealmente negra, de ensayo. Traigan accesorios sencillos: pañuelos, sombreros, chaquetas, telas. Y también objetos simbólicos o utilería que puedan servir en las improvisaciones. Todo tiene un propósito.»

El taller comenzó con una profunda conexión cuerpo-mente. Hicimos ejercicios de calentamiento corporal y vocal: yoga, estiramientos, respiración consciente, articulación. Luego, Miguel nos condujo por técnicas de desinhibición y conexión emocional. Nada era impuesto, pero todo nos retaba.

Pronto nos sumergimos en el universo de la improvisación, herramienta fundamental para explorar y descubrir al personaje desde la verdad interna. Trabajamos con improvisaciones guiadas, cada una con objetivos escénicos claros, precisos. También experimentamos la creación a partir de estímulos externos: objetos, sonidos, imágenes, música… todo servía como detonante.

El cierre fue profundamente colectivo. A través de juegos teatrales, escenas grupales y dinámicas de confianza, terminamos el recorrido como un verdadero equipo. Finalmente, nos sentamos en un círculo de reflexión, un espacio íntimo para procesar lo vivido, compartir aprendizajes y dejar que las emociones encontraran palabras.

Ese taller no fue solo una clase de teatro. Fue un rito de paso. Encendió en nosotros una chispa que, muchos años después, aún arde. Para hoy, tenía previsto compartir con ustedes una entrevista muy especial con el artista que, hace más de veinte años, nos impartió aquel inolvidable taller: Miguel Ramírez. Sin embargo, por compromisos de agenda, no fue posible concretar el encuentro a tiempo para esta entrega.

Dado que en mi planificación este sábado estaba reservado precisamente para ese propósito, he decidido no dejar pasar la ocasión. En su lugar, les presento un brevísimo monólogo inspirado en la biografía y el legado de Miguel Ramírez, un creador cuya vida y obra siguen encendiendo fuegos en quienes lo hemos conocido.

Miguel Ramírez, tomada de sus redes sociales.

Breve monologo: «El sembrador de fuegos donde sólo había ceniza.»

Espacio escénico:

Un taller vivo, ecléctico. Manchones de pintura en el suelo, un torno de cerámica girando lentamente. Telones colgados en las paredes como banderas de antiguas batallas teatrales. Máscaras a medio terminar cuelgan de clavos oxidados. Una escultura inacabada domina el centro. La luz es cálida, teatral. Se escucha un leve zumbido mecánico. Un joven, Simón Gonzales, se encuentra en el centro. Viste ropa de trabajo, sus manos están manchadas de pintura seca y arcilla. El taller es una réplica detallada del de su maestro: Miguel Ramírez.

 

SIMÓN: (Susurrando, como a sí mismo) Hay un polvo antiguo que vive en mis dedos… (No se detiene) No es polvo del abandono. Ni del desuso. (Pausa. Se detiene un segundo, toma aire) Es ceniza sagrada. (Seca su frente con el antebrazo, respira profundamente) Memoria de lo que fue… y de lo que aún no ha nacido. (Se pone de pie lentamente. El torno sigue girando. Camina hacia una cubeta con agua turbia y pintura diluida. Lava sus manos meticulosamente, como en un rito. Mirando a su alrededor. Su voz tiembla entre admiración y cansancio.) Aquí… todo lo que ven, cada grieta, cada sombra, cada gota de color en el suelo… es un intento desesperado por entenderte, querido maestro. Por acercarme a ti. He copiado tus herramientas, tus hábitos, tus ritos, hasta me he dejado la barba. Este taller es una réplica del tuyo… pero vacío. (Se acerca al torno, lo detiene con la palma de la mano.)

Tu torno gira como el tiempo. El mío gira… y gira… pero no crea. No como el tuyo. (Pausa) Tú das vida al barro. Yo apenas consigo barro que no se desmorone. (Levanta una máscara a medio hacer. La observa.) Tú les das alma a las máscaras… las mías apenas tienen forma. ¿Cómo lo haces? ¿Cómo logras que lloren sin ojos?

(Mira hacia una silla vacía, como si hablara con alguien. Voz más intensa.) Maestro, ¿Por qué no puedo pintar como tú? ¿Por qué no fuiste… un poco más pequeño? Para que, al menos, pudiera alcanzarte. A veces siento que, por más que corra hacia ti, siempre das un paso más. Y no puedo… no puedo seguirte. (Mira hacia la silla vacía, como si hablara con él) Recuerdas cuando dijiste: (Actuando como Miguel Ramírez) «He sido premiado. Sí. Pero los verdaderos premios no llevan cintas ni diplomas. (Silencio reverente.) Son los ojos de un niño sorprendido. El temblor de un anciano que reconoce su historia en un lienzo. El silencio… cuando baja el telón. (Se acerca a la escultura inacabada. La acaricia. Se le quiebra la voz.) No temo mezclar.  No temo romper. No temo volver a empezar. (Mira sus manos, las alza al nivel de sus ojos.) Porque el arte —como la vida— no está hecho para los cobardes. (Luz más tenue. Toma una máscara. Se la acerca al rostro. No se la pone.) Yo no esculpo barro… esculpo memoria. No pinto escenas… pinto preguntas. (Coge un pincel lo observa. Habla más suave, íntimo.) Y cuando subo a escena, no actúo. Invoco. Como quien llama a los espíritus del gesto, del temblor, de esa verdad que se cuela entre líneas y respira bajo las luces. (Toma un libro del suelo, lo abre. Lo hojea con nostalgia. Pausa.) Y cuando ya no esté… no quiero ser recordado por lo que colgué en una pared o guardé en vitrinas. (Señala el corazón, lentamente.) Quiero ser recordado por cada chispa que encendí en otra mano. Por cada semilla que no lleva mi nombre… pero sí mi fuego. (Camina hacia el torno. Lo apaga con un suave gesto. El zumbido cesa.)»

(Se sienta junto a una escultura inacabada. La acaricia.) Has sido escultor, curador, actor, director… y maestro. Maestro, sobre todo. Me enseñaste que el arte no se separa. Que es todo uno: barro, sudor, palabra y silencio. Pero yo… yo no logro unir nada. Todo se me rompe entre las manos. (Se levanta lentamente. Camina por el espacio.) Cada cuadro lleva un fragmento de ti, cada obra teatral arde con el fuego de tu inventiva, y cada escultura… es la voz de tu inconsciente, ecos. Reflejos. Sueños. Deseos. Silencio. (Se escuchan, a lo lejos, gritos de «¡Bravo!». Aplausos imaginarios. Se detiene. Lleva las manos a sus oídos.)

¡Otra vez! Allá vuelven… con sus lisonjas y sus loas. No debo escucharlos. Escucharlos me distrae… y debo cumplir mi misión. (Se gira hacia el torno) Si la soledad dejara huella, no bastarían los mares para lavar los zarpazos del olvido cautivo. (Se detiene. Mira su teléfono. Responde un mensaje. Cierra los ojos, cansado.) Otra entrevista… No ahora. Quizás más adelante. (Pausa, tensa. Mira al frente. Firme.) Nadie avanza sin ser empujado, aunque sea por el filo de la persecución.

Te he visto crear belleza con basura, transformar cartón en alas… Me enseñaste que el arte es para los valientes. Pero yo… (hace una pausa, la voz se le quiebra) …yo no sé si lo soy. (Se detiene frente a una pared cubierta con bocetos, algunos de ellos claramente imitaciones de obras de su maestro.) No tuve una madre especial como la tuya, de ella aprendiste la pasión. En su ejemplo, aprendiste la convicción. No hay medias entregas. O se da todo… o no se da nada. (Luz tenue. Silencio. Se para en medio del taller. Sombra gigante proyectada detrás.) Las artes están unidas por una línea invisible. Una sutura sutil… que enlaza el teatro con la escultura, la pintura con la carne viva de la emoción. Todo muta. Todo se moldea. Todo… se impregna. (Se apagan casi todas las luces. Solo un halo sobre él.)

Has sido premiado. Aclamado. Pero jamás perdiste la humildad. No necesitas vitrinas. Eres un fuego constante. Un incendio sagrado. Yo apenas soy una chispa que no enciende. (Se arrodilla, lentamente, en el centro del taller. Mira al público, como confesando.)

He intentado todo. Pintar como tú. Esculpir como tú. Actuar como tú. Hasta caminar como tú. Pero no basta. ¡No es suficiente, no es suficiente! (Grita, quebrado. Respira hondo. Cierra los ojos. Habla más suave.)

Y aun así… no puedo dejar de intentarlo. Porque tú, maestro, sembraste en mí la necesidad de crear. De buscar. De transformar. Aunque me duela… aunque nunca te alcance. (Mira sus manos, cubiertas de arcilla. Una lágrima le cae.)

Quisiera que, al menos, una sola vez… una sola… sintieras orgullo de lo que hago. (Pausa. Sonríe con tristeza.) Por eso esta tarde, como cada tarde iré a tu taller, a aprender, a buscar nuevas formas de tocar almas con el arte. (Se pone de pie lentamente. Se limpia las manos con un trapo viejo. Lo dobla con cuidado, como si fuera un pañuelo sagrado. Mira alrededor del taller. El silencio pesa. Camina hacia la escultura inacabada. Le quita el trapo que la cubre. La contempla. Luego toma el pincel que antes observó y, sin vacilar, da la primera pincelada.)

Tal vez el fin del arte no sea alcanzar al maestro… sino atreverse a continuar su eco.

(Luz cenital sobre él. Se escucha de nuevo, muy tenue, el zumbido de los aplausos. SIMÓN no se inmuta. Sigue pintando. Persistente. Verdadero. En silencio.)

Fin.

Esteban Tiburcio Gómez

Investigador y educador

El Dr. Esteban Tiburcio Gómez es miembro de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Licenciado en Educación Mención Ciencias Sociales, con maestría en educación superior. Fue rector del Instituto Tecnológico del Cibao Oriental (ITECO), Doctor en Psicopedagogía en la Universidad del País Vasco (UPV), España. Doctor en Historia del Caribe en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), entre otras especializaciones académicas.

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