Nadie despierta de la muerte. Todos despertamos de la vida cada día. El sueño nos sirve de refugio, cura y catarsis. Así pues, no podemos desertar de la muerte sino de la vida. Huir de la muerte nos hunde en el vacío, en la búsqueda de eternidad o trascendencia. Nos refugiamos en la vida buscando, en cambio, inmanencia. Vivir es difícil: morir es peor. Nos acostumbramos a vivir, pero nunca a morir. La razón de la existencia nos impide aceptar la muerte, pues esta no tiene una lógica. Si la muerte no tiene, ¿cuál es la lógica de la vida? Y si la vida no tiene lógica, ¿cuál es la lógica de la muerte? Es la única verdad. La verdad absoluta: la muerte es una verdad mucho más absoluta que la vida. No huimos de la vida: huimos de la muerte porque queremos permanecer en la identidad del yo y del Uno. La vida es libertad relativa; la muerte es esclavitud absoluta. “Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser un esclavo”, dijo Montaigne. Es decir: aprender a vivir es dejar de ser esclavo del miedo a la muerte y asumir la libertad de la plenitud del mundo. El hombre nunca aprende a morir porque nunca termina de aprender a vivir. Cuando aprende, le llega la muerte. Morir es una experiencia sin retorno. No existe un aprendizaje de la muerte: ni una cultura ni una educación de la muerte. Siempre somos aprendices en el difícil arte de morir. Los poetas, los psicólogos, los teólogos y los filósofos son profesionales de la muerte. ¿Cuáles son los profesionales de la vida? ¿Qué es más real, la vida o la muerte?
El dolor de las enfermedades funciona, a menudo, como preámbulo en la pérdida del apego a la vida; y como resignación antes de entregarnos en los brazos de la muerte. Somos esclavos de la opción o libertad de morir, pero no hemos sido libres de nacer –o al nacer. La idea de la muerte nos abre el camino del perdón y el arrepentimiento. Nadie es capaz de mirar la muerte a los ojos, de frente, pues su luz –o su oscuridad—enceguece. Solo la muerte nos revela la fragilidad de la vida. Nos tiende una estela de sombra, que nos impide cruzar la “otra orilla” o ver el espejo de la realidad del mundo. La muerte nos enceguece en un instante, y de ahí que nunca sabemos ni podremos saber quiénes somos. Morimos ciegos: sin saber lo que son la vida y la muerte.
Pero el ser humano no se quiere morir nunca: solo quiere nacer o reproducir la especie. De ahí que es egoísta con su vida porque nunca se quiere morir, sino ver la muerte en el otro –en los demás. Anhelamos la felicidad en la vida; buscamos el éxito y el triunfo. Apostar por la vida es apostar por el éxito profesional, pero siempre nos espera el fracaso, pues existe la muerte. De ahí que la muerte opera como venganza y fracaso absoluto. Como existe la muerte, el ser humano, entonces, es un ser fracasado. Si vivimos para trabajar, progresar materialmente, formar familia, viajar, comer, vestir, enamorarnos, hacer el amor, leer, escribir, ver cine y obras de arte, coleccionar cosas y objetos, oír música y dormir, sin embargo, existe la muerte, que todo lo equilibra, mata y destruye, en un instante. La muerte es el fracaso total de la vida humana. La alegría, la felicidad y el placer se interrumpen, abruptamente, con la muerte. De modo que todos, desde que nacemos, estamos condenados al fracaso solo porque un día “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, dice Cesare Pavese en un poema. La muerte deviene en abismo, en espada de Damocles, en oscuridad profana, en espanto lúgubre. Es la parca que siempre llega sin avisar: la intrusa inoportuna que existe, pero nunca nos acostumbramos a su presencia, a su tiempo o a su llegada.
Resulta paradójico que, pese a saber que luchar contra la muerte es una batalla perdida, persistimos, tenazmente, por perseverar en la vida, por aferrarnos, con persistencia, a su vitalidad, a su llama, en una tentativa por prolongar el ser, obviando la idea de la muerte, olvidándonos de su verdad, aplazando su mirada. Con la muerte alcanzamos la consumación de la vida y el cierre de un ciclo vital; sin embargo, nunca podemos tener conocimiento de la muerte. Ver morir al otro es difícil, y más aún, verse morir. Nadie se deja morir. Morirse no es aún estar muerto. Cruzar la línea de sombra de la muerte, el filo de la navaja del ser y el no-ser, es difícil. Verse morir es más difícil que estar muerto, pues quien está muerto, ya no ve ni percibe ni oye, ni siente el dolor de estarse muriendo. Nadie quiere ver su propia muerte ni la muerte del otro: tampoco nadie quiere ver morir a alguien (ni a un desconocido) frente a sus ojos. Nadie tiene experiencia sensible de la muerte, pues no es regresiva: es imaginaria y mental. Para tener experiencia de la muerte, sería necesario conocerla, para saber lo que es, para definirla: víctima y victimario (la muerte y el muerto).
Todo ser vivo vive aplazando la muerte, evitándola, como no puede eliminarla: haciendo ejercicio, yendo al médico y comiendo sano. Pero sucede que ese aplazamiento tiene un límite. El gran misterio de la muerte consiste en que el hombre no conoce esos límites, ni puede dominarlos porque no es un dios.
El hombre nunca le desea la muerte al otro. Ni siquiera a un enemigo: prefiere usar el olvido y la indiferencia como sucedáneos del odio y el deseo de muerte al adversario. Esto así por el trasfondo cristiano del odio a muerte. Por eso nos eximimos de odiar, aborrecer, y más bien, practicamos la conmiseración, el perdón y la indulgencia, pues desearle la muerte al otro es una mala educación y un viso de bajos instintos. Los médicos, no solo curan sino que aplazan la muerte, siempre que puedan, en su tentativa para matar la enfermedad, que se come el cuerpo y lo hace cadáver. Pero la muerte también es una ley justa, en la medida en que nos iguala a todos: le sucede a todo ser humano viviente. Es inherente a toda persona y la llevamos en nosotros; nace con nosotros, viene aparejada a la vida misma, hasta que, un día, triunfa sobre el cuerpo y se eterniza en sujeto: deja de ser idea, abstracción, y se cristaliza o concretiza. La muerte es un bien, pues es inherente al hombre, y un mal, al negar la vida humana, y convertirse en la peor desgracia para la vida natural: en la gran pesadilla contra el placer, el éxito y la felicidad. El mayor dolor de la muerte es morir en vida. Todos morimos de la vida: nadie muere de la muerte. Todo el que muere es porque estaba vivo: nadie vive de la muerte. Todo el mundo se muere de estar vivo. La muerte es la ausencia absoluta y la vida, la presencia absoluta. La vida es solo presente. La muerte es, a la vez, pasado y futuro. No sabemos lo que es la muerte, y nadie lo sabe porque nos es desconocida. Es un enigma de la razón. Todos tenemos miedo de la muerte –y a la muerte. Pero nadie le tiene miedo a la vida, pese a que morimos de la vida, nunca de la muerte. La vida no es una elección. La muerte lo es para el suicida.
La muerte de un ser querido y amado nos duele hasta las entrañas: lo sentimos en el corazón, la conciencia y la mente. Pero siempre el tiempo atenúa –como buen escultor, al decir de Margarite Yourcenar—la pena y el dolor de la ausencia, no por insensibilidad, sino porque el olvido interviene como mecanismo de resiliencia para evitar caer en la locura de la memoria a los vivos. La resignación actúa aquí como terapia y catarsis hasta que llegue también la muerte a tocar las puertas del vivo como posibilidad de eternidad o de reencarnación. El llanto y el duelo sirven de compensación para cicatrizar las heridas abiertas del dolor y la ausencia. Si bien el miedo es intrínseco al ser humano, también tiene un valor de supervivencia, y por tanto es positivo, puesto que es un mecanismo de defensa. Pero nadie siente vergüenza de tenerle miedo a la muerte ni vergüenza de sentir dolor. Da más vergüenza tenerle miedo a los vivos. Somos porque resistimos la muerte. La combatimos con medicamentos y atacamos las enfermedades, que nos producen la muerte. Nuestra sobrevivencia reside en que resistimos los embates de la muerte. La vida es una batalla eterna contra la muerte. También la salud, que es el silencio de los órganos, nunca nos da señales de la emergencia de una enfermedad, que siempre llega silenciosa y despacio. Pero, cuando entra al cuerpo, se acostumbra al organismo, y ya cuesta salirse hasta matar al paciente. Siempre estamos plantándole cara a la muerte para sobrevivir en la víspera del combate. Pero, afortunadamente, la muerte siempre es individual, nunca es colectiva o de la toda la especie, pese a las epidemias, las pestes y los virus.
Vivimos hipócritamente porque vivimos como si la muerte no tuviera nada que ver con nosotros. Es decir, creemos que la muerte nunca es digna de uno mismo sino del otro –o del todo el mundo. Nacemos con los ojos cerrados y así morimos. Abrimos los ojos para ver la luz del mundo y lo cerramos, enceguecidos por la oscuridad y la sombra de la muerte. El Quijote, a punto de morir, abrió los ojos y recobró la razón perdida, al abandonar la locura.
Nadie juega con la muerte. Todos jugamos con la vida. Nadie ensaya con la muerte propia. No podemos hablar de la muerte porque no la conocemos. Tampoco podemos soñar con ella: solo pensarla desde la imaginación y la pesadilla de la razón. Como no sabemos lo que es la muerte, tampoco sabemos lo que es la vida porque, para saberlo, necesitaríamos verla desde adentro, no desde afuera. Y eso es imposible. Les tememos tanto a la muerte como a las enfermedades, y también a la muerte súbita. Lo cierto es que nadie se quiere morir nunca. Todos anhelamos la eternidad pero sin envejecimiento. Pero si la anhelamos, también debemos anhelarla en los demás, pues de nada serviría ser eternos e inmortales, si los demás no los son –o no los serán. ¿Qué sentido tendría ser eternos o infinitos, cuando los demás mueran o sean finitos? Además, si fuéramos eternos, nadie más nacería o moriría, y la vida y la naturaleza se quedarían estáticas. Negar la muerte sería negar el tiempo. Muerte y vida están hechas de tiempo. Así pues, no nos mata la muerte sino el tiempo. La eternidad implicaría la eternidad para la muerte y la negación del nacimiento de los demás. Un mundo sin muerte sería un espacio vacío para los creyentes y las religiones. No tendría sentido un mundo solo de vivos sin muertos. Sin ese misterio insondable que anida y alberga tantas fantasías, leyendas y mitos. En síntesis, la muerte nos reconcilia con nuestro ser: con nuestro espíritu vital, con nuestro origen y con la muerte misma.
La vida siempre es y será más breve que la muerte, pues la muerte existe porque la vida es corta. Nunca se está viejo para la muerte. Siempre se está joven para la muerte. La muerte siempre es prematura, y más aún, cuando muere un ser que no ha crecido o vivido lo suficiente, pese a que la vida nunca es suficiente. Como la vida es breve y la muerte larga, las religiones se alimentan más de la muerte que de la vida. Siempre nos presentan promesas de redención y esperanzas de salvación del alma, mas no del cuerpo. El tiempo no vivido –o por vivir— del hombre, al morir, lo llena la muerte. Mientras dios o los dioses son inmortales, los hombres tienen que ser mortales, pues ambos no pueden ser inmortales. He ahí la eterna disputa metafísica. La muerte del hombre tiene sentido porque los dioses –o dios– no mueren. Si los dioses –o dios—murieran, la muerte del hombre no tendría sentido teológico. Los dioses –o dios—son inmortales o eternos para que los hombres vivan resignados a la creencia de un ser –o seres—incansable, imperecedero, bajo un halo de misterio del más allá y a la ilusión de la vida eterna.
La muerte siempre es un a priori, una experiencia no empírica: sólo teórica e ilusoria. El gran miedo a la muerte reside en que existe el yo, el ser y la conciencia. Asimismo, porque con ella no solo desaparece el cuerpo, sino el yo: la identidad, la mismidad, el ser ontológico. Además, la muerte es un salto mortal al vacío, a lo inefable y a lo desconocido. La muerte está hecha de tiempo, y lo trasciende: lo atraviesa. Y, como es una entidad determinada por la temporalidad, está asociada a la eternidad. De ahí que, toda muerte, es una caída al vacío o un tránsito a la eternidad. Pensar en la muerte es pensar en la eternidad. Si la muerte es única, también la vida es única. El tiempo de la vida es finito y el tiempo de la muerte, infinito. El hombre siempre está naciendo y muriendo: no termina de nacer y de morir. El tiempo determina la vida y la muerte. La sustancia del tiempo las alimenta: les confiere luz y oscuridad. El tiempo es el espacio de la muerte; el espacio es el tiempo de la vida. La medida de nuestras vidas es una sucesión de acciones cotidianas, que terminan en la consumación de la muerte. La vida y la muerte son frágiles: arenas movedizas de un hilo invisible. Al menor corte del hilo, muere la vida, y el cuerpo pasa del ser al no-ser. Todo el que muere cruza el umbral del espejo: no regresa para mantener el enigma, el mito y la leyenda de la vida y la muerte. Así pues, la muerte es la consumación o consagración del desamor y el desapego a la naturaleza, y la vida es la consumación del amor.
“El sueño es otra vida”, dice Nerval en Aurelia o el sueño y la vida. Para el romántico suicida francés, “el sueño no es una interrupción de la vida, sino una continuación”. Soñar no es morir sino vivir. La vida no es el sueño sino que el sueño es la vida misma. Quien no sueña –ni duerme– no vive. Vivir es dormir y despertar. El sueño no es otra muerte: es otra vida. Es vivir con los ojos cerrados para ver la muerte de cada noche. La vida es un sueño, un frenesí, una ilusión, como dice Calderón de la Barca. Si es así, ¿es un sueño la muerte? Quien duerme desnuda la noche y habita en el reino imaginario de la muerte. La vida no es otra muerte. Pero la muerte es otra vida. La muerte es vida encarnada, otra vida inerte e insensible: un eterno abismo sin fondo. La vida es, a la vez, espíritu y carne. La muerte es solo un vacío. Nacemos con la muerte intrínseca, determinada por la temporalidad infinita. En tanto que la temporalidad de la vida es finita. La muerte trasciende el tiempo, en cuanto que el tiempo trasciende a la vida. La muerte representa el fin de la belleza y la encarnación de la fealdad absoluta. Nacemos muriendo. Pero no morimos naciendo. Morir es aprender a dormir para siempre. Todos sabemos lo que es la vida, pero nadie sabe lo que es la muerte, pues existe una experiencia de la vida, mas no hay una experiencia de la muerte. Solo sabríamos lo que es la muerte si existiese la resurrección. Experimentamos cada noche, con el sueño, la experiencia efímera e ilusoria, de la muerte, pero lo olvidamos al despertar. Cada día nos hacemos la falsa ilusión de desterrar y expulsar la idea de la muerte con los placeres, las alegrías y celebraciones de los sentidos.
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