«Escribir es un modo de vivir.» Marguerite Duras 

Yo estoy en parte con Borges: no gozo de lo que escribo. Gozo antes, leyendo, y en el acto de escribir, sobre todo. Más aún, me siento pletórico de placer cuando escribo poesía. Cuando lo hago, he sufrido el deleite buscado. Es, precisamente, el acto de escribir lo que me hace sentir diferente: ahí soy otro. Me transfiguro para sentir que nazco en ese momento del arrebato lírico, del trance reflexivo e intuitivo que hace posible el poema. En ese instante eterno, ningún poeta puede vislumbrar la posibilidad de si el texto que está escribiendo va a ser leído o no, va a gustar o no, va a permanecer o no, o si tendrá la virtud de entusiasmar a otros o no. Está situado en un momento único e irrepetible. En ese instante confluyen todos los tiempos. Su vivir es el vivir de todas las épocas. Por eso muchos poetas, cuando escriben el poema, casi de inmediato lo rechazan, lo quieren olvidar, desean escribir otro para reemplazarlo, para superarlo. Borges, con su lucidez habitual, afirmaba que muchos escritores no sienten gozo por los libros que escriben. Sin embargo, algunos de nosotros gozamos por los libros que leemos y, además, nos deleita ese relámpago eterno que hace posible la creación. 

La escritura es un oficio y, a la vez, una condena luminosa. Como decía Franz Kafka: «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.» A veces siento que cada poema es exactamente eso: un golpe certero contra una quietud interior que me pide a gritos ser quebrada. Escribir no es sólo un acto creativo; es un acto terapéutico, un modo de aligerar aquello que pesa demasiado y que sólo la palabra puede poner en movimiento. 

También creo, como Octavio Paz, que «el poema es el lugar donde el tiempo se hace espacio y el espacio se hace tiempo». Cuando escribo, entro en esa órbita donde las horas parecen detenerse y el lenguaje comienza a moldear nuevas dimensiones. Por eso el gozo del poeta nunca es lineal ni definitivo: es un ciclo de revelación y pérdida, de plenitud y vacío. Apenas concluye un poema, comienza la sospecha de que no fue suficiente. 

La creación poética es, además, una forma de escuchar. Rilke lo resume admirablemente: «La verdadera patria del hombre es la infancia.» Cada vez que escribo, siento que retorno a esa patria primera donde las palabras tenían el brillo del descubrimiento y el peso del misterio. La poesía, en su mejor forma, no es un acto de decir, sino un acto de escuchar lo indecible. 

Hay días en que escribir es un acto cercano al ascetismo. Me acuerdo de Simone Weil cuando aseguraba que «la atención pura es oración.» Así mismo, escribir exige una disposición interior semejante a la plegaria: una desnudez radical, un silencio hondo donde la palabra llega no como conquista, sino como gracia. En esos momentos, la escritura no proviene de mí, sino que pasa a través de mí. 

Otras veces, escribir se parece más a una batalla. Roberto Juarroz decía: «La poesía es un intento de aproximarse al borde del ser.» Y en ese borde, no pocas veces, la luz y la sombra se confunden. El poema nace del filo donde el pensamiento deja de ser razonamiento y se convierte en visión. Tal vez por eso todo poeta camina entre la duda y la revelación, entre la claridad y el vértigo. 

También ocurre que la escritura nos acompaña como un destino que no hemos elegido del todo. Clarice Lispector lo dijo con una sinceridad brutal: «Escribir es una maldición que salva.» Y sí, escribir es una salvación a medias, una red imperfecta que nos rescata sólo para arrojarnos otra vez al abismo creador. Pero es en ese vaivén donde se fragua el milagro del lenguaje. 

Lo cierto es que escribir es vivir dos veces: una en la experiencia, otra en la palabra. Paul Valéry afirmaba que «un poema nunca se termina, sólo se abandona.» Quizá por eso sentimos la necesidad urgente de escribir otro texto; porque sabemos que ningún poema agota el misterio, que cada texto es apenas una estación en un viaje interminable hacia el sentido.  

En conclusión, escribir, en suma, es una forma de existir. No podemos prever el destino de lo que nace en nuestras manos, pero sí podemos reconocer la hondura del instante en que lo creamos. Ese momento —único, irrepetible, fugaz y eterno— es la verdadera recompensa. El resto es accesorio. La literatura no nos promete permanencia, sino revelación. Y es ese relámpago, ese estremecimiento, lo que nos impulsa a seguir escribiendo, aunque sepamos —como Borges, como Paz, como todos los que han sostenido una pluma— que nada nos pertenece del todo, salvo el acto mismo de escribir. 

Pedro Ovalles

Escritor y gestor cultural

Pedro Ovalles (Moca, 1957). Escritor, educador y gestor cultural. Cuenta con más de cuarenta años de trayectoria en la docencia y la literatura. Licenciado en Educación, Mención Letras, por la UFHEC —donde fue Decano de la Facultad de Letras— y con Maestría y Posgrado en Gestión de Centros Educativos por la PUCMM, ha publicado trece poemarios y varios ensayos, y sus textos figuran en numerosas antologías nacionales y extranjeras. Ha recibido reconocimientos de instituciones como la Academia Dominicana de la Lengua, el Ayuntamiento de Moca, el Ministerio de Cultura, entre otras. Es coordinador del taller literario Triple Llama de Moca.

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