Situado en calma, como debe leerse a un gran ensayista, recorrí tu artículo publicado en ACENTO.COM.DO —El miedo a la muerte y el amor a la vida—, un texto de razonamientos filosóficos exquisitos que invita al diálogo agustiniano.

Recordé, mientras leía, aquel artículo —o más bien elegía— publicado por nuestro amigo común José Rafael Lantigua, donde realiza una interpretación libre de San Agustín al reflexionar sobre la condición mortal. La premisa agustiniana, como bien sintetiza Lantigua, es que «la vida podría entenderse como una lenta preparación para la muerte». Su prosa, sin embargo, trasciende lo teológico para abrazar lo poético: «La vida es una muerte lenta», escribe, subrayando aquella paradoja que nos define: aunque repudiemos el fin, lo único certero es que moriremos. De ese contraste nace mi tesis: la costumbre inconsciente de aprender a morir. Porque, ¿acaso no es cierto que, mientras la mente se rebela contra la muerte, el cuerpo se deteriora siguiendo un ritmo que la presagia?

En tu ensayo El miedo a la muerte y el amor a la vida, exploras con lucidez esa tensión entre nuestro anhelo de eternidad y la certeza del ocaso. Presentas la vida como un presente frágil y relativo, mientras la muerte emerge como verdad absoluta que socava toda pretensión de permanencia. Coincido en parte: al reflexionar sobre la mortalidad, insisto en que existe un entrenamiento orgánico hacia la muerte. Son dos miradas complementarias: tú enfatizas el vértigo existencial ante el abismo; yo, el aprendizaje silencioso que acontece en cada célula.

Basilio Belliard, poeta y crítico literario. Foto: ©EmilSocías/Acento.com.do

Afirmas, con razón, que «nunca aprendemos a morir», pues la muerte —ajena a toda pedagogía— se revela como «fracaso total» que trunca proyectos y certidumbres. No obstante, propongo una fisura en tu argumento: el cuerpo sí se orienta hacia la muerte, aunque la conciencia la rechace. Mientras la mente se aferra a la ilusión de control, el organismo envejece, enferma y se desgasta en un ritual de despedida. Esta dicotomía —el cuerpo como cómplice silencioso, la mente como rebelde— amplía la paradoja que señalas: la muerte nos iguala en su inevitabilidad, pero cada uno la intuye desde su propia decadencia.

Convergen nuestras ideas en un punto esencial: la muerte como gran igualadora. Coincidimos en que su certidumbre desnuda la vanidad de nuestros proyectos, pero difiero al interpretar su significado. Para ti, es un «abismo» que disuelve el sentido; para mí, un umbral que —al aceptarse— podría redimir la existencia de su condición de batalla perdida. La costumbre inconsciente de morir no sería derrota, sino reconciliación con el ciclo natural que, si bien exploras en tu obra, no celebras del todo.

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José Rafael Lantigua.

En este diálogo entre tus reflexiones y las mías, emerge una verdad incómoda: vivir plenamente exige abrazar la paradoja de existir sabiendo que, como escribió Pavese, «un día vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Tal vez ahí resida el desafío último: no luchar contra lo único seguro, sino encontrar belleza en ese aprendizaje involuntario que llamamos vida.

Con admiración,

Carlos Sánchez

Carlos Sánchez

Escritro

Carlos Sánchez es escritor.

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